22 de enero de 2020

Perfil

Ted Bundy, el asesino en serie irresistible

Después de tres décadas de su muerte en la silla eléctrica, el misterioso asesino que acabó brutalmente con la vida de más de treinta mujeres suscita una seguidilla de películas, series y documentales de televisión, al tiempo que crece su fanaticada inverosímil entre el público femenino.

Por: Alejandro moreno
En 1978, Bundy estranguló, les rompió las mandíbulas, les arrancó los dientes y abusó sexualmente de cuatro estudiantes en Florida, en cuestión de quince minutos. | Foto: GETTY IMAGES

Según los oficiales que investigaron la escena del crimen, quince minutos bastaron para que el hombre que una noche de 1978 ingresó a la hermandad Chi Omega rompiera mandíbulas, arrancara dientes, estrangulara y agrediera sexualmente a cuatro jóvenes estudiantes de la University of Florida. Poco después, se conocería que las dos víctimas fatales del vertiginoso ataque engrosarían el historial de más de treinta mujeres ultimadas en menos de una década de uno de los asesinos en serie de mayor evocación en la cultura popular: Ted Bundy.

Como en los años de su juicio o en los previos a su ejecución, en 2019 las pantallas de todo el mundo han vuelto a llenarse con su imagen sonriente y amigable. Los treinta años que se cumplen de su muerte en la silla eléctrica han provocado una avalancha de especiales televisivos en los que testigos, psicólogos, policías y forenses intentan descifrar qué pudo salir tan mal para que la vida de un hombre aparentemente normal ocultara un aterrador prontuario de secuestros, asesinatos, violaciones y descuartizamientos de mujeres.

En la más reciente edición del Festival de Sundance se presentó Extremely wicked, shockingly evil, and vile, película sobre su vida, protagonizada por Zac Efron y dirigida por Joe Berlinger, quien también dirigió el documental Conversaciones con los asesinos: las cintas de Ted Bundy, estrenado por Netflix en enero de este año. A este fenómeno se suma Amazon Prime Video, que anunció que el próximo año lanzará Ted Bundy: falling for a killer, un nuevo documental narrado desde la perspectiva de una de las parejas del criminal.

Las memorias del hombre brillante que Bundy evocaba en entrevistas no concuerdan con los datos de alguien que nunca estuvo por encima del promedio en ningún aspecto: un niño de escasas habilidades motrices y académicas; un joven que se graduó de Psicología, pero tuvo problemas para ingresar a las facultades de Derecho que sus aspiraciones políticas requerían; un hombre que abandonó sus estudios en Seattle cuando empezó a secuestrar universitarias cuyos cadáveres aparecerían destrozados tiempo después.

Bundy, quien solo tomo unas clases de Derecho, formó parte de su propio equipo de defensa durante el juicio, pero sus flojos argumentos lo hundieron más. Zac Efron lo encarnó en Extremely wicked, shockingly evil, and vile, cinta estrenada este año.

Nadie sabe con certeza en qué momento se desató el apetito depredador de Bundy, quien tras muchos años aferrado al argumento de su inocencia, confesó sus crímenes sin otro propósito que el de dilatar su ejecución. Sin embargo, el periodista Stephen Michaud logró convencerlo para que hablara de los hechos que negaba, pidiéndole que trazara el perfil psicológico del culpable de los crímenes por los que era procesado. Solo en tercera persona, guardando distancia de los hechos, pudo hablar sobre sí mismo. Según Bundy, el criminal sentía una especie de hambre de violencia, cuyos orígenes se remontaban a una pubertad en la cual volcó toda su atención hacia la pornografía. “Cada asesinato deja más hambriento a esta clase de persona. Insatisfecha. Pero él también tendría la convicción, obviamente irracional, de que la próxima vez que matara se sentiría completo. Y la siguiente vez estaría completo. O la siguiente vez...”, se le oye repetir en las grabaciones.

A mediados de 1974, el ritmo de desapariciones universitarias en Oregón y Washington marcó una primera cresta en su actividad depredadora. En agosto de ese año, tras sembrar el miedo y el desconcierto en Seattle y sus alrededores, Bundy se mudó a Salt Lake City. Había sido aceptado para estudiar Derecho en la University of Utah, y la carta de admisión fue suficiente para que dejara a Liz Kloepfer, su pareja durante varios años, y a Tina, la hija de ella que lo veía como a un padre. Pero las frustraciones académicas volvieron a aparecer. Bundy se sentía decepcionado de sus propias capacidades, perdió el interés por los estudios y poco después se reportaron las primeras desa-

pariciones de jovencitas en Utah y Colorado. Al enterarse de los nuevos casos, Kloepfer, que seguía en contacto con él, alertó a las autoridades sobre la posibilidad de que su ex estuviera detrás de los raptos. Durante meses la policía había trabajado con más esperanzas que evidencias por encontrar a un culpable con el cual aplacar el temor creciente de su comunidad.

