11 de septiembre de 2015
Crónicas
¿Cómo es trabajar en una página de videochats eróticos?
La periodista Natalie Sánchez se le midió a hacerlo por una semana y aquí cuenta, en exclusiva para SoHo Mujeres, cómo funciona el negocio y por qué decidió, después de un exitoso debut, no dedicarse a ser una puta virtual.
Por: Natalie Sánchez/ Fotografías: Jorge OviedoAbro el periódico, busco los clasificados, voy a la sección rosadita que siempre he mirado de reojo, me fijo en los avisos para adultos. Escojo un sitio que quede razonablemente cerca de mi casa porque no hay que perder la etiqueta, y si me van a picar en pedacitos, al menos que mi mamá no tenga que ir a recogerme en bolsas de basura a un potrero de otra localidad.
Reviso testimonios de chicas que trabajan por internet, profesionales del videochat. Todas, felices con su trabajo: aman su horario y el montón de dólares recibidos cada semana a cambio del par de horas que dedican a la labor, desde la casa y sin contacto carnal. Esos beneficios son amplia y efectivamente publicitados por un articulado discurso femenino-progresista que las impulsa a salir adelante siendo sus propias jefas.
Encuentro un sitio que se ve decente. Escribo un e-mail con una mezcla de datos falsos y verdaderos, y esa misma tarde me contacta Liliana, de Industrias Audiovisuales Szeves.
Al día siguiente, llego a una casa esquinera en el barrio Normandía, que según mi breve pesquisa es el Silicon Valley del videochat en Bogotá. Es beige, de dos pisos, circundada por un patio que tiene una carreta adornada con banderitas neón, lo que, según me habían explicado, es el “santo y seña” para encontrar el lugar.
Está rodeada por hogares repletos de viejitos que se asoman con perspicacia, a lo que más les da la nariz entre la reja, a ver a cada persona que llega a la casona esquinera con ventanas tapizadas en papel contact opaco. Cuando me planto a buscar un timbre, una multitud de vejestorios desdentados me mira entre curiosa y salivante.
Una señora con aires de cuarentona se asoma desde una ventana del segundo piso. Un cepillo le sostiene el copete. Le digo que busco a Liliana, y no puedo evitar ponerle comillas en el aire al nombre. Sonríe al captar mi incomodidad y baja a abrirme. Desde la reja, se oye cómo le quita más de cuatro trancas a la puerta. Le lanza a los dinosaurios mirones su cara de flan, se excusa con una sonrisa que ni la senilidad de los 500 años que nos observan cree y me entra a empellones.
El ingreso da a una escalera angosta. Apenas cabemos las dos en el recibidor. A la izquierda, casilleros y una sala con una cama que no parece para dormir; a la derecha, otra sala con otra cama, una sombrilla plateada de fotografía y algunos trípodes sin cámara. Subimos. El ambiente huele a Frunas. Nos sentamos en un pasillo, con un escritorio minúsculo que hace las veces de oficina. Se acomoda el cepillo, saca una lima y, mientras se cuadra la uña del pulgar, sin mirarme, me pregunta:
—¿Eres virgen?
Titubeo porque, aun cuando sabía que esta entrevista de trabajo no sería precisamente una prueba psicotécnica tradicional, tampoco esperaba que la primera pregunta fuera sobre mi ‘kilometraje’.
—Eh, creo que no —respondo.
Ella, altamente entrenada en técnicas de interrogación femenina, alza la mirada sin dejar de limarse y, con la barbilla pegada al pecho, me pregunta más despacio:
—¿En serio eres virgen?
—En serio creo que no.
Me hace un escaneo rápido. Decidí que una camisa negra y ajustada acompañada de una chaqueta de cuero me hace ver lo suficientemente calificada como para aplicar a las labores de furcia. Pone cara de que me cree lo de la no-virginidad. De todas maneras, tengo suficiente delineador como para no ser mercancía en su empaque original.
—¿Qué piensas de la prostitución? —pregunta.
—Que al que trabaje le paguen.
Se sopla las uñas con la suficiencia de una labor bien hecha. Le satisface mi practicidad. No hay más preguntas, su señoría.
A través de las puertas cerradas de las habitaciones se cuela una música opaca. De pronto, se abre una caverna iluminada. Delante de unas cortinas furiosamente fucsia, sale una treintañera en un baby doll varias tallas más grandes de lo que necesita. La chica, rolliza, con un manojo de pelo falso negrísimo hasta la cadera, de manos y pies de lechoncito, me sonríe tan pronto me ve. Liliana la reprende con un tono maternal: “Póngase la bata, que en cualquier momento llega Mohamed”. Entonces se devuelve y sale con un deshabillé (una de esas batolas ligeras que las mujeres utilizan en lunas de miel y aniversarios) completamente abierto al frente. Liliana la felicita. Ella pone la expresión de quien ha recibido una carita feliz de parte de su profesora de kínder.
