12 de octubre de 2018
Historias
Una noche en la clínica del sueño
La cronista vive cansada, cabecea en las reuniones, bosteza sin parar, pero no duerme profundo hace décadas. La clínica la conecta a decenas de máquinas, la rodea de monitores y le pide que duerma, mientras estudia y determina qué es eso que no la deja pasar las noches derecho. Bienvenido al lugar donde lo ayudan a dormir, aunque sea imposible dormir allí.
Por: Dominique Lemoine Foto: Iván HerreraHace años que no duermo bien. Y no, no es una exageración.
Sin importar cuántas horas haya dormido (cuatro, nueve, once, las que quieran), todos los días me despierto agotada. No puedo abrir los ojos –ese proceso tan sencillo me puede tomar, fácilmente, entre 15 y 50 minutos, por lo cual suelo poner el despertador una hora antes de lo necesario o llego tarde a cualquier cita matutina–, me siento grogui del sueño, me pesa cada centímetro del cuerpo y me duele la cabeza como si tuviese guayabo. (Una mañana en la clínica del guayabo)
Así son los primeros instantes de cada uno de mis días. Es como si en lugar de dormir hubiese cerrado y vuelto a abrir los ojos enseguida. Una pesadilla.
No es de sorprenderse entonces que –a pesar de la crítica, el reproche o el desconcierto de muchos– me tome al menos seis tazas de café al día, sin ser muy amante de esta bebida, solo para lograr cumplir, a duras penas, las tareas diarias. Ni que bostece una y otra vez a lo largo del día ni que esté lista para acostarme a dormir en cualquier momento. Tampoco es raro que me quede dormida sentada mientras espero que me atiendan en el banco o que viva con cara de cansada o que cabecee en medio de conversaciones telefónicas o por chat.
Durante mucho tiempo pensé que vivir así –o más bien, dormir así– era normal. Le atribuía el cansancio y el sueño poco reparador al estrés, a la ansiedad, a la pensadera, al estudio, al trabajo, a la falta o al exceso de kilos, a la cobija, a lo que fuera. Lo último a lo que le eché la culpa fue a la depresión de la cual sufrí por dos años, hasta que, meses después de superado el diagnóstico y de que mi cuerpo estuviera libre de antidepresivos, me di cuenta de que seguía durmiendo a las patadas.
Lancé entonces mi último salvavidas y pedí una cita con el endocrinólogo, pensando que quizá era algún problema hormonal. Me hicieron todos los exámenes de rigor y resultó que soy la persona más sana del mundo: mi colesterol es el más perfecto, la tiroides funciona impecablemente, no tengo ni un asomo de diabetes… Había agotado todas las explicaciones, y seguía rendida, por lo que el siguiente paso –y el último, porque “para qué si lo único que van a ver es que duermo mal”– era hacerme una polisomnografía, un examen del sueño.
Médicamente hablando, los desórdenes del sueño son cosa seria. Por ejemplo, quienes sufren de apnea, un trastorno que causa bloqueos respiratorios y durante la noche consigue llevar el nivel de oxigenación de la sangre por debajo del 80 %, pueden morirse de arritmia o de un infarto. Las personas que padecen de narcolepsia pueden fácilmente tener un accidente de tráfico fatal –al dormirse mientras manejan, por ejemplo– o caerse por las escaleras en un ataque de sueño. Aquellos con desórdenes del sueño REM (es decir, quienes no pueden evitar “recrear” de manera inconsciente en la vida real lo que están soñando) pueden terminar, sin siquiera darse cuenta, abusando de sus parejas y hasta matándolas.
Las cifras crudas no son muy alentadoras tampoco: una de cada cinco personas, el 20% de los adultos en el mundo, tiene alguna alteración clínica del sueño; más del 30% sufre de insomnio, y las mujeres somos más propensas a sufrirlas que los hombres. Y hay más: las personas con problemas de sueño tienen 27% más probabilidades de tener sobrepeso y aproximadamente 40% de los hombres y 24% de las mujeres ronca, un claro síntoma de complicaciones respiratorios durante el sueño. Solo en Estados Unidos, el número de accidentes automovilísticos al año por culpa de alteraciones del sueño llega a 40.000, de los cuales 1550 son fatales
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Hora de entrada: 8:00 p.m. Hora de salida 5:30 a.m.
Lugar: Clínica Shaio, primer piso.
Preparación para el día del examen:
• Asista con la cabeza limpia y seca, lavada el mismo día, no se aplique ningún tipo de fijador para cabello.
