21 de marzo de 2013

Cuento

Mucho gusto, Pablo Escobar Gaviria

Un hombre ha vivido toda su vida con el peso de llamarse igual al capo del narcotráfico hasta que ocurre un hecho que podría cambiar su atormentada existencia. Cuento de un homónimo no deseado.

Por: J. J. Junieles
Mucho gusto, Pablo Escobar Gaviria

Sé osado y fuerzas poderosas te ayudarán. Goethe.


Todavía recuerdo el día en que caminaba con Mariela por la séptima. Escuchamos un desorden en las calles del centro, seguimos a un grupo de gente que se metió a una cafetería donde había un televisor en la pared y descubrimos la razón del escándalo: una presentadora de noticias informaba que habían matado a Pablo Escobar. De lejos se veía el cuerpo de un hombre tumbado en el techo de una casa y a un grupo de policías armados rodeándolo. Entonces, Mariela se me acercó al oído y me dijo: “Ahora sí se acabaron tus problemas, Pablito”.

Seguimos nuestro camino comentando la noticia y comiendo un helado. Habíamos salido a almorzar. Entramos a una iglesia y encendimos velas a San Gregorio Hernández, médico y siervo de Dios. Todavía nos quedaban algunos minutos de descanso para luego regresar a nuestros trabajos. Esa noche, a pesar de la estrechez económica que pasábamos, la invitaría a cine y dejaríamos a la niña con su abuela. No dejaba de sentirme intranquilo. No todos los días escuchas tu nombre repetido en los televisores, los radios y en la boca de toda la gente, comentando que te mataron, aunque no seas tú quien en realidad hayas estado en esas circunstancias. Pablo es un nombre común. Lo que no es corriente es que concuerden todos los nombres y apellidos de una persona con otra. Nuestros nombres coincidían, pero nuestras vidas no, menos mal. Eso era lo importante, que en realidad había dos Pablo Emilio Escobar Gaviria. Uno contador de una empresa y el otro uno de los hombres más ricos del mundo y también uno de los más peligrosos y buscados.

De todas formas, Mariela tenía razón: mis problemas se habían terminado. Ya no habría otro Pablo Emilio Escobar Gaviria por allí, haciendo explotar aviones, mandando matar políticos, policías, enemigos, y enviando toneladas de droga al extranjero, creando el miedo suficiente en la gente para desconfiar de otro Pablo Emilio Escobar Gaviria que está pagando a duras penas las cuotas de su casa, tiene una mujer, una hija enferma, y que debe acostumbrarse a toda clase de abusos, porque tiene el mismo nombre de un criminal.

Esos problemas, para ojos ajenos, podrían parecer meras incomodidades, pequeñas molestias que cualquiera tiene y que no faltan todos los días. Inconvenientes de fácil resolución. El asunto es que nadie se pone en los zapatos de otro, por eso no podrían entender las dificultades que esa situación originaba y que, últimamente, se estaban saliendo de toda proporción.

Recuerdo la primera vez que supe sobre la existencia de Pablo Escobar. Entonces yo todavía me hallaba en la Universidad. Una noche que salía de una fiesta con un par de amigos de la facultad, una patrulla de policía pasó por la esquina donde estábamos esperando el taxi para regresar a casa. El vehículo se detuvo y salieron dos policías. Algo había ocurrido cerca de allí, nos dijeron. El robo a una gasolinera, una tienda de licores, o algo parecido, y estaban haciendo una inspección de reconocimiento por las calles cercanas.

Nos pusieron contra la pared. Nos requisaron en busca de armas o lo que fuera, y, por último, nos pidieron los papeles. Los tres entregamos nuestras cédulas a uno de los policías, que se fue hasta la patrulla, tomó una especie de radio y empezó a dictar nuestros nombres y números de cédula. Yo escuché cuando llegó a mi nombre. Me volví a mirarlo y nuestros ojos se encontraron. Algo pasó. De pronto, el policía soltó el aparato de comunicación, sacó rápidamente la pistola y se fue acercando hacia mí apuntándome con el arma.