La mujer está estucada en maquillaje. Me pide permiso para pasar, y puedo oler un splash frutal de droguería combinado con una nota sutil del cuncho que queda en un envase en el que se ha fermentado guarapo. Abre la boca y, por su acento caleño, siento que estoy oyendo hablar a un aborrajado. Se presenta: “¡Hola! Mucho gusto, me llamo Viernes”. Nos ofrece chocolate. Junto a la escalera hay una pequeña resistencia que calienta una olleta a punto de voltearse con cada beat de la música. “Ojalá que alcancemos a reunir la cuota para lo del microondas este mes”.
Liliana procede a registrarme en las tres páginas de videochats con las que se trabaja en la casa: LiveJasmin, StreamateModels y MyFreeCams. LiveJasmin es “elegante” y no permite que las chicas aparezcan en pantalla sin brasier o desarregladas, y no pueden dejar la cámara sola, regla que todas cumplen a cabalidad, o de lo contrario la página impone una multa severa que se debita directamente de la cuenta de la infractora. StreamateModels es menos estricta y cuenta con un alto porcentaje de hombres que ofrecen sus servicios. Y MyFreeCams es una especie de se-vale-todo: hay hasta subastas de topless o escena lésbica.
La nueva ‘funcionaria’ debe abrir un perfil público en cada una de ellas. Ese es el gancho para atraer a los visitantes potenciales. Crear el perfil es igual que abrir una cuenta en Facebook, pero con un par de preguntas más:
—Nombre: por si no se me ocurría ningún nombre interesante de cortesana, existe una lista sugerida por el sitio. Entre las opciones más populares están Shy Lovely (algo así como Adorable Tímida), Karissa, Bella, New Slutty (Golfa Nueva), Ebony (para las chicas color caramelo, preferiblemente), Hot Princess y mi favorito: Clitopatra. Si una no se está sintiendo especialmente creativa, puede optar por el nombre de bautizo y añadirle un sutil pero sugerente XXX.
—¿Cuáles son tus turn-on? Mmmm… ¿El café? ¿Un Red Bull? ¿Los paseos por la playa? Para que los comensales no se desanimaran al ver un espacio vacío, me fui por la fácil y puse lo primero que me permitió mi asociación libre de ideas: cuero, mirar, rojo, heterosexual. Así, bajo presión, no soy una fulana muy creativa.
—¿Cuáles son tus habilidades? Pensé en el infinito mercado persa que constituye mi espectro de capacidades sobresalientes. Se los dicté para que ella, que era la experta, escogiera cuál calaba como posible fetiche: puedo hacer una bomba de chicle dentro de otra, sé repujar en pergamino, puedo fingir hablar francés, recito de memoria un par de salmos, corro en tacones… y otros tantos con los que armamos un perfil que llenaría con gracia cualquier hoja de vida Minerva.
El siguiente paso es la enseñanza práctica. Me presentan a Kat, una menuda belleza dorada, con el cuerpo más magro de todo el vecindario. En sus tiempos libres es instructora de capoeira, vive a dos cuadras del trabajo y se metió en el negocio cuando tenía 18 años porque se enamoró de un mexicano, pero con lo que ganaba en su incipiente carrera como contadora nunca iba a poder visitar al charrito de su vida. Ella, la chica que facturaba más que todas (de cinco a siete millones mensuales, “depende de mi disciplina”) iba a ser mi maestra Yoda en los manejos de la comunicación y los clientes en el lupanar virtual.
La primera lección es escrita. Me asignan un turno en una habitación dotada de un escritorio con computador, una alfombra tan cochina que me es imposible descifrar su color original, un catre con un colchón de esos que la gente dona cuando hay desastres naturales y un juego de cama florido que debió pertenecer a una preadolescente peruana. Desde el encuadre que ve el marrano —perdón, el “distinguido cliente”— se observa a la pelandusca virtual meciéndose, generalmente sentada en una habitación bucólica con cara de set de porno en Corabastos: de cortinas colorinches, con un camastro como de secuestro y un afiche del Divino Niño pegado en la pared.
La primera página para probar es LiveJasmin o, como se llaman ellos mismos, “The World’s #1 Most Visited Video Chat Community” (la comunidad de videochat más visitada en el mundo). Me siento y abro una ventana de chat público donde muchos hombres entran a curiosear y a preguntar huevadas: “¿Hola, quién está ahí?”, “¿por qué no pones la cámara?”, “¿qué te gusta hacer?”. Si logro que algún individuo me pida un chat privado, empezarán a llegar los dólares a mi cuenta.