• Las mujeres deben asistir sin maquillaje, sin esmalte y sin joyas.
• Comer algo ligero antes del examen.
• No consuma bebidas alcohólicas ni exceda el consumo de bebidas oscuras como tinto, café, té, chocolate o gaseosas durante el día del examen.
• Traer una piyama cómoda que no sea ajustada, preferiblemente de dos piezas (blusa–pantalón).
¿En serio? ¿Desde las 6:00 de la mañana sin una taza de café? ¿Qué diantres tiene que ver el esmalte en todo esto? Igual no uso, pero no entiendo. ¿Y para qué lavarme el pelo de nuevo si me lo lavé ayer? Tengo un arete en la nariz que no me puedo quitar yo misma, ¿y ahora? Encima de todo, yo molesto con las almohadas –con decirles que llevo durmiendo con la misma al menos 16 años–, y no es que me mate tener a alguien mirándome y vigilándome mientras duermo… como si no fuese ya suficientemente estresante irse de piyamada a un hospital. (DR. House vista por un médico)
Seguí las instrucciones al pie de la letra: llegué al laboratorio con la cabeza recién salida de la peluquería, con tan solo una aromática y una arepa en el estómago y con mi piyama de donas –la más cómoda que tengo– lista para aprovechar la hora del examen y dormir temprano. La cosa es que no tenía
idea de la noche que me esperaba, y eso que alguien como yo está más que acostumbrado a pasar malas noches.
Primero que todo, eso de dormir por fin temprano no iba a suceder: tocaba simular, aunque fuera medianamente, una noche normal, por lo que, por más que estuviera que me cayera del sueño, no tenía derecho de meterme a la cama sino hasta las 10:00 de la noche, para que luego apagaran las luces a eso de las 11:00 y quedarme dormida poco antes de la medianoche.
Una vez me registraron y me tomaron los signos vitales, la doctora de turno me entregó un formulario con todas las preguntas habidas y por haber. Ronquidos, siestas, irritabilidad, medicamentos, depresión, cafeína, alcohol, ejercicio, que si me dormía haciendo filas, que si me dormía manejando, que si me daba sueño en el carro con el semáforo en rojo, que si me quedaba dormida mientras hablaba con la gente. Me demoré al menos media hora en responder todas las preguntas. Resulta que era lo que se conoce como el Test de Epworth, una manera de medir la somnolencia diurna que ayuda a determinar, muy por encima, qué tan grave es el asunto. La escala va de 0 a 18, o más, y mi puntaje –me vine a enterar después– fue de 17. O sea, a un pelito de quedarme profunda al volante. Genial.
Después de advertirme que si quería orinar ese era el momento, porque una vez se iniciara el alistamiento de máquinas para el examen no tenía permiso de ir al baño –y si me moría de las ganas, iba a tener que hacer chichí en un pato–. Con toda la parsimonia del mundo, me separó el pelo hasta llegar al cuero cabelludo y me cubrió cada zona con un gel. Sentía como si me estuviesen echando crema de dientes vieja en la cabeza. Encima dispuso con cuidado un electrodo tras otro, hasta que la cabeza estuvo cubierta de cables coloridos y yo quedé como una medusa eléctrica. Esos electrodos habrían de monitorizar mi actividad cerebral, es decir, darían cuenta de mi paso por cada una de las fases del sueño.
La doctora fue cubriéndome la cara y otras partes del cuerpo con más cables y más sensores: uno debajo de los labios; un micrófono miniatura en la parte delantera del cuello para ver si hablo o ronco o muevo la boca mientras duermo; otros en el pecho para obtener un electrocardiograma; otros cerca de los ojos; un par en las piernas para monitorizar si tengo movimientos involuntarios; una banda atada con presión en el tórax y otra en el abdomen, con el fin de
seguir de cerca mis movimientos respiratorios; una cánula en la entrada de las fosas nasales para ver el flujo de aire y saber si en algún momento se interrumpe, y un oxímetro en el dedo índice de la mano derecha para medir la saturación de oxígeno en la sangre a lo largo de la noche.