—¡Las manos arriba, huevón! ¡Si espabilás, te mato! —me gritó. Vi la sorpresa y el miedo juntos, peleándose la órbita de los ojos.
El otro policía se había alejado de nosotros, y también nos apuntaba:
—¡Qué pasa, mijo! —le preguntó gritando a su compañero.
—Que este hijueputa es Pablo Escobar, el del cartel que andan buscando en Medellín y en todas partes. ¡Se me tiran todos al piso, malparidos, las manos atrás. Se mueven y les lleno el culo de plomo!

Le temblaba tanto el pulso al policía que sentí temor de que disparara por accidente. Allí, con la cara contra el piso, besando el polvo, yo solo me preguntaba quién era ese con quien me confundían y que inspiraba tanto terror.

Escuchaba el sonido de los radioteléfonos, los gritos dando órdenes y cómo llegaba otra patrulla rápidamente, de la que bajaban otros policías con las armas desenfundadas. Nos llevaron a una estación de policía cercana, compararon mi rostro con una foto, pero no los convencía. “¡Con la plata que tiene, seguro se compró una cara nueva!”, le escuché decir a uno.

No valieron los testimonios de mis amigos, que decían que yo no era más que un estudiante, que yo no era el verdadero Escobar Gaviria. Llamaron a mi casa y mi papá llegó con un álbum de fotos para que vieran la vida del otro Pablo, el cagado por las palomas. Pasamos esa noche en el calabozo. Al día siguiente, el resultado del estudio dactilar permitió que por fin me soltaran.

Días después me encontré con Hernán, un vecino que era periodista de radio, miembro de la acción comunal y amigo de mi padre. Nos topamos en la calle, justo cuando yo salía de casa para la universidad.

—Oiga, mijo, su papá me contó la aventura que tuvo la otra noche. Ese Escobar con quien te confundieron es jefe de uno de los carteles mafiosos más peligrosos que operan desde Medellín. Hasta hace poco era un desconocido, uno entre muchos otros, pero últimamente sale mucho en televisión y prensa, porque prácticamente le declaró la guerra a todo el mundo. ¿Usted en qué planeta vive, mijo?

Después me dijo que no prestara cuidado, que todo pasaba por una razón aunque no podamos verla, que con seguridad lo que ocurrió sirvió más para bien que para mal. Ya todo el mundo sabía que Pablo Escobar, el millonario bandido, tenía un homónimo, Pablo Escobar, el pobre huevón despistado.

—Salúdame a tu viejo, dile que un día de estos lo invito a jugar tejo y nos tomamos unas cervezas —dijo, y se fue con su grabadora en la mano y ese andar de pato del que todo el barrio se burlaba. No me había causado gracia su comentario, pero me había tranquilizado su visión optimista de la situación.

La verdad siempre duele y la mentira también. En realidad, yo no sabía prácticamente nada de lo que pasaba en el país. Estaba demasiado ocupado tratando de ganar dinero al tiempo que estudiaba, para ayudar a papá y mamá en el difícil arte de administrar la pobreza y pagar todas las necesidades de la casa: la matrícula del colegio privado de mi hermana menor, los servicios públicos, y procurar que por lo menos no faltaran arroz y huevos en la cocina. Había largas épocas en que la carne no la veíamos ni en televisión, como dice aquella canción famosa.

El asunto es que mi padre llevaba tres años buscando trabajo. Su último empleo estable había sido en una oficina del gobierno, donde le tocaba hacer mil cosas distintas con papeles, incluso el trabajo de los empleados recomendados por los políticos. Desde entonces, en todos los lugares donde presentaba su hoja de vida no lo contrataban por viejo, y a mí no me daban trabajo por joven: un absurdo como las tantas cosas que ocurren en este país.

Por su parte, mi madre tejía vestimentas de lana, que ponía a vender en el almacén de ropa de una tía, en el centro. En Navidad elaboraba adornos alusivos a la época: sonrientes viejos barbudos con piyamas rojas, ciervos y campanas de icopor y angelitos dorados tocando trompetas. Todo eso ayudaba para tapar esos huecos en los bolsillos de nuestra vida por donde se escapaba la tranquilidad.

