12 de abril de 2012

Crónicas

Visita al “manicomio” de Sibaté

El centro masculino La Colina aloja a 580 personas con discapacidades mentales. La poeta Piedad Bonnett estuvo en este lugar, donde los hombres buscan combatir sus propias mentes.

Por: Piedad Bonnett - Fotografía: Camilo Rozo
Manicomio de Sibaté

David tiene 41 años y es alto, de cara agradable y mirada tranquila. Me explica que está aquí porque al nacer lo bautizaron en una secta y desde entonces ha sufrido diversas calamidades. A los siete años, por ejemplo, un fuego interno en el vientre le hizo perder el conocimiento durante tres horas, y este mismo evento se repitió cuando tenía dieciocho, pero con consecuencias peores, porque la pérdida de conciencia duró meses. Esto se explica porque le han hecho misas negras. Alguna vez, incluso, el espíritu de un sacerdote se apoderó de su cuerpo y lo puso a echar bendiciones a diestra y siniestra. Fuerzas extrañas le han practicado catorce operaciones, pero no tiene cicatrices pues estas desaparecen a las tres horas, ya que son producidas por energía psicotrónica.

Esta síntesis biográfica la hace David mientras almuerza en el comedor del Centro Masculino Especial La Colonia, de Sibaté, que aloja a 580 personas, la mayoría con discapacidad cognitiva profunda o enfermedad mental. Sus compañeros, cientos de hombres vestidos de oscuro, la mayoría de ellos ensimismados, consumen su comida en platos metálicos, con tan solo cucharas, pues cuchillos y tenedores se prestarían para agresiones o intentos de suicidio. Cuando la trabajadora social que nos acompaña le pregunta a David qué diagnóstico tiene, él contesta, con naturalidad, que esquizofrenia paranoide.

A La Colonia hemos llegado por la carretera apacible que bordea el embalse del Muña, la misma que conduce a las instalaciones en ruinas de lo que fue el Hospital Neuropsiquiátrico Julio Manrique. Nos acompaña Francisco, funcionario de la Beneficencia de Cundinamarca. Es un hombre bien enterado, que deja traslucir su vocación de servicio social, y que está nostálgico porque este es su último día de trabajo, pues alguna movida política de las que son frecuentes en las entidades públicas ha parado en la remoción de su cargo. Por él sabemos que ante el peligro de que la vieja estructura del edificio del Hospital se derrumbara sobre los pacientes, la Beneficencia decidió clausurar el lugar hace dos años y dividir la población de enfermos mentales en dos grupos: el de mujeres, que fue a parar al Centro Femenino Especial José Joaquín Vargas, y el de varones, que se sumó en La Colonia a un grupo importante de personas con retraso cognitivo. Ahora los llaman centros de asistencia y protección y no hospitales porque los seres que allí viven no son necesariamente enfermos.
Son tantas y tan tétricas las descripciones del Manrique que se oyeron durante años, que venimos aprehensivos y dispuestos a enfrentarnos con imágenes casi insoportables. Sabemos que la vida allí llegó a ser infrahumana en razón de la desidia de algunas malas administraciones: que durante años zancudos y ratas asolaron a los enfermos, que las camas y colchones del hospital eran trastos destartalados y que el baño matinal tocaba a totumazos de agua fría por daños en tuberías y calderas. También que en el siglo pasado se usaron terapias en boga, muchas veces crueles o inoperantes, como los baños de agua helada, la aplicación de choques eléctricos o de insulina, y la lobotomía, práctica atroz que cercenaba las fibras nerviosas de los lóbulos frontales de los enfermos a fin de moderar sus comportamientos agresivos.

