15 de noviembre de 2017
Historias
La indígena que retó a la élite de maratonistas
Lorena Ramírez es la primera mujer tarahumara —una tribu mexicana famosa por sus carreras de 200 kilómetros y varios días— en correr una ultramaratón en Europa con un par de sandalias. Aunque fue la sensación de la Bluetrail en Tenerife, España, la presión mediática y las agrestes condiciones terminaron pasándole factura y llevándola a un final de carrera inesperado. Esta es su historia.
Por: Miguel Ángel RodríguezEn un páramo volcánico y desolado, a 3300 metros sobre el nivel del mar, en la falda de una mole agreste de Tenerife (España) —un paisaje casi virgen atravesado por senderos tallados en piedra—, la leyenda del corredor incansable retomó el camino de lo humano. El mito tarahumara se hizo carne. Lorena Ramírez, la rarámuri que había llegado por primera vez a Europa a correr, dijo basta.
La joven, de apenas 22 años, convertida en un fenómeno mediático global, no pudo más. A sus indomables huaraches (las sandalias que usa su tribu para correr) les fue imposible recorrer los últimos metros de ascensión de una carrera que se muestra orgullosa de tocar el cielo con la punta de los dedos. Así reza parte del eslogan de la Tenerife Bluetrail, una de las ultramaratones de montaña más duras y exigentes de Europa y la que transita a más altitud de España. Todos, público y medios de comunicación, confiaban en que fuera pan comido para la primera corredora tarahumara que cruzaba el Atlántico y competía en suelo europeo. No fue así.
Desde el punto de vista logístico, la zona en donde la rodilla de la mexicana no pudo más era la más complicada. Sin posibilidad de acceso por carretera, la única opción para trasladarla tenía que llegar por aire. La intervención del helicóptero del Grupo de Emergencias y Salvamento del Gobierno de Canarias, habituado a este tipo de rescates en altura, cerró la participación de Lorena. El demonio guanche había podido con el mito tarahumara y la Bluetrail confirmaba su dureza con el abandono también de su hermano, Mario Ramírez.
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Pero, ¿quiénes son los tarahumaras y por qué la importancia de Lorena? Los rarámuris, como ellos mismos se nombran, son un pueblo indígena asentado en la sierra Tarahumara, al suroeste del estado de Chihuahua (México), que han convertido correr —sobre todo enorme distancias— en todo un estilo de vida. La tribu fue inmortalizada en 2009 por el periodista estadounidense Christopher McDougall, quien en su libro Nacidos para correr cuenta su asombrosa historia.
La Blue Trail de Tenerife es tan exigente que son muy pocos los corredores que logran terminarla.
La rendición de la joven rarámuri apenas tuvo testigos y esto, quizá, realza la imagen más evocadora de una historia que comenzaba con una simple foto: Lorena en lo más alto del podio de la Ultra Trail Cerro Rojo, una ultramaratón de 50 kilómetros que se realiza en Tlatlauquitepec (México) y que había ganado, sin problema, apenas un par de meses atrás.
Esa fotografía, en la que conviven dos realidades diferentes, transformó a la mexicana en un ícono de las carreras de ultrafondo y en el mejor post de Facebook. En ese podio final el mito de los “pies ligeros” se podía palpar. Sandalias y falda frente a tejidos técnicos, mallas y zapatillas deportivas. Otra foto ponía fin a la luna de miel de la joven con la prueba tinerfeña: Lorena elevada al cielo de la Bluetrail, rescatada por los servicios de emergencia. Sandalias y falda frente a la modernidad de las aspas de un helicóptero de salvamento. La soledad de su rescate en las estribaciones del Teide ponía el punto final a un relato que comenzó a construirse en el podio de Cerro Rojo.
Muchos se quedan a la mitad del camino y, para rescatarlos, las autoridades deben desplegar una logística que incluye escuadrones de rescate y helicópteros, como el que tuvo que sacar a Lorena tras su retirada.