Una a una, fuimos probando que las conexiones estuvieran bien y mandaran la información necesaria a las máquinas: mueve la pierna, mueve la otra, habla, tose, mueve los ojos, respira profundo. Todo en orden; estaba lista para el examen. Un par de advertencias no más: primero, en caso de que vieran que yo estaba durmiendo en una sola posición, entrarían en cualquier momento a despertarme y a pedirme que por favor cambiara; segundo, si el oxímetro indicaba niveles peligrosos (por debajo del 80%) tenían que entrar a ponerme oxígeno. Sencillo. Ahora solo faltaba lo más importante: poder conciliar el sueño amarrada a un montón de cables, con chupas en la cabeza, en una cama del tamaño de un catre y en una habitación pequeña, blanca, fría y aséptica. (Seguimiento a una córnea)
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Para entender la noche, es necesario tener claros ciertos conceptos básicos de lo que pasa –o debería pasar– cuando estamos durmiendo. El sueño tiene diferentes fases, las cuales se dividen en dos grandes categorías: NoREM (No Rapid Eye Movement, por sus siglas en inglés) y REM (Rapid Eye Movement). Un patrón normal de sueño consiste en un periodo NoREM, seguido de REM, y así sucesivamente.
REM es la fase del sueño en la que nuestros ojos se mueven rápidamente, así estén cerrados, y en la que cerebro está más activo –tan activo, de hecho, que es casi equivalente a estar despiertos–. Por eso, tenemos la mayoría de sueños vívidos y pesadillas en esta fase, durante la cual nuestro cuerpo se tensiona y se “paraliza” con el fin de que nos quedemos quietos y no nos vayamos a poner a “hacer” en la realidad las cosas que estamos soñando. A esta etapa de sueño se debería entrar por primera vez en la noche después de 60 minutos –ojalá después de 90–, y no debería representar más del 20 o 25% del sueño total de un adulto.
El sueño NoREM consta de tres etapas. Durante la etapa 1, la primerísima que experimentamos cuando nos acostamos adormir, tenemos los ojos cerrados, pero es todavía fácil que algún ruido nos despierte. La etapa 2 es la del sueño que comúnmente conocemos como “ligero”, durante el cual la frecuencia cardiaca disminuye y la temperatura corporal baja unos cuantos grados: es la manera en que nuestro cuerpo se prepara para el sueño profundo, el sueño de verdad. La etapa 3 es, lógicamente, la etapa de sueño profundo y reparador. Durante esta última, es difícil que lo despierten a uno y si lo logran, uno queda desorientado y perdido por instantes. Es también el momento del sueño en el que el cuerpo aprovecha para restaurar huesos, tejidos y músculos, y para fortalecer el sistema inmune. Mejor dicho, la panacea de sueños. El NoREM ligero (es decir, las primeras dos etapas) debería representar el 50% del sueño de una noche, mientras que el sueño profundo debería rondar por el 20 o el 25%. Bueno, pues resulta que yo tengo todo eso desconchinflado.
Una mala noche y varios días después, recibí los resultados de mi examen. Los leí con atención para darme cuenta de que esas hojas de papel son el chivo expiatorio perfecto: lo explican todo. Todo. Pero empecemos por las “buenas” noticias: de los 452,5 minutos que estuve en cama, monitoreada por los aparatos, 408,4 minutos los pasé durmiendo, lo que quiere decir que mi eficiencia de sueño es alta: 91,3%. En otras palabras, me quedo dormida medianamente fácil y no sufro de insomnio. Y no muevo las piernas, así que no hay que esperarse ninguna patada nocturna de mi parte. Nada que no supiera.
Ahora lo malo: me demoro 55,5 minutos en alcanzar la fase REM, más rápido de lo que debería. Además, mi porcentaje de sueño REM es de 33,3%, 13 puntos por encima de lo que debería ser para un adulto “normal”. Esto explica ese rasgo mío que siempre les ha parecido extrañísimo a todos los hombres que alguna vez han dormido contigo: tengo un montón de sueños –y pesadillas, sí– muy vívidos, de los cuales me acuerdo sin falta cada vez que me despierto: acción, romance, suspenso, drama… me sueño de todo y me acuerdo con detalle. Y explica, además, parte de mi cansancio: ¿cómo no voy a vivir mamada si al dormir, mi cerebro está muy activo, básicamente despierto, durante mucho más tiempo del que debería? Para agregarle al asunto, mi porcentaje de sueño NoREM profundo, que es superclave, a duras penas llega a la mitad de lo que debería ser: 12,7%. Seguía sumando puntos para el cansancio.