Antes de pasar a la lección práctica de cómo poner la cámara, me presentan a la gerente financiera de la pyme: la Doña, dueña de un peinado cincuentero y una expresión digna de quien asiste a las escuelas de padres con ombliguera a recoger las notas de la mocosa que tiene (mal) tatuada en el antebrazo. Me dice que ya estoy preparada para maquillarme, no sin antes dejarme un par de enseñanzas breves de seducción, de las que rescato como información vital para cualquier otro trabajo: 1. “Todo tiene su ladito” y 2. “Si usted me enseña, yo aprendo”.
Kat se sienta conmigo para ayudarme en la pintada de la cara. Su primer consejo, utilizar la cámara como espejo porque se “come” el maquillaje. Y entonces entiendo por qué todas tienen la cara cubierta con tremendo pastillaje. Acomoda sobre la cama una caja con todos los “pantones” imaginables de sombras y labiales, que me abstengo de utilizar porque son propiedad comunal de todas las chicas de la mansión; prefiero usar el que llevo en mi cartera. Todas llegan carilavadas y se van carilavadas para dejar de alimentar las sospechas de los vecinos, a quienes se les tiene montado el cuento de que en esa casa funciona un call center. Apenas quedo como un personaje de Tim Burton, pero chusca para la web cam. Inicia la fase del aprendizaje audiovisual.
Para mi debut me han asignado un sobrenombre: Lucy Mae. Me registro en la página con mi perfil de furcia a medio asar y me pongo en línea; mejor, la flamante Lucy Mae se pone en línea. Acomodo las luces, busco mi mejor ángulo. Sonrío. Escucho música mientras bailo para que los visitantes inicien la interacción. La música —reguetón, que produce ganas de bailar encima de una mesa; champeta, algo de salsa de cama— ha sido seleccionada cuidadosamente por Mohamed, el dueño del negocio, quien también hace las veces de ingeniero de sistemas. Moha, como le dicen cariñosamente, es un muchacho rubio, de aspecto siempre somnoliento, con cara de animal suave de 27 años que todavía parece no haber pasado por la pubertad.
El primero que se reporta es un coreano que al ver que hablo inglés pide un privado y empieza a preguntar con insistencia por mis zapatos. En ese momento tengo puestos los tenis más roñosos de mi clóset, pero le describo unas serpenteantes botas negras que suben hasta la rodilla. Me ruega verlas. Desde afuera, la madame me indica que se lo niegue, que lo mantenga más tiempo en el chat. Mientras más dure conectado, más es el estipendio para todos.
La “modelo” —en la “oficina” nunca se menciona la palabra “puta”— recibe el 60 % de lo que el tipo paga en la página; el 40 % restante va para la cuenta de Industrias Audiovisuales Szeves, que pone el cuarto, el escritorio, el computador, la cama, la olleta... Ahora, si la señorita decide trabajar desde su casa, la ganancia va toda para sus arcas.
Así que, en aras del negocio, le aflojo al coreano descripciones muy técnicas sobre la suela, las tapas, el forro, la punta, el tacón de las botas, y logro entretenerlo durante unos buenos 37 dólares, de los cuales me quedo con 22. Hasta que empieza casi a llorar como un crío y yo termino con la tortura.
—Ok, te las mostraré —le digo.
Él agradece y reverencia como si le hubiese salvado a un hijo, y yo dibujo en una hoja un par de botas, le digo que se prepare y le muestro el garabato. Estalla en una carcajada, pero se desconecta de inmediato.
Luego aparece un texano setentón que se llama Philip. Indaga un poco sobre el país, sobre mi edad, sobre el color de mi esmalte. Quiere saber si en mi casa hay agua, si mi mamá se dedica a lo mismo, si hago esto porque me dio pereza estudiar. Pide que pasemos a un chat privado y de entrada me pregunta:
—¿Qué quieres que haga?
¡Coño, llamas a mi mamá furcia y luego preguntas sin ningún respeto “¿qué quieres que haga?”…! Entonces le espeto:
—Quiero que te metas el puño por el culo.
—Ok, pero no sé cómo...
Y yo, calibrando mal los alcances de mis poderes de dominatrix, le digo:
—Pues aprende.
Como entendí muy tarde que nadie se mete a un videochat de estos para mentir, mi primera prueba como profesional del oficio es indicarle a un gordo mal encaramado en un sofá el camino correcto de su puño a su intestino grueso. Lo suyo son las órdenes. Acudo a mis nociones más básicas de medicina y le indico que del afán no queda sino el cansancio. Primero lo elemental, un dedo. Con paciencia, vamos avanzando de falange en falange. Si el tipo afloja, yo pongo voz de María de los Guardias y seguimos. De vez en cuando, tapo el recuadro de la cámara porque la cosa se está poniendo muy gráfica para mi gusto. Finalmente Philip, sin más lubricantes que la severidad en mi voz, tiene la mano callejón arriba. Se desconecta 57 dólares después —de los cuales 37 son míos— sin que tenga oportunidad de asistirle la sacada. Que se sobe, que no hay pomada.
