2 de agosto de 2022
Opinión
«Chemsex»: sexo, drogas y mentiras
Una mirada desde España a la estigmatización que ha generado la viruela del mono en comunidades LGBTI y el intento, ya repetido, de que las autoridades se metan entre las sábanas de los ciudadanos.
Por: Soho.coPor: Ángel Ramos
Especial para SoHo desde Madrid, España
Corría el año 92 y en las radios comerciales españolas sonaba Regreso al sexo químicamente puro de Ilegales. Otros tiempos, claro, cuando la palabra “sexo” era un reclamo publicitario más que se usaba en cualquier horario comercial. Ahora, gracias a la ola global de conservadurismo, el sexo vuelve a ser un tema controvertido y ha recuperado su carácter de contenido escandaloso para los grandes medios europeos.
Desde el final del año 2021 se habla de chemsex. La práctica es antigua y está asociada a la comunidad LGBTIQ+ desde los años 80. La aparición del sida se llevó por delante la promiscuidad y lo que aparentemente era el estilo de vida sexual libertino de dicha comunidad. Poco tardaría en asolar también las costumbres de los heterosexuales, poner en entredicho las convenciones de la pareja tradicional, amplificar el uso del preservativo como elemento profiláctico y acabar con los discursos de construcción de una nueva sexualidad que fueron tan importantes para la contracultura occidental allá por los 60.
¿Pero qué es el chemsex? Es simple y llanamente organizar una orgía donde todos los participantes practican sexo y consumen drogas que les predisponen a desinhibirse. Que la práctica, igualmente marginal entre los heterosexuales, se asocie a la comunidad LGBTIQ+ se asienta, como casi todas estas cosas, sobre la leyenda y la idea retorcida de que “el vicio” se arraiga con más fuerza entre homosexuales y lesbianas que entre nosotros, los rectos y moralistas heterosexuales.
Una película tiene la culpa: Cruising (Cacería en Latinoamérica, A la caza en España), del realizador estadounidense William Friedkin estrenada en 1980. Al Pacino daba vida a un policía que investigaba los brutales crímenes de un asesino en serie que actuaba dentro de la comunidad gay de Nueva York. La película retrata el ambiente sadomasoquista gay de hombres musculosos vestidos con ropa de cuero que buscan sexo en locales sórdidos donde se llevan a cabo orgías y se inhala popper. El popper es el nombre que en la calle recibe el nitrito de amilo, una sustancia química que provoca algo parecido a una borrachera instantánea e induce un estado eufórico que lleva a la desinhibición.
Las dosis líquidas se ofrecen en pequeñísimos botes de cristal que, en España, se venden de forma legal en sex-shops bajo el nombre de “limpia cabezales de aparatos de VCR”. Se advierte que el producto no sea inhalado o ingerido (esto es peligroso porque puede provocar una grave intoxicación por vía oral) pero, claro, todo el mundo sabe para qué sirve en realidad.
Desde la película de Friedkin el consumo de esta sustancia ha estado unida a la práctica sexual y muchos heterosexuales descubrieron su existencia. Con los años, más que como desinhibidor sexual ha sido utilizado para eliminar los efectos de otras drogas como la anfetamina, la metanfetamina (conocida como “éxtasis” en Europa) o la propia cocaína que impiden la erección. La frustración de no poder alcanzar una erección completa o la de mantener una erección, pero no poder alcanzar el orgasmo (algo también habitual) por culpa de haber tomado drogas que predisponen al sexo, pero impiden su práctica lleva a muchos a inhalar nitrato de amilo para paliar los efectos de esas drogas.
El relato de varios medios españoles no puede ser más alarmante y ser expresado de forma más alarmista, ya saben: jóvenes y no tan jóvenes gay que se reúnen para tener sexo en grupo y, no contentos con ello, toman drogas peligrosas. No se trata de fumar un poco de marihuana o de tomar una dosis mínima de LSD para aumentar una experiencia sensorial, se trata de tomar drogas peligrosas y de alcanzar un estado en el que se pierde la voluntad en favor de un estado mental y físico poco recomendable. Si se fijan un poco en lo que se está diciendo no se trata de desaconsejar una práctica peligrosa, se trata de vender un nuevo cuento moderno sobre el pecado. Es más una postura moral que una postura informativa.
El chemsex es tan minoritario como transversal. Es minoritario porque todo lo que tiene que ver con organizar encuentros sexuales con desconocidos es minoritario. El relato, además, incluye las descripciones sórdidas de los saunas gay que son bastante habituales en la prensa española. El círculo se cierra así.
Poco se habla de que estas prácticas desaconsejables se dan también dentro del ambiente swinger, parejas heterosexuales que practican el intercambio de parejas y a los locales de este tipo que pueden encontrarse en todas las capitales europeas. También en esa pequeña y discreta comunidad, que se articula a través de Internet y que tiene redes locales e internacionales para dar consejos e informar sobre hoteles y bares donde los swingers son bienvenidos, la práctica del chemsex está arraigada, pero es tremendamente minoritaria.
