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7 de noviembre de 2008

Testimonios

Sala de urgencia, el infierno de la EPS

Sabemos de sobra que el sistema de EPS que nació gracias a Ley 100 está plagado de abusos y mal servicio. Este usuario nos cuenta su historia y se desahoga.

Por: Calixto Avila Tirado

En la mañana del sábado me encontraba en mi oficina trabajando de manera habitual como lo he hecho desde los últimos seis años para la empresa a la cual le presto mis servicios. En medio de un asiento contable me tomaron por asalto las ganas de tomar agua, así que me levanté de súbito de mi silla ergonómica con la disposición de ir a la nevera a beber el líquido de la vida, dejando las gafas que utilizo para trabajar en la computadora —que no tienen una pizca de aumento— encima de mi escritorio que yacía sembrado de números contenidos en sus respectivas carpetas. De pronto sentí un leve mareo, la vista se me nubló de improviso y hasta temí derrumbarme sobre el piso que mantiene aseado Rosa, la señora de oficios varios. Fueron unos cuantos segundos que duró el malestar pero la preocupación de tener un conato de infarto aceleró mi respiración, y una sensación de debilidad inusitada en mi cuerpo me llevó de nuevo a la silla. Tomé varios sorbos de agua y el sosiego me llegaba con la misma lentitud con que el líquido irrigaba mi cuerpo, haciéndolo llegar a su estado natural.

Le dije a mi asistente que me iba para la clínica de urgencias de mi EPS que queda a pocas cuadras de la oficina y que la dejaba a cargo de mis obligaciones en la mañana. Sacando el vehículo en reversa me percaté de que un caballero a mi derecha ya me estaba impidiendo el paso cuando salía con el suyo. El tráfico estaba más enredado que nunca pero logré llegar a la EPS sin mayores inconvenientes. Me dirigí hacia la puerta que decía URGENCIAS y pude ver una cola como de diez personas entre ancianos, jóvenes y mujeres embarazadas. Con intermitentes olas de mareo en mi cabeza me ubico al final de la fila mientras una señora discute con la recepcionista acerca del pago de una cuota que supuestamente la empresa para la cual trabaja, ya ha cancelado, pero que el SISTEMA aún no la tiene registrada. La hilera de persona se encuentra taponada por la escaramuza de la usuaria con la recepcionista y las caras de nosotros evidenciaban además de la enfermedad, el desespero por llegar al consultorio del médico de una vez por todas. No logro comprender el letrero de URGENCIAS en la entrada de la recepción cuando en El Pequeño Larousse Ilustrado esta palabra tiene las siguientes acepciones: "Urgencia: necesidad apremiante de una cosa. Sección de los hospitales en que se atiende a los enfermos y heridos graves que necesitan cuidados médicos de inmediato". Parece que debe haber un error de logística en esta EPS o la salud para ellos a pasado a ser un negocio y yo soy un simple cliente que tiene una necesidad tan elemental como la de arreglar una anomalía del carro para la cual debo esperar a que el mecánico se desocupe.

Después de cinco, o quién sabe mas minutos, muestro mi cédula de ciudadanía y el carné que me hace parte del gueto de usuarios del Plan Obligatorio de Salud por el que me descuentan de mi sueldo una suma no despreciable mes a mes sin que yo me pueda oponer alegando que rara vez utilizo estos servicios. La recepcionista me devuelve los documentos y me dice —Entra a esa sala que ahora te llaman— Entro y caigo en la cuenta que además de las diez personas que tenía al frente hay como otras doce esperando con anterioridad para ser atendidas "de urgencia", así que sin proferir palabras saco un libro para sumergirme en las olas de los minutos mientras llega mi turno, porque parece que voy a pasar toda la mañana en esta mal llamada "Sala de Urgencias".

Después de una hora aproximadamente de haber llegado por fin un vigilante con tapabocas y guantes de cirugía, que más bien parecía salido de una película de Alfred Hitchcock, menciona mi nombre y me dice que pase al consultorio tres. Llego y la doctora me dice que me siente en la camilla y me hace la pregunta que los galenos no dejan de soslayo — ¿Qué tienes?— Le relaté la historia del mareo que les conté a principio de este artículo con pelos y señales. La doctora me mira con cara de pocos amigos y me dice — ¿Y por un mareo tú vienes a urgencias?— Le dije que estaba preocupado porque yo soy una persona sana pero que llevo una vida sedentaria por causa de mis obligaciones, que he visto muchos casos en que un mareo de este tipo se convierte en el albor de un infarto. Le expliqué que mi mamá y mi novia me prohíben los deliciosos patacones que como religiosamente todas las tardes en un local improvisado en el área peatonal cerca de mi oficina, en donde discuto de fútbol y política con la asidua clientela y los dueños del negocio y que todos estos agravantes hacen que mi colesterol llegue a 242, eso sin contar otros delitos alimenticios que cometo, por causa de mi apetito sabiamente educado en las sabanas de Sucre. La doctora detrás de su computadora da la impresión de anotar todo con puntos y comas. Parece encontrar una salida para deshacerse del molesto paciente aunado a su triste historia de colesterol y patacones en las tardes de estrés y dice que su máquina mágica acaba de encontrar la panacea para mis males y que pase por otra recepción en donde hay una señorita y otro vigilante —esta vez sin tapabocas y guantes de cirugía— en donde me entregaran tres hojas tamaño media carta que tienen escrita la medicina que ella sabiamente acaba de formularme. Le pregunté por mi diagnóstico y empezó a decirme lo que yo ya sabía de antemano: que me alejara de las grasas, que no más patacones y que hiciera un poco de ejercicio —son sorprendentes las conclusiones a las que llega un computador de un médico de la EPS.

Recogí la receta médica y fui a la farmacia de la EPS que tenía otra cola de diez personas (esto parece una norma en esta EPS, no hay colas con menos de diez personas) El encargado tomó original y copia, suspiró y sin mirarme a la cara me dice —Aquí no tengo todas estas pastillas. Tienes que ir a buscarlas a la IPS tuya, o sea, en donde te dan las citas— A estas horas, ya yo me he aliviado completamente del mareo, además he tenido un autocontrol envidiable para Ghandi o para un instructor de yoga. De manera que tomo los medicamentos de la fórmula incompletos y me voy para mi IPS. Al llegar allá tampoco encuentro las benditas pastas pero el farmaceuta, que está visiblemente enojado y no es más amigable que el anterior, me dice que vaya a otra dirección. Mi calma de asceta ya ha sido puesta a prueba el tiempo suficiente durante esta mañana, así que antes de perder los estribos me voy para mi oficina completamente recuperado sin tomar medicina alguna. Más tarde tomo el teléfono y llamo a una droguería y descubro una verdad aterradora: Las pastillas que me recetó la sabia doctora —que hacen parte del lenguaje prosaico—solo valen dos mil quinientos pesos. Creo que si las EPS siguen formulando estas medicinas están expuestos a una quiebra inminente.

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