8 de febrero de 2010
Historias
Messi, el goleador que nos despierta se va a dormir (Quince minutos con el hipnotizador)
No juega PlayStation, no lee. Lo que Lionel Messi hace cuando no juega fútbol es dormir. En un trabajo minucioso sin precedentes, y a partir de una charla de apenas 15 minutos con el mejor jugador del mundo, el escritor Leonardo Faccio reconstruye la vida de Lionel Messi en este perfil de Etiqueta Negra, que es semilla de un libro que el autor publicará a mitad de año con Random House Mondadori. Una crónica de gol olímpico.
Por: Leonardo FaccioLionel Messi acaba de volver de unas vacaciones en Disneyworld y aparece arrastrando sus chancletas con esa falta de glamour propia de los deportistas en reposo. Está en la Ciudad Deportiva, una dependencia del FC Barcelona que funciona sobre un valle apartado de la zona residencial, un luminoso laboratorio de cemento y cristales donde los entrenadores convierten a futbolistas talentosos en auténticas máquinas de precisión.
Messi es un jugador libre del manual de instrucciones y la Ciudad Deportiva, su incubadora. Esta vez ha aceptado conceder 15 minutos de entrevista y se le ve contento. Luego de una gira con su club por Estados Unidos, estuvo en Disney con sus padres, hermanos, primos, tíos y sobrinos