Antes de atravesar la enorme puerta que para nosotros separa el territorio de los cuerdos del de los locos, vemos la granja de cultivo, donde los llamados “funcionales” –unas pocas personas capaces de lidiar con la realidad aunque sea en forma elemental– siembran lechugas, papa, habas, acelga. Luego traspasamos el umbral y el primer enigma se despeja: en vez del espacio opresivo que nos hemos imaginado, encontramos un enorme jardín colorido, exuberante, sembrado de palmeras, alrededor del cual se alza una inmensa casa antigua, de techo de tejas de barro y corredores llenos de puertas que se abren a patios y pabellones. Desde que entramos oímos un rugido que literalmente rueda por los corredores, y que luego entendemos que es producido por Carroloco, un enfermo que a toda hora va al volante de un camión imaginario. Algunos hombres se nos acercan llevados por la curiosidad, y nos tocan o nos dan la mano, que a veces retienen unos segundos entre las suyas. No nos piden cigarrillos ni dinero, como hacían hasta el agobio con los visitantes en el Julio Manrique, porque en La Colonia, como muy pronto nos informan, hay ahora mucho énfasis en las reglas y las normas. Y yo me pregunto cómo habrán hecho las directivas para desterrar masivamente el vicio de fumar, que a mí se me antoja un inofensivo placer en la vida de estos seres desposeídos y atormentados.

Después de presentarnos ante los administradores –sor Cecilia, la directora, y un grupo reducido de funcionarios, médicos y auxiliares– somos conducidos al lugar que habitan los pacientes más antiguos, los que trasladaron del Julio Manrique. Muchos llegaron a ese hospital treinta o cuarenta años atrás, y su patología es desconocida porque nadie se ocupaba de hacer un diagnóstico a la hora de su ingreso. Es posible que simplemente fueran indigentes, o epilépticos, o seres con malformaciones físicas graves que las autoridades recogían en la calle. Como algunos llegaron como N.N. por falta de lenguaje, en el momento de su ingreso se les asignó cualquier nombre. Hay incluso un grupo de sordomudos que no parece tener deficiencias cognitivas, que ayuda con tareas a los auxiliares.

María Teresa Rodríguez, la trabajadora social que nos acompaña, es una muchacha dulce y cariñosa con los pacientes, que como habitante de Sibaté creció viendo a los “usuarios”, como los llama, en misa, en la calle, en sus prácticas de alfabetización. Estudió Trabajo Social, y desde hace trece años trabaja en La Colonia, en jornadas de ocho de la mañana a cuatro de la tarde durante la semana y los sábados hasta las dos. Ella señala que a la mayoría de pacientes no vienen nunca a visitarlos. De hecho es día de visitas, y no vemos más de cinco personas externas al lugar. “A los recién ingresados –nos dice– los parientes los visitan una o dos veces al mes en la primera época. Y luego se aburren y no vuelven, porque creen que no los reconocen, o porque por la enfermedad el diálogo no existe o deriva en algo sin sentido”. Ignoran la necesidad de cariño y contacto de los reclusos. Una carencia que tal vez explique que al acercarse nos den su nombre completo, como reafirmando que existen, que poseen una identidad que los diferencia de la multitud que los rodea.

Como María Teresa conoce bien a los pacientes, nos cuenta sus historias: por ejemplo, ese hombre joven que cruza el patio a zancadas y abre con su llave una puerta, es un paciente caleño con esquizofrenia, consumidor de droga, tiene una habitación para él solo porque requiere un cuidado especial. A menudo se deprime y no quiere tener ningún trato con los demás. Hasta Sibaté llegó traído por su mamá, que no encontró ningún otro lugar donde lo recibieran. Y yo recuerdo lo que oí de labios de un médico: que hay tantas formas de esquizofrenia como enfermos, que hay algunos cuya parte sana es enorme, y que el entorno, el cariño, la motivación, puede hacer más llevadera su vida e incluso hacerla productiva.