Entre ambas fotos —la del triunfo y la del fracaso—, la mexicana fue el centro de todas las miradas; tuvo que asumir el rol de protagonista, un papel que interiorizó desde la humildad de sus orígenes y, sobre todo, desde el silencio. De niña no fue a la escuela y el español quedó como ese idioma desconocido y cercano que hablan los demás, casi innecesario entre los indígenas de su comunidad. Esa aura muda, extraña y mística, esquiva y casi divina, no limitó el poder de atracción de la rarámuri. Esa Lorena intocable solo se quebró alrededor del kilómetro 55, cuando los miembros del Grupo de Salvamento del Gobierno de Canarias aseguraron su arnés y tocó a lomos de la aeronave, esta vez sí, el cielo de la Bluetrail con los dedos.
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Lorena llegó a Canarias junto con su hermano Mario. Los dos participarían en la modalidad más larga de la carrera: 97 kilómetros. Sin material específico y sin conocer el nivel de las competiciones europeas, los Ramírez se atrevieron a aceptar la invitación de la ultramaratón española. Ángel Yuste, el director de la Tenerife Bluetrail, cree que les sorprendió el nivel en que se compite en Europa.
Esa inexperiencia se percibía en la salida: los corredores agolpados en primera línea, junto a frontales, equipos de hidratación y material valorado en centenares de euros, contrastaban con la espartana figura de Lorena con sus huaraches en los pies y una falda blanca. Mientras los flashes le iluminaban el rostro, ella se peleaba intentando hacer funcionar un frontal que utilizaba por primera vez. Todo era nuevo. A esa hora, 10 minutos antes de la medianoche, los fotógrafos se disputaban un sitio en torno a la corredora. A pesar de su silencio y su gesto hierático, el mito tarahumara cegaba a golpe de flash cualquier otro atisbo de protagonismo; las cámaras de televisión le enfocaban los pies y su hermano contestaba las preguntas de los medios antes del pistoletazo de salida. El speaker calentaba el ambiente mientras por los altavoces sonada Highway to Hell, de AC/DC. Por delante, 11.500 metros de desnivel y un demonio agazapado que respiraba adormilado en el interior del Teide. La canción sonaba a broma macabra, un aviso a navegantes sobre lo que les esperaba.
(Los ángeles de Lupe Pintor, por Alberto Salcedo Ramos)
Los aborígenes guanches, los antiguos habitantes de Tenerife, denominaban Echeyde a la montaña más alta de la isla; los cronistas castellanos también apuntaron otro término, Guayota. Esa denominación, según la cosmogonía aborígen, correspondía al demonio que habitaba el volcán, el maligno ser que expulsaba, en ocasiones, llamaradas de fuego y alientos envenenados. Echeyde, con el paso de los siglos, evolucionó al español como el Teide, y Guayota quedó inmerso en el folclor isleño. Si uno camina por algunos de los senderos del parque nacional que alberga la montaña más alta de España, entenderá que los guanches hayan visto en estos parajes volcánicos la morada del mal.
Lorena y su hermano Mario fueron las estrellas de la Bluetrail de Tenerife.
Este espacio rocoso, situado en el centro de la isla, es el principal atractivo de la Tenerife Bluetrail. Más allá del turismo, el volcán define su relieve: de 0 a casi 4000 metros de altura en un territorio de apenas 2000 kilómetros cuadrados. La Bluetrail no esquiva el reto, se recrea en él. La ultramaratón atraviesa Tenerife de sur a norte, de costa a costa, tomando el pico como referencia. Casi a mitad de la misma, a más de 3500 metros de altura y con medio centenar de kilómetros en las piernas, los corredores saludan al demonio Guayota.
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Tras dejar atrás la arena de la playa de Las Vistas, en la costa sur de Tenerife, los corredores se enfrentaban a la primera parte de la carrera: un largo ascenso hasta la zona alta atravesando senderos pedregosos, montes de pino canario y el desierto volcánico y afilado del Parque Nacional del Teide.