Pero la denuncia no fue tan contundente como una falla de Bundy. En noviembre se frustró el secuestro de Carol DaRonch, que pudo escapar del asesino tras un forcejeo en su escarabajo, al que se había subido convencida de que se trataba de un policía. Un año después, cuando en Utah y Colorado habían ya desaparecido muchas mujeres, Bundy fue arrestado por manejar sin luces y no detenerse ante el llamado de la policía. En su auto se encontraron un pasamontañas, un picahielo, esposas y medias de nailon, elementos suficientes para vincularlo al proceso de DaRonch, que de inmediato lo señaló en un reconocimiento en fila de personas.

Miembros de la iglesia mormona, en la que se había bautizado poco antes, salieron en su defensa. A cualquiera que lo conociera le parecería imposible que ese hombre responsable, amigable y respetuoso fuera capaz de cometer tales atrocidades. Incluso a Kloepfer, quien más lo conocía, le costaba mantener en firme sus sospechas. Su confianza ante las cámaras, su sonrisa y su apostura fueron la primera barrera de contención para que el público se formara la imagen del monstruo que describían los fiscales.

En el receso de una audiencia, Bundy aprovechó para saltar por una ventana del tribunal de Aspen, Colorado, lo que dejó en ridículo a sus custodios y alarmó durante unos días a la población de la ciudad, aterrorizada de que un asesino en serie estuviera suelto. Bundy se refugió en la montaña, pero el clima y una lesión en su tobillo lo hicieron regresar. A los pocos meses de su recaptura, y tras una estricta dieta con la que perdió dieciséis kilos, escapó de su celda por un agujero en el techo; luego salió por la puerta principal de la prisión como si nada.

A pesar de ser uno de los hombres más buscados de su país, las autoridades tardaron mucho en vincular los asesinatos que empezaron a registrarse en Florida con los de la costa oeste. Semanas después del asalto a la residencia de Chi Omega, Bundy secuestró en una escuela a Kim Leach, una niña de 12 años cuyo cadáver apareció con señales de violación y tortura. La libertad recobrada había atizado la violencia y crueldad de Bundy, detenido finalmente al conducir un escarabajo, su auto fetiche, robado.

En los juicios que se adelantaron en Florida, el monstruo sacó a relucir su aspecto más carismático. Las cámaras de televisión atiborraban la sala, pendientes de cómo el acusado, que apenas había cursado algunas clases de Derecho, formaba parte de su propia defensa junto a dos abogados de oficio.

Bundy tenía obsesión por mujeres lindas como Carol DaRonch, quien se escapó de que la matara tras un forcejeo en su auto, al que se subió creyendo que era policía.

Pero su impericia salió a flote y sus alegatos fueron el sustento de su propia condena. Horas antes de la lectura del fallo, en pleno interrogatorio, Bundy le propuso matrimonio a Carole Ann Boone, una testigo citada para defender su personalidad dulce y virtuosa. Amparados en una antigua ley de Florida, el intercambio de votos en los estrados fue suficiente para sellar el matrimonio. Como su esposa, Boone tenía derecho a visitar a Ted en el callejón de la muerte en el que pasó recluido los años previos a su ejecución y en los cuales tuvieron a Rose, la única hija de Bundy.

El sabotaje a sus abogados, las burlas a su propia situación y su presentación casi siempre impecable se impusieron de tal forma que el proceso de un hombre que inevitablemente fue condenado a la pena de muerte terminó leyéndose en clave de entretenimiento. Mujeres jóvenes asistían a las audiencias sin poder explicar lo que les atraía de estar bajo el mismo techo con él y algunas pasaban notas a la abogada de Bundy para que se las entregara.

Con el aniversario de su deceso, esa extraña simpatía vuelve a asomarse. En agosto pasado, llamó la atención una tendencia en las redes sociales, por la cual niñas y adolescentes fantaseaban con tener citas con Ted Bundy. En el colmo de la obsesión, publicaban videos en los que hasta simulaban los abusos de ese hombre que, como hace treinta años, ha recibido la atención de todos y la incómoda compasión de algunos.

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