30 de noviembre de 2013

Testimonio

El amor en los tiempos del Facebook

La historia de cómo el poeta Fernando Denis encontró el amor en la red social más famosa del mundo… hasta que decidió ir en busca de esa mujer.

Por: Fernando Denis

La mujer de las redes sociales es una mujer ambigua, que puede tener varias caras. Pero en uno de sus chats podría comenzar la vida sexual de cualquier hombre.

En el Messenger de Yahoo descubrí que existían varias salas para chatear. Incluso, una sala de poesía. Siempre estaba repleta de gente de varios países que quería leer sus poemas a través de un micrófono interno del chat, donde también se ponía música. La mayoría eran mujeres, sobre todo mujeres argentinas. Sabía yo de los problemas que tienen las argentinas con el psicoanálisis, y de las cuatro sureñas que conquisté leyéndoles poemas en ese chat, estuve con dos en Buenos Aires. Pero hubo una mexicana que conocí en el chat, y que luego añadí al Facebook, con la que estuve a punto de casarme, una indígena de una reservación tolteca que se las daba de poetisa y que me aceptó como novio mientras chateábamos y nos enviábamos fotos, poemas y muñecos, que ahí le llaman emoticones. Duramos más de tres años echando carreta con la indígena hasta que un día me salió un viaje a la tierra de Cantinflas. El señor embajador de México en Colombia, Florencio Salazar, un político mexicano que se crio con Jaime Sabines y al que conocí en casa de Gloria Luz Gutiérrez, me invitó a su país, me dio el tiquete, y en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México me estaba esperando una camioneta cuatro puertas con un chofer. Así llegué a vivir dos meses en la Casa Refugio Citlaltepetl, una mansión con apartaestudios, librería y restaurante en La Condesa, una de las colonias más bonitas del DF, a unas cuadras del apartamento del amargado escritor Fernando Vallejo. La indígena se vino a visitarme. Estuvo varios días conmigo, en los cuales yo me embriagaba empecinadamente; no recuerdo un solo día en que estuviera sobrio al lado suyo: empaqué mis cosas y, con un tiquete que me mandó el poeta José Luis Rivas, me fui a Oaxaca a vivir con ella, a un pueblo fantasmal llamado Cozoaltepetl. Ella dictaba clases en un colegio; yo esperaba a que regresara, ebrio, siempre ebrio. Si no fuera por el tequila, que compraba con monedas en la tienda, no creo que hubiera resistido el tiempo que estuve en ese pueblo que parecía sacado de un cuento de Juan Rulfo. Tampoco me hubiera aguantado un minuto al lado de esa indígena feúcha y amargada. Para ser sincero, cuando yo miraba sus fotos en internet veía a otra. Incluso las cartas que recibía de ella eran tan, pero tan bien escritas y tan apasionadas, que yo quedaba deslumbrado. Imaginaba que la internet se había creado para ángeles como ella. La mujer más linda de Facebook, la más inteligente de las redes sociales. Yo había chateado con Nórida Rodríguez, actriz que me admira y se considera la Remedios la bella de mis poemas; también con Flora Martínez, con la que escribí un poema a cuatro manos y que aparece en uno de mis libros. En el pueblo se enteraron de que yo era un escritor famoso, y el pastor de una iglesia se me acercó para decirme que allí no había policías, que me podían secuestrar. Alerté al embajador, que alertó a su vez a la Cancillería, entonces empezaron a buscarme. La indígena del Facebook pedía matrimonio, yo le decía que sí, que esperara un poco, que aún estaba ebrio. Lo que más deseaba es que se aburriera de mí. Siempre me consideré un hechizado de la bella. Era una mujer fea físicamente, tenía cara de india vieja y era de un carácter espantoso. Tampoco me gustaba su risa. Eso me desinfló. No era bruta, para nada, incluso hasta sabía inglés. Le dije que me iba; no fue una despedida, simplemente dije “ciao”. No me pidió que me quedara, fue como si ya hubiera intuido que yo haría eso. Más tarde supe por alguien de Facebook que todavía daba clases en la misma escuela. No me volvió a escribir. Recuerdo que salí y me fui despacio por la calle de tierra. Ahí estaba yo con mis palabras, disminuido, pequeñito, con la maleta en una acera, esperando que alguien me llevara al aeropuerto de Puerto Escondido y de ahí al DF, y de ahí a mi casa de Colombia, a mi cuarto lleno de libros y a mi pantalla donde escribo, donde, solitario, seguramente encontraré otra musa inventada, solitaria, mentirosa, en otro chat más divertido.

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