Papá siempre había querido ahorrar para un auto antiguo. Yo lo veía mirarlos cuando pasaban hasta que se perdían en la distancia, pero el dinero de su liquidación se había ido poniendo al día las cuotas de la hipoteca de la casa, cuya deuda seguía vigente. Mamá no pedía nada, pero yo sabía que siempre soñó con visitar Buenos Aires, porque era la tierra de su cantante favorito, don Carlos Gardel, de quien mi padre sentía celos cuando ella cantaba sus canciones mientras tejía. Mi hermana era una buena estudiante, a pesar de que pasaba gran parte de su tiempo ayudando a mamá con los tejidos. Sabía que iba a resultar un poco difícil estudiar Diseño de Modas en París: su deseo de todos los cumpleaños. Soñar no cuesta nada…

En medio de todo, mi única fortaleza era Mariela. Nos habíamos hecho novios desde el primer semestre. Habíamos aplazado el matrimonio y tener hijos para después de graduarnos. Después de graduarnos, lo aplazamos para cuando tuviéramos ambos un buen trabajo, y luego hasta que tuviéramos una casa propia. Una cosa fue llevando a otra, aplazando una a la otra, luego a otra, y luego a otra... Después de ocho años de noviazgo aceptamos que el tiempo de los sueños no es el mismo de la realidad, así que ahorramos algo de dinero por unos meses y nos fuimos a vivir a un apartamento arrendado.

Nadie vive la vida por uno y con el tiempo se entiende que los buenos recuerdos no vienen de las apariencias ni de la opinión buena o mala que otros tengan de uno. A ellos también los espera un hueco bajo la tierra, y llevarse solo lo que la gente pueda pensar de uno debe ser algo realmente triste. Era mejor seguir viviendo mientras se buscaba una vida mejor, hallar cosas reales, lejos de las perfectas costumbres y mundos ideales. Por eso las opiniones adversas de la familia de Mariela cuando nos casamos en un juzgado nos valieron realmente muy poco.

Para entonces, el otro Pablo Escobar no se había quedado con los brazos cruzados. En su nombre, los sicarios continuaban matando policías en muchas ciudades, la gente seguía apareciendo muerta en las calles, los carros explotaban frente a los periódicos —así ocurrió con El Espectador—, aviones y edificios enteros caían devastados por la fuerza terrible de su decisiones. En la televisión, los diarios y las revistas no se hablaba de otra cosa: sus rutas de cocaína, su ingreso al listado de los cinco hombres más ricos del mundo, sus caprichos de magnate, la aceitada maquinaria de matar que había inventado.

Cada vez que en un banco alguien me llamaba en voz alta para pagarme algo o entregarme un documento: “Señor Pablo Escobar Gaviria”, todo el mundo se volteaba a mirarme con disimulo y sospecha. Había empezado el boom de las cirugías plásticas. Las revistas y diarios hablaban de las identidades nuevas que los narcos compraban en un quirófano, y cualquiera podría intentar pasarse de listo conservando su propio nombre. Creo que era Maquiavelo quien decía que el mejor lugar para esconderse era a la vista de todo el mundo, o en la casa de tu peor enemigo.

Fue cuando decidí bajar de peso y quitarme el bigote que usaba por tradición, ya que mi papá también lo tenía. El universo parecía que hubiera conspirado del todo para que Pablo Escobar y yo no solo compartiéramos nombres, sino también alguna semejanza. No éramos iguales, pero tampoco muy diferentes. Teníamos la misma contextura, el mismo tipo de pelo y esa cara de mejillas abundantes que es muy común, pero que iba acompañada de la igualdad de los nombres. Algo que en cualquier persona sensata despierta, así sea, una leve sospecha.

Qué culpa tiene uno del nombre que le han escogido los padres. ¿Cómo podía hacer oír mi voz de protesta desde el fondo de una cuna llena de pañales y juguetes si en mi caso fui llamado así para honrar a un amigo muy querido por mi padre, que lo ayudó mucho en sus comienzos y que había muerto meses antes de yo nacer?