Como si fuera poco, resulta que sufro de síndrome de Apnea Hipopnea Obstructiva, lo que causa fragmentación del sueño a lo largo de la noche. O sea, tras de que duermo mal, a cada ratico me despierto. (Yo tengo fobia a tocar y a ser tocado)
La Apnea Hipopnea Obstructiva de Sueño es un desorden serio –y bastante común– que lo hace a uno dejar de respirar mientras duerme. El paso del aire se bloquea de manera repetitiva, limitando la cantidad de aire que llega a los pulmones. Cada vez que esto sucede, los vasos sanguíneos se contraen, lo que a su vez hace que el nivel de oxígeno en la sangre disminuya. Ante esta situación, el cerebro se despierta ligeramente y manda la orden al cuerpo de contraer los músculos de la garganta para intentar agarrar un poco más de aire, así que uno termina roncando o respirando fuerte o haciendo sonidos de ahogado. Esos esfuerzos inconscientes por aspirar más aire causan “microdespertares”, es decir, que uno se despierta por unos cuantos segundos e interrumpe el sueño sin siquiera darse cuenta. Estas obstrucciones pueden suceder desde un par hasta cientos de veces en una misma noche. Y cuando son episodios de apnea quiere decir que se cerró por completo el paso del aire. Y cuando son episodios de hipopnea, el cierre fue parcial.
Según los resultados del examen, yo tengo una combinación de apneas e hipopneas; diez de ellas por hora, para ser más precisos. Cada episodio dura entre 13 y 47 segundos. Eso quiere decir que cada seis minutos dejo de respirar durante unos 30 segundos, lo que causa un microdespertar. ¿Quién carajos va a descansar así, despertándose medio ahogado cada seis minutos? Para completar, durante algunos de los episodios mi saturación de oxígeno bajó hasta 81%, bien cerquita de la línea de peligro, y para sorpresa de nadie, la mayoría de episodios en mi caso ocurren durante el sueño REM, ese del que tengo exceso y que no me deja descansar, mientras duermo bocarriba.
Aún así, el examen clasifica mi desorden como “leve”, pues no supera los 15 episodios por hora. La cosa está en que no se agrave la situación, pues la apnea severa (aquella de más de 30 episodios por hora) puede llegar a ser letal: privar el cerebro de oxígeno noche tras noche cuadruplica el riesgo de infarto. O sea que me puedo morir, así no más, solo por dormir mal. No, gracias.
Según los especialistas, tengo varias opciones, aunque, si les soy sincera, ninguna me convence del todo. Una de ellas es pasar por el quirófano para que me operen las laringes o retiren exceso de tejido o me arreglen la úvula… en cualquier caso, una de las cirugías más dolorosas para un adulto: comer después es casi imposible y puede que tenga que reaprender a pronunciar ciertas palabras. La parte quirúrgica no es el problema, pero eso de quizás no poder volver a pronunciar ciertas palabras de la manera correcta me apabulla. Otra opción es dormir todas las noches conectada a una máquina que se llama CPAP (Continuous Positive Airway Pressure, por sus siglas en inglés) y que mete aire a presión por la nariz para que llegue a los pulmones y no haya momentos de ahogo. Si ya me cuesta dormir como duermo, no me imagino con una máscara tipo Darth Vader conectada a una máquina que hace ruido toda la noche. (Caitin Stickels: La modelo con Síndrome del ojo de gato)
Por ahora, mi solución –bastante improvisada, lo sé– es retomar la pose de feto al dormir –por aquello de que al estar de lado no tuve ni un solo episodio de apnea o hipopnea–, procurar no estar congestionada y darle más duro al ejercicio con el fin de reactivar las vías respiratorias y ensanchar los pulmones para aumentar su capacidad.
Gran parte de la vida se me va en estar cansada, y lo peor de todo es que yo tampoco me la hago más fácil: trabajo duro seis días a la semana, hago una hora y media de ejercicio todos los días, salgo a comer, voy a cine, leo hasta tarde, voy a fiestas… ¿Pero cómo no? Si me dejara mandar por el sueño y el
cansancio, estaría entre las cobijas todo el día y, entonces, ¿para qué hora la vida?
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Esta crónica fue posible gracias al apoyo del Centro Especializado en Neurología y Sueño (CENSU), un espacio especializado en estudios fisiológicos del sueño y epilepsia. La idea es que usted se quede una noche para que le hagan varios exámenes mientras duerme y así poder detectar si tiene alguna alteración del sueño. La IPS cuenta con recurso humano capacitado y la tecnología más avanzada para el diagnóstico de trastornos del sueño como apnea del sueño, insomnio, síndrome de piernas inquietas, narcolepsia, hipersomnia y epilepsia. Si está interesado en hacerse un estudio del sueño llame al 5938210 ext. 2219 en Bogotá o métase a www.censu.com.co para más información.
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