A esas alturas, Ángel Yuste, tras meses de trabajo para sacar adelante la prueba, solo deseaba que todos —Lorena y Mario— llegaran a Puerto de la Cruz, meta de la carrera. Había estado con los hermanos Ramírez desde que pisaron la isla y como director de la Bluetrail, a pesar de que tenía que velar por la seguridad de todos los corredores y coordinar al equipo de voluntarios y miembros de la organización, quería que los tarahumaras no tuvieran ningún problema derivado del choque cultural. Fue el propio Yuste quien trasladó el pinole en polvo (harina de maíz con la que se alimentan los rarámuris) hasta el retén del kilómetro 45.
Fue justo allí donde la joven de 22 años empezó a sentir el aliento de Guayota. Tras ocho horas de carrera, el rostro de Lorena ya no estaba tan fresco. Después de una salida conservadora había remontado desde el puesto 20 hasta entrar entre las 10 mejores mujeres en ese punto de control; el público que la esperaba, un lugar de fácil acceso en coche situado en el Parador Nacional, aplaudió al ver su figura. Algunos gritaron “allí viene” mientras señalaban la estela de una falda blanca al vuelo y un destello rosa que se acercaba entre las rocas. Amanecía en un paraje incongruente y sin embargo bello. Un más allá que, paradojas del destino, estaba devolviendo a Lorena su condición humana.
Antes de que la joven tarahumara llegara a las cercanías del parador, su hermano respondía con un lacónico “mucha subida” a los voluntarios que le servían el pinole. “Pues te queda lo peor, ¿ves esa montaña? Falta el cerro grande, el Teide”, le decían. Mario miraba hacia arriba y solo podía sonreír ante el enorme reto que tenía al frente: una subida vertiginosa a través de un sendero apenas visible entre coladas volcánicas, de muy difícil acceso. Los ojos de su hermana no sonreían tanto. La mirada que había fascinado a periodistas y aficionados se agrietaba entre dudas.
Tras cinco minutos de pausa, Lorena seguía sentada en el Parador Nacional, a 2100 metros sobre el nivel del mar. Había bebido dos vasos de pinole con agua y estaba masticando lentamente los macarrones de un plato de pasta. Los pidió sin salsa. Afuera de la carpa, decenas de personas se cruzaban con los corredores que iban llegando mientras intentaban sacar una foto a la rarámuri. El mito sobrevivía en silencio. La estética de Lorena seguía generando comentarios de asombro entre un público que se preguntaba cómo podía correr con aquellas sandalias por aquel terreno roto y descarnado. Entre los ánimos y aplausos se escuchaba algún “es imposible”.
Quien hubiera seguido su carrera desde la salida se habría dado cuenta de que a esas alturas de la Bluetrail la mexicana no iba bien. En el punto de control del kilómetro 11, en la localidad de Arona, se limitó a pedir agua a los voluntarios y continuó camino arriba. Alcanzó el punto de parada en Ifonche en mejores condiciones; la humedad había remitido y tanto ella como su hermano avanzaron varios puestos en la clasificación. En Vilaflor, kilómetro 28, Lorena seguía remontando, pero la parte más dura de la carrera no había comenzado todavía. La noche avanzaba bajo un cielo despejado. La luna llena restó un poco de dureza al recorrido nocturno y los rarámuris, que competían por primera vez de noche, lo agradecieron. A medida que la carrera ganaba altura la temperatura bajaba de los 5 grados, casi 15 menos que en la salida. Lorena echó mano de un cortaviento color rosa para abrigarse.
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De las Barrancas del Cobre, en la Sierra Madre Occidental mexicana, hasta Tenerife, en la costa noroccidental de África, hay más de 8000 kilómetros de distancia y 18 horas de viaje. Para un corredor rarámuri es casi como viajar a otro planeta. Mario Ramírez lo explicaba con estas palabras antes de disputar la carrera: “Nunca habíamos salido tan lejos, hemos viajado 18 horas y nos gusta esto, conocer la playa, conocer Europa y Tenerife... Es una felicidad para nosotros estar aquí”.
