14 de febrero de 2017

Historias

La muerte según la filosofía

SoHo consultó a un líder musulmán, un sacerdote católico, un médico forense, un filósofo y un hombre que vio el túnel para saber qué pasa, según ellos, cuando uno muere. ¿Quiere saber qué sucede en el más allá? Tome nota.

Por: Pablo R. Arango (Escritor y profesor del departamento de Filosofía de la Universidad de Caldas)
123rf

La iglesia de Pensilvania, Caldas, estaba repleta en el entierro de mi abuela. El tío Guillermo (sacerdote e hijo de mi abuela) alegó que mamá Inés ya estaba en la eternidad con Dios; la comparó con la virgen María (aunque la abuela tuvo 18 hijos) y, antes de terminar, pidió que le diéramos un aplauso: la audiencia estalló en una ovación de un minuto. Salimos con el ataúd y, al llegar al cementerio, Guillermo dijo otra vez que la abuela estaba en la eternidad. Íbamos a meter el ataúd en la bóveda cuando, de la nada, saltó Ramiro, un cantante callejero, con una guitarra y dijo: “Ella era muy amiguita mía porque le gustaba chisguiar la guitarra como a mí. Entonces yo le quiero dedicar una cancioncita”. Y comenzó a cantar una canción de Darío Gómez que dice: “Nadie es eterno en el mundo, ni teniendo un corazón…”. Pensé que la canción no iba a ser bien recibida dada la insistencia de Guillermo en la eternidad, pero hasta él aplaudió.

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¿Hay algo después de la muerte? Existen al menos cuatro tradiciones filosóficas. Las más famosas son las que responden que sí (Platón, por ejemplo, planteó una versión de la doctrina de la reencarnación); que no (la mayoría de los ateos), y que no se sabe (Protágoras, por ejemplo). La menos popular en la historia es la cuarta, la del entierro de mi abuela y de la que hablaré. Freud señaló que nadie es capaz de imaginar su propia muerte, puesto que al imaginar cualquier cosa uno está presente como observador (inténtelo, amable lectora o lector, a ver si Freud tenía razón). Así que, incluso quienes pensamos que la muerte es el final, somos incapaces de darle un contenido concreto a ese pensamiento. Lo natural es pensar que duraremos por siempre. Pero, al mismo tiempo, eso muestra que dicha creencia esencial para la salud mental es también absurda (Hobbes dijo que el absurdo era “un privilegio al que ninguna criatura está sujeta, salvo los humanos”. Agregó que son los filósofos quienes más gozan de este privilegio). Queremos ser inmortales y creemos que lo somos porque sabemos con nuestros huesos y carne que moriremos y no quedará nada de nosotros (como dijo un poeta: “… ni siquiera el recuerdo quedará en nuestros huesos”). El cálculo de la cantidad de humanos que hemos existido oscila entre poco menos y más de 100.000 millones. Pero también nos creemos individuos únicos. Noventa mil millones de seres irrepetibles parece un chiste, pero no podemos vivir sin tomarnos en serio. Es común que las personas, por ejemplo, al recordar a los muertos que amaron, digan cosas como: “Hoy estás más presente que nunca” o “Queremos que sepas, allá desde donde nos estás mirando, que sigues viva en nuestra memoria”… Algo que hermana a todas estas expresiones es que son el reverso exacto de la verdad: los muertos ya no están entre nosotros, ni en ninguna parte. Está, también, el sorprendente apego a este mundo por quienes predican que hay otro mejor después de la muerte. Y la lista sigue.

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La tradición a la que me refiero intenta, por una parte, aceptar que somos mortales y, por otra, satisfacer nuestro deseo de inmortalidad. Implica una contradicción, como casi todo lo que vale la pena en la vida. Quisiera ilustrarla con una fábula de Josef Popper-Lynkeus, en la que un joven apodado Pequeño Sócrates se paseaba por las calles de Atenas desafiando a los transeúntes a discutir un asunto en el que, según decía, nadie podría demostrarle que se equivocaba. Él afirmaba que era inmortal. Y argumentaba: nadie puede refutarme porque, aun si alguien me matara, para cuando llegue la refutación ya estaré muerto. A Wittgenstein esta historia lo impresionó y, por eso, escribió que la muerte no hace parte de la vida, y que es posible vivir eternamente si uno vive en el presente. La parte de vivir en el presente no creo que funcione, porque o bien termina uno en un antro de La Galería en Manizales, tirado en el suelo con una resaca asesina y ganas de morir, o bien termina uno arrastrado por esa cuadrilla de desalmados que llamamos “El pasado” o “Los recuerdos”, mirando hacia el futuro con la ilusión de alcanzarlo mientras la cuadrilla lo remolca a uno más y más lejos de ese formidable reino de Futurolandia.

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Finalmente, quizá ni siquiera la muerte sea el problema, sino la vida. ¿Podemos afirmar con certeza que somos la misma persona que aquel niño que pataleaba, que aquel adolescente que amó, que aquel imbécil que hizo tantas estupideces? Nos gusta pensar que somos uno, una persona única a lo largo del tiempo. Pero podría ser que vivimos varios anticipos de la muerte, dejamos de ser el que fuimos en un tiempo, antes de la muerte definitiva. Mientras tanto, la mayoría, creyentes o ateos y escépticos, incluso mucha de la gente que come más mierda, elevamos el mismo ruego unánime a Dios, a la nada o a lo que sea: “Por favor, ¡todavía no!”.

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