Salgo de la habitación y el equipo me aplaude. Esa clase de proezas solo son posibles con el lenguaje, y las mozas de la casa no manejan aquello del inglés. Como medida administrativa y pedagógica, Moha instaló un tablero afuera de las habitaciones con una lista de términos de gran utilidad para ejercer la seducción y facilitar las transacciones, como “Hello, is it me you’re looking for” o “Ay sí, papi, I want more, qué rico”.
Entre turno y turno, hay esporádicas reuniones alrededor de la olleta para intercambiar consejos y cotillear (y quejarse de la olleta). Aparte de Viernes y Kat, hoy están una profesora de kínder que se toca todo el tiempo los brackets y anda en una faja que se resiste a permanecer cerrada; la señora Érica, una matrona de piernas jamonas aficionada a las pelucas, y una pareja que hace cámara siempre junta. Él es calvo, con ojos color tamarindo, y ella es una pastusa pelirroja con cara de holandesa que se ríe nerviosamente mientras me ofrece dos cosas: un líquido que reposa en una cantimplora y huele a chirrinchi y un trío. Rechazo cortésmente ambas ofertas.
Como sigo bisoña (novata, inexperta), Liliana me manda a ver cómo trabaja Kat, que con 21 años es la que más réditos tiene. A esta altura de la experiencia, y con poco más de 70 dólares en mi puticuenta, pienso en que aquí pagan mejor que en cualquier medio de comunicación colombiano, así que mientras ojeo el antro desde donde Kat se hace someramente millonaria, maquino malévolos planes para seguir lucrándome gracias a tipos morbosos, como el vejete texano de la autocolonoscopia.
Kat me conversa mientras atiende cuatro ventanillas al tiempo: envía emoticones de besitos y me cuenta que sus ‘novios’ le envían giros y propuestas de fuga y matrimonio desde Nueva York, Chile y Guatemala.
Se quita con entusiasmo la ropa, le gusta mucho bailar para la cámara. Tiene un cuerpo firme y bronceado. Es bastante menudita. Se para en la cama mientras me dice que su éxito se debe a una mezcla entre complacencia y creatividad. Yo estoy fuera de cuadro, mirándola desde una esquina. De pronto Moha, que ve todo lo que está pasando en cada cuarto y en cada chat desde un centro de control con varias pantallas, le avisa que se ha conectado uno de sus clientes habituales. Ella lo saluda y negocia en 80 dólares un combo de pollo. Como es muy común que los visitantes les pidan a las chicas que hagan ciertas cosas en cámara, como pintarse las uñas o maquillarse, imagino que es algún fetiche relacionado con comida. Por ahí no va el agua al molino.
Mientras bailotea, saca de su clóset un pollo de hule: un ave de juguete con las alas pegadas al cuerpo, cuello largo, cabeza coronada por una cresta suavecita y un brillo casi de resignación en los ojos. Por petición del sujeto, uno de esos ‘novios’ querendones que le consignan cariño en metálico, la chica empieza a —no me pregunten cómo— meterse el animal por una cavidad que estoy segura ni Dios ni la evolución diseñaron como bolsillo para pollos de hule. Tampoco me pregunten cómo, pero me resisto a salir de la habitación de un salto.
Me quedo ahí, fingiendo normalidad para no interrumpir el show, porque ese acto se está ganado los 80 verdes completos y no voy a ser yo quien le arruine el jornal a Kat. Con cada milímetro de pollo adentro se esfuma más de mi mente la idea de hacer de esto una opción salarial: aunque no me ha ido nada mal, me queda claro que no tengo una ganzúa entre las piernas ni ninguna habilidad parecida que me ayude a ganar la atención de estos honorables caballeros con tan particulares peticiones.
La revelación, que veo en los ojos del pollo cuando sale aún más aburrido de lo que entró, es que en este mercado tan competido no cabe una educación cristiana como la mía, que hizo que hasta bien pasada la adolescencia mi cuerpo permaneciera como un delicado misterio.
Después de la sesión, salimos a tomar agua. Y Mohamed reúne toda su valentía para hablarle a Kat, saca del bolsillo un Choco Break y le dice: “Te traje el postre del almuerzo”. Ella se tapa los ojos y le da un beso en la mejilla, como si ambos tuvieran 6 años y él no hubiese visto el show del pajarraco asustado.
El amor tiene las formas más raras. El trabajo también.
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