En realidad siempre habrá gente que, libremente, combine sexo y drogas. No es recomendable pero, bueno, el ser humano tiende a buscar el placer aunque, a veces, conlleve un camino de autolesión, por idiota que esto parezca.
En medio de la pequeña tormenta informativa, el Ministerio de Sanidad español publicó en uno de sus boletines una descripción del chemsex que poco se alejaba de la descripción alarmista de los medios y que, efectivamente, se refería a esta práctica como a propia de “hombres gay, bisexuales y otros hombres que tienen sexo con hombres”. Excluía, por tanto, del chemsex a los heterosexuales pese a que, como hemos contado, el uso recreativo de drogas mezclado con el sexo es transversal y no atiende a sexualidades concretas. Es más, advertía del riesgo que tenía el asunto para la proliferación de enfermedades de transmisión sexual, del sida o de la reinfección de la Hepatitis C. Ya saben: un consumo desordenado de drogas lleva al sexo desordenado y a no tomar medidas sanitarias como ponerse un condón.
En redes sociales se jugó la pelota del debate que enfrentó a la propia comunidad gay española y dio voz a los que abogaban por la normalización a través de la vía de la condena de estas prácticas sexuales asociadas históricamente a los tiempos en los que la homosexualidad estaba proscrita y cuando no se trataba como una forma de delincuencia, se trataba como una enfermedad mental. En otros tiempos los bares y los saunas gay, que eran locales discretos y condenados a la marginalidad, eran los únicos “espacios seguros” que un hombre homosexual podía disfrutar.
Una nueva generación de gays no vivió esos tiempos y ha disfrutado de la normalización de la comunidad, de su integración total en la sociedad. Son los que han levantado su voz contra el chemsex y han abogado por el destierro de esta práctica que, en su opinión, da mala fama a todo el colectivo. Los más viejos del lugar, los que sí vivieron la represión y la marginalidad han sido los que han alzado su voz contra el relato alarmista de algunos medios.
Por si fuera poco, la realidad caprichosa nos regaló otro horror en mayo de este año la aparición de casos de viruela del mono en Reino Unido. Tras la experiencia infernal de la pandemia del COVID-19 los gobiernos europeos reaccionaron ante esto con una disimulada histeria y corrió el bulo de que iba a haber otro cordón sanitario. En Madrid se detectaron 23 casos y se desató la desazón generalizada.
Máxime cuando se filtró a los medios que el brote primero se había dado en las celebraciones del Orgullo Gay en Maspalomas (localidad de la isla de Gran Canaria) y la sauna Paraíso, local gay de Madrid. La filtración nunca ha sido confirmada porque era una filtración y porque los historiales médicos de los pacientes permanecen bajo la protección del derecho a la intimidad.
Pese a todo, la prensa conservadora española, que ya se estaba dando un festín de moralina, no tuvo mucho empacho en conectar la enfermedad con la comunidad LGBTIQ+ pese a que la viruela del mono no ha sido considerada una enfermedad de transmisión sexual y cuyo grupo de riesgo principal no son los hombres homosexuales. La queja llegó al Congreso español a través de VOX, un partido de ultraderecha, que se dirigió al gobierno para preguntar si se iban a tomar medidas sanitarias ante el brote y, sobre todo, si estas iban a afectar a la celebración del Orgullo Gay en Madrid al que el periódico conservador ABC, haciéndose eco de las acciones de VOX, tildó de “evento contagiador”.
Pese a que el Gobierno de la nación no tomó medidas de ningún tipo, el gobierno regional de Madrid solicitó la vacunación inmediata de los grupos de riesgo para evitar la proliferación de la enfermedad que preveían tras la celebración de la Semana del Orgullo Gay. Como han adivinado, el grupo de riesgo señalado eran “personas con relaciones sexuales múltiples y desconocidas” lo que no dejaba mucho sitio a la imaginación. Mucho menos cuando la misma representante pública, Elena Andrada había informado que el riesgo no estaba en la comunidad gay ni en la celebración del Orgullo que dicho evento atraía, “encuentros entre homosexuales que se realizan en fiestas privadas donde no se conocen las parejas sexuales”.
Otro episodio de estigmatización que, por suerte, pasó casi desapercibido públicamente tras la exitosa celebración de las jornadas del Orgullo y sin que se detectara un aumento dramático de los casos de viruela del mono ni siquiera un aumento a secas y que la vida nos fuera encaminando los pasos hacia uno de los veranos más calurosos de nuestras vidas.
España es así, un país antiguo que vive las polémicas con la misma intensidad que las olvida. Pese a ello recordemos que la estigmatización no es algo pasajero y que alimenta la homofobia o los delitos de odio contra grupos sociales minoritarios. Por si acaso, respiremos y no nos dejemos llevar por el pánico. Por si les sirve de algo, disfruten del sexo, no se droguen y vivan la vida sin preocuparse de la vida de otros. Todos viviremos mucho mejor.
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