Hasta pensé en cambiarme el nombre cuando la situación se volvió insostenible. En dos ocasiones, la policía, el ejército (ya no recuerdo quién) tumbaron la puerta de mi casa en la noche, y asustaron a Mariela y a la niña. Duraron varias horas en la casa, mientras en una oficina volvían a confirmar mi identidad. Para cuando se aseguraban de que yo no era el personaje de marras, ya habían revisado todos los cuartos, la casa era un completo desorden y no eran ellos quienes la volvían a ordenar. Siempre se iban con un: “Compadre, disculpe las molestias, solo cumplíamos nuestro deber”.

Cuando por algún compromiso de trabajo me correspondía viajar por avión, los agentes de seguridad del aeropuerto me confinaban en una celda preventiva durante varias horas. Comparaban mis huellas dactilares con sus bases de datos y mientras salían de toda duda sobre si yo era yo o yo no era yo, mi vuelo se había perdido y había incumplido con mis deberes.

Muchas veces protesté por escrito, mandé cartas exigiendo que cesaran los atropellos que sufría. Decidí llevar siempre conmigo los certificados de la Oficina de Registro Civil y el Departamento Nacional de Seguridad que garantizaban mi verdadera identidad. Pero, a pesar de todas las precauciones, era muy difícil explicarle a alguien que yo no era Pablo Escobar Gaviria, sino que era otro Pablo Escobar Gaviria. Siempre había un policía o un funcionario que creía que realmente Pablo Escobar andaba por el mundo ocultándose de todos usando su verdadero nombre.

Por eso Mariela y yo creímos en ese instante de la cafetería donde nos enteramos de la muerte de Escobar que nuestros problemas por fin habían terminado. Esa noche regresamos del trabajo a nuestra rutina familiar, con la certidumbre absoluta de que se habían acabado los problemas que periódicamente surgían por cuenta de ese personaje siniestro.

Pero nos dimos cuenta de que esa era la carga menos pesada. Había otra más angustiante que trastornaba nuestro sueño de futuro, la enfermedad de Manuela. Tenía un problema de visión que exigía seguimiento y cuidado constante, porque era una enfermedad progresiva. Por lo pronto, mientras podíamos realizar el transplante de córneas, debíamos seguir un tratamiento bastante complejo y costoso. La enfermedad apareció justo cuando empezábamos a pagar las cuotas de un apartamento, por lo cual habíamos dejado de pagar —por algunos meses— nuestros servicios médicos. Ahora, nuestro dinero se iba en las costosas medicinas de Manuela, las consultas mensuales con oftalmólogos especializados privados, el sostenimiento normal de la casa y la ayuda ocasional que dábamos a mis padres y a mi hermana.

Entonces, un día cualquiera, recibí una llamada.
—Aló, ¿Pablo?
—¿Sí, hola, con quién hablo?
—Te llama el Oso Polar. Sé que no podemos hablar mucho por aquí. Tenemos ese asunto pendiente, ¿dónde quieres que nos veamos para cerrar el negocio? No puedo quedarme mucho, la zona está caliente. Solo vine a Bogotá para terminar nuestro asunto. Te pago y me voy.

La voz hablaba buen castellano con acento gringo. No sé de dónde vino mi impulso para hablar, tal vez fue el amparo del anonimato y tantas películas donde había visto la misma escena. Por eso no me resultaba desconocida la situación y hasta me pareció el buen comienzo de una broma, así que empecé a seguirle el juego a la voz y crear mi propia historia.

—Hola, Oso, qué bueno que apareciste. Ya estaba organizando todo para buscarte.
—Tranquilo, Pablo, todo está bien, todo está bien… ¡Te felicito! Hiciste un buen trato. Eres un peligro, si alguien te mete el dedo en el culo eres capaz de robarle el anillo. Buen trabajo con las pistas, las cirugías, el ADN. ¿De dónde sacaron ese pendejo tan parecido a ti que apareció muerto en el techo? Y eso de esconderte después con tu propio nombre me pareció wonderful. ¿De dónde sacaste la familia, la esposa, la hija, todo el teatro bien montado. Esos sons of a bitch de la Agencia hicieron bien la película, ¡como en los tiempos de Kennedy!