Pero hay pocos enfermos en La Colonia que no sean crónicos o irrecuperables. O quizá el encierro de toda una vida y la aplicación permanente de sedantes o antipsicóticos hayan hecho de muchos que alguna vez tuvieron una esperanza, seres sin redención, condenados. Misael es el más antiguo de todos: tiene 73 años y llegó a la institución por abandono, cuando tenía apenas dos años. Está ahí, en la sala de los más incapacitados, hecho un tres en su silla de ruedas, enfundado en su ruana, con la cabeza deforme cubierta por un gorro de lana. No posee lenguaje, de modo que su única manera de mostrar que algo lo mortifica es dejando salir sus lágrimas. Es el paciente al que más quiere Gilma Aurora Vanegas, la gerontóloga que lo cuida, quien también tiene una historia que contar: entró a trabajar al Julio Manrique diecisiete años atrás, en servicios generales. Barría, trapeaba, arreglaba la ropa de los pacientes, los bañaba, los cepillaba, los alimentaba. Ella y alguien más se ocupaban de ciento ochenta habitantes del hospital. Eran otros tiempos, más duros, más caóticos: la ropa era compartida por todos, no había rutinas definidas ni estímulos y exigencias a los internos, y las condiciones de higiene y salud eran deplorables. Con un préstamo de un banco de Sibaté estudió en las noches Gerontología y hoy la ejerce en el mismo lugar donde algún día fue aseadora. Le pregunto, imaginando todo lo que habrá tenido que ver y lidiar esta mujer, si alguna vez se ha sentido atemorizada, ya que cada tanto alguno se pone violento. Me dice que no, que nada le da miedo, aunque alguna vez un paciente le descargó un correazo con fuerza descomunal.

Alrededor de Misael están otros pacientes, muchos de ellos con retraso profundo. Sus bocas carecen de dientes y la mayoría tiene fisonomías extrañas: frentes estrechas, orejas muy grandes, quijadas desmesuradas, jorobas, ojos asimétricos. Algunos llevan aparatosos cascos en la cabeza y protectores de metal o de tela sobre la barbilla: son los que convulsionan a menudo y corren el riesgo de lastimarse. Un ser pequeñito, de edad mediana, llama de inmediato mi atención: ¡es una mujer, la única, enfundada en un vestido de hombre! Pero no, estoy equivocada, me explican. Aunque no pueda creerlo, se trata de un hombre: todos los exámenes médicos así lo han comprobado.

En enormes galpones, encerrados bajo llave, distintos grupos –aquí los “profundos”, allí los esquizofrénicos, los bipolares, los epilépticos, los adictos– hacen talleres con material reciclado. Resulta conmovedor verlos haciendo ovillos de fique, elaborando escobas y traperos o figuras decorativas, floreros, lámparas. Me impresionan su docilidad –causada, muy probablemente, por la dosis de droga que reciben mañana y noche–, la sonrisa con la que se acercan y el trato solidario entre algunos de ellos. Es el caso de un gigantón de cabeza alargada, ojos picarones y sonrisa dulce, que a pesar de que casi no puede caminar se ofrece a arrastrar la silla de ruedas de uno de sus compañeros. Cuando ve a María Teresa la mirada se le ilumina. Con dificultad se le acerca y trata de abrazarla, cariñoso.

Indago a algunos sobre sus vidas: Nixon, que apenas lleva trece días de internamiento, y que vivió hasta ahora con sus padres, está tan quieto en su sitio que de no ser porque sus dedos se mueven retorciendo los hilos, se diría que está en un estado de rigidez catatónica. Cuando me acerco para hablarle me doy cuenta de que su rostro está enteramente quemado. No reacciona a mis palabras, apenas si me mira con sus ojitos lánguidos. María Teresa me susurra que este muchacho, que sufrió su accidente a los cinco años, fue considerado siempre esquizofrénico, pero que ahora los médicos han lanzado una hipótesis: su estado es producto del estrés postraumático.

Javier es miembro del comité de convivencia y por tanto su fotografía luce en una cartelera, al lado de otras de sus compañeros, todos elegidos por voluntad popular. “Yo tenía muy poca autoestima –dice–. El sol me brillaba, las nubes, eran muchos los tormentos. Alucinaciones –aclara–. Por eso intenté suicidarme tres veces: la primera vez el cuchillo se dobló; la segunda, me tiré de un tercer piso, pero me enredé en las cuerdas de la ropa; la tercera me le tiré a un camión. Pero ahora estoy mejor. Hago canciones”. Y canta: “Yo no nací para amar…”.