En los días previos a la carrera, conscientes de la repercusión mediática, fueron recibidos por las autoridades tinerfeñas. Carlos Alonso, presidente del Cabildo —máxima institución de la isla—, reconoció que la presencia de Lorena hacía que la Bluetrail fuera más conocida internacionalmente. Junto al presidente, los mexicanos se aventuraron a hablar de la prueba y de su preparación. “Aquí voy a ir conociendo el terreno a medida que vaya corriendo —tradujo Mario—. En casa suelo caminar, traigo leña, agua y normalmente no entreno”. En ese momento, los Ramírez seguían haciendo honor al mito que afirma que el entorno, la geografía y el aislamiento han moldeado durante generaciones a la tribu de los “pies ligeros”.
La llegada de los dos indígenas acaparó toda la atención de la prensa y el público.
Al mediodía en Tigaiga, uno de los últimos puntos de la Bluetrail —desde esta zona a meta solo hay 10 kilómetros—, el speaker relata los tiempos de paso de los primeros en cada categoría y se detiene en Lorena Ramírez: “La última referencia que tenemos de la corredora mexicana es la del Parador Nacional. En ese punto iba décima con un tiempo de 8 horas y 11 minutos”. Desde allí, la rarámuri salió caminando lento; en ese punto se había sentado por primera vez durante la carrera y en su rostro se podía entrever que algo le pasaba. Una ligera cojera asomaba en su zancada. El reto que le quedaba por delante era mayúsculo y puede que la presión de los medios de comunicación, acumulada tras entrevistas y portadas en prensa, la forzaron a tomar una decisión errónea: continuar en carrera y superar las fauces de Guayota con el objetivo de llegar a meta. Entre el caos organizado y los ánimos del público, retomó el sendero balizado camino del cerro grande.
El dolor es una novedad que escapa al mito tarahumara. Nacidos para correr, de Christopher McDougall, volvió a reavivar en 2009 la fascinación por los rarámuris de la misma manera en que provocó un cambio en la concepción atlética de millones de corredores. La idea que McDougall transmite, con la ayuda de su experiencia en México, es que gracias al minimalismo tarahumara, al cambio de dieta y a la búsqueda de sensaciones más enraizadas con el entorno, las lesiones pueden evitarse.
(Más allá de los golpes, la última biografía de Muhammad Ali)
Lorena bien pudo preguntarse, mientras ascendía por las faldas del Teide, por qué le dolía la rodilla. ¿Qué extraña sensación era aquella? Arrastraba molestias de una prueba anterior y las pequeñas punzadas que se habían manifestado 10 kilómetros antes estaban provocadas por un dolor en la pierna derecha. Poco a poco, fue avanzando más lentamente; los pies le pesaban y la inflamación crecía.
A 3300 metros de altura, con el sol en lo más alto y sin agua, Lorena dijo “se acabó”. Sin presión, alejada de los focos y las cámaras, reconoció sus limitaciones. Abandonó el mito que todos buscaban y fue una más, un corredor abatido y exhausto. Había osado con retar a la montaña y Guayota se vengó allí, precisamente entre los cráteres sulfurosos del volcán dormido.
Sentada, vio cómo sus competidoras fueron adelantándola; en la aplicación para celulares de la prueba, los nombres se iban sucediendo en el punto de control de La Rambleta, el techo de la carrera, y la rarámuri seguía sin aparecer en las pantallas. Doscientos metros más abajo, Lorena conversaba con el demonio. A estas alturas, en Tigaiga, el speaker había dejado de dar información sobre ella y los rumores crecían. Cuando el Twitter oficial de la Bluetrail anunció el abandono del dorsal 491, todos comprobaron que correspondía a María Lorena Ramírez. Para muchos admitir aquello era un imposible, algo irreal. Para otros, las sandalias, horas antes santificadas por el público que se agolpaba en los avituallamientos, se convirtieron en la excusa perfecta de la derrota.