Entonces supe qué estaba sucediendo en realidad y un repentino escalofrío me poseyó el cuerpo. Tuve que sentarme en la primera silla y todos mis músculos se pusieron en tensión. El instinto se despertó, todo, todo estaba en juego, mi única salvación era decir algo convincente, a pesar de que mi garganta estaba seca como una piedra por dentro. Recordé otra película:

—Mirá, Oso, hasta las paredes tienen orejas, no voy a hablar de eso ahora. El pez muere por la boca. ¿Quieres que todo se vaya a la mierda?
—Tienes razón, todo está bien, todo está bien... ¿Entonces qué hacemos? ¿Dónde quieres que nos veamos?—Déjame pensar…?¡Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me dejes solo que me perdería! Ya pescaste un pez gordo, ahora solo tienes que enrollar el hilo. El único sitio que se me ocurrió porque me daba confianza suficiente era una cafetería frente a la Biblioteca Luis Ángel Arango. Los últimos meses la frecuentaba mucho cuando iba a sacar libros prestados. Era un sitio concurrido, había guardias de seguridad, y si esto se salía de control, como en las películas, en algo ayudaría el pánico de la gente gritando y corriendo entre las mesas. Le di las señas, dije que a las doce y media, porque era la hora más concurrida.

—Será rápido, Oso. No puedo correr riesgos. Nos vemos —y colgué.

Los dados estaban en el aire. El miedo tenía forma, podía tocarlo. Adquirió la forma del teléfono que tenía en la mano. Era oscuro, sólido, verdadero, como todo lo que había pasado en ese minuto en que sabía que la vida me había cambiado para bien o para mal. Pasan diez años de tu vida durante los cuales no ocurre nada y de pronto en un instante todo tu destino puede cambiar de rumbo. Como cuando pasas distraído una calle y te arrolla un auto, o doblas una esquina y el helado que llevaba en la mano una muchacha hermosa termina en el bolsillo de tu camisa y desde entonces el amor llena tu vida o compras de paso un billete de lotería cuando fuiste a la tienda por una bolsa de leche… la cita con una bala perdida mientras esperas la llegada del autobús, la llamada inesperada que recibes y te conviertes en el hombre que tanto molestó tu vida. El destino había llamado. Saqué de mi cartera una estampita de San Judas Tadeo, patrono de causas perdidas. La froté entre mis dedos hasta sentirla tibia.

El Oso Polar era un hombre albino, corpulento, un mamut de 2 metros con anteojos oscuros. Le colgaban una cámara fotográfica en el pecho, así como una pequeña bolsa blanca donde parecía llevar ropa, tal vez una camiseta. En las manos llevaba un mapa doblado. Dio algunas vueltas, tomó un par de fotografías y se fue acercando a mi mesa, mientras miraba una, dos, tres veces, el mapa cruzado de colores y líneas. Hacía bien su papel de turista extraviado.

Yo tenía las piernas cruzadas para no orinarme del susto y una mano sobre la otra, en apariencia reposada, como aquel Michael Corleone sentado frente a sus enemigos en un pequeño restaurante, dueño de la situación (el gesto servía también para ocultar el temblor de mis manos). Sudaba frío, como antes de presentar un examen inesperado en la escuela para el cual no estás preparado y sabes que valdrá todo porque ya llevas dos materias perdidas. Él se acercó a mi mesa, en actitud de consulta, abriendo el mapa frente a mis grandes gafas de sol que había comprado en la calle media hora atrás siguiendo mi manual de espía de películas.

El gringo se sentó al otro lado de la mesa, como si fuera a continuar su consulta sobre el lugar que buscaba, y puso tras de sí su bolsa blanca. Entre los dos solo había un pequeño adorno de flores sobre la mesa. Me habló mientras abría por completo los cuadros doblados del mapa.

—Con estas flores aquí, van a creer que estamos enamorados, Pablo. Después me dices quién te hizo el trabajo en la cara, para no ir donde él. Te quedó muy mal. Jamás te habías parecido tanto a ti mismo.
Tenía que decir algo, debía decir algo:
—Vamos al grano, hombre, no tengo tiempo. Mi gente cree que alguien me está siguiendo.
—Ok. Allí te dejo el paquete. Fue fácil meterlos. Todavía no han nacido los perros que puedan olerlos. Allí están las nuevas coordenadas para encontrarnos, en un par de semanas. Los teléfonos están difíciles, ya sabes, es mejor el number fax que te dejo allí.

Se levantó mientras volvía a doblar su mapa y se marchó enseguida por donde vino. Yo seguí sentado hasta que lo perdí de vista. Entonces me levanté. Tomé la bolsa de tela blanca que había dejado. Caminé en sentido contrario a la dirección que él había tomado. No me di vuelta en ningún momento. Tomé el primer taxi que pasó y entonces abrí la bolsa.

La vida es como un embudo. Al principio es ancho y luego se va estrechando hasta formar un solo camino. Todavía no domino el italiano, pero voy por buen camino. Mi madre y mi padre todavía tienen momentos de nostalgia, pero cuando eso pasa yo le pongo a ella la colección de discos de Gardel y la invito a una copa de vino en la terraza con vista al lago. A él lo acompaño a dar vueltas en su Chevrolet de 1955 por la avenida que bordea la costa del pequeño pueblo italiano donde vivimos. Mi hermana está de vacaciones. Viene mañana de visita con una muestra de los diseños que ha aprendido a hacer en sus clases de alta costura en París. Tiene una novia francesa que estudia con ella, pero eso todavía no lo saben mis padres.

Pronto llegarán Mariela y Manuela, las mujeres de mi vida. Los médicos dicen que después de la operación de sus ojos, la niña ya no tiene peligro de ceguera y, como una reacción a ese milagro, anda con una cámara fotográfica tomando fotos de todo lo que pasa frente a ella: animales, paisajes, el rostro de su madre, las cien muñecas con que he poblado su cuarto. Todas las noches, antes de dormir, rezo agradecido la plegaria de una estampita de San Gregorio Hernández, médico y siervo de Dios.

Todavía no han nacido los perros que puedan oler diamantes. Una enorme e inocente caja de cereales en manos de una niña que sale de vacaciones con su familia desde Cartagena hacia Panamá, en un yate repleto de turistas, puede ser el medio ideal para sacar 777 diamantes de 7 quilates cada uno, sin despertar ninguna sospecha.

El dinero no es la felicidad, pero cómo se le parece. No puede evitar la muerte, pero gracias a él puedes volver a nacer en vida y cumplirle los sueños a la gente que amas. Mariela ahora se llama Lucía, como una canción de Serrat que siempre le ha gustado, y yo me llamo José Obregón, una combinación de nombres de personajes en una novela de Graham Greene que me gustó mucho, de la que hay varias versiones, una de las cuales fue dirigida por John Ford en 1943. Les prometí a Lucía y a mis padres que nunca más volvería a jugar al personaje de película de suspenso. Por lo pronto, me limitaré a ver las mil películas que ahora tengo en la pequeña sala de cine que hay en la casa.

Veo la sonrisa de Manuela, que ahora se llama Guadalupe, las luces del lago reflejadas en sus ojos, y me convenzo una vez más que todo valió la pena. Abandonar Colombia de un día para otro, cambiar de identidad, alterar nuestras huellas, someterme a operaciones estéticas y empezar una vida nueva en un sitio cualquiera, discreto, pero no escondido. Una pequeña villa, con vista a las orillas del Lago di Como, en Italia, donde disfrutamos el aire de unas montañas que nos recuerdan las nuestras. Queda cerca de Laglio, un centro turístico que no está precisamente en el fin del mundo, allí donde alguien imaginará que nos hemos marchado, para que nadie pueda encontrarnos.

Esta historia es cuento, por lo tanto, es producto de la imaginación del autor.

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