Está también Nelson, que decidió que él es María Teresa. Cuando se cruzan, esta debe decirle “Hola, María Teresa”, a lo que él contestará invariablemente “Hola, Nelson”. Y dos hermanos con retraso profundo que preguntan permanentemente por un tercero, que no sufre de discapacidad y viene a visitarlos una vez al año. Cada día de su vida lo esperan ansiosamente.

Julián está en La Colonia por consumo de bazuco y marihuana. No sé si el aletargamiento que muestra es el resultado de daños neuronales o dopaje médico, pero su discurso es totalmente coherente. Me cuenta que se crio en un hogar disfuncional y de mucha pobreza y que eso lo llevó primero al consumo de drogas y luego a la delincuencia. Era ladrón de carros. Su mamá se cansó de verlo así y lo internó en Sibaté, de donde ha tratado de fugarse dos veces. “Lo más duro es el encierro”, afirma. Y así me entero de que cada tanto hay un intento de fuga, casi siempre fallido, como aquel de tres “profundos” que lograron subirse a un bus en la carretera, y tuvieron la idea de ponerse a cantar para recoger algún dinero. Solo que la canción que escogieron fue la única que se sabían, Los pollitos, lo cual les pareció raro a los pasajeros, que alertaron a la Policía para que los devolviera al hospital.

En la zona de lavandería y plancha, estoicos auxiliares trabajan en medio del olor que exhala la ropa, que nos golpea apenas entramos: es un olor hasta ahora para mí desconocido, indescriptible, más cercano a lo animal que a lo humano. Hay allí, sin embargo, gran dignidad, como en general en todas las instalaciones. Cada persona tiene un montoncito de ropa cuidadosamente doblada y marcada con su nombre. También son limpios los dormitorios, ocupados por enormes hileras de camas. A las seis se acuestan los que tienen discapacidad cognitiva, más tarde los enfermos mentales, que pueden ver televisión o acompañar a los enfermeros en sus recorridos. Ellos son los que se encargan de la medicación, mañana, tarde, noche: Lorazepán, Olanzapina, Risperidona, drogas que los aletargan y les crean toda clase de efectos secundarios. Y no puedo dejar de preguntarme qué tan muerta está la actividad sexual de los pacientes. Y de imaginarme lo que sucederá en las noches en aquellos galpones: los gritos, las pesadillas, los miedos, la posibilidad de acciones violentas. Y el desasosiego, la nostalgia y la desesperanza que deben apoderarse de muchos antes de rendirse al sueño.

La rutina de estas vidas es rota tan solo por las tardes de esparcimiento de los viernes, por algunas caminatas colectivas que hacen fuera de La Colonia, o por la agresión de alguno a un compañero o a las instalaciones. Tal vez, también, por alguna muerte, pues en un año pueden fallecer diez, doce pacientes. Algunos manejan un mínimo de dinero, con el que compran chucherías en la caseta que hay en la entrada. En las horas de descanso unos cuantos están echados, ausentes, estáticos. Pero los demás caminan, caminan, caminan, por los corredores y los senderos del jardín: cientos de figuras solitarias que no van a ninguna parte, como sus propias vidas.

Francisco nos explica que La Colonia quiere dejar atrás el asistencialismo que imperaba en el Julio Manrique y buscar una política más acorde con el mandato de la Constitución, que vea a los habitantes de estos centros como ciudadanos que tienen derechos y no como objeto de caridad y paternalismos autoritarios. Quisieran también que el cuidado de los usuarios sea cada vez más extrahospitalario, que las familias asuman su cuidado y ellos acudan a sus talleres y regresen a sus hogares. Pero las cosas no parecieran fáciles. Solo dos usuarios trabajan fuera del Centro, en Sibaté, y regresan a comer y a dormir. La carretera es un peligro. Y, sobre todo, la mayoría no tiene a dónde ir. Su destino está aquí, en su encierro, donde no incomoden a los sanos, a los que nos consideramos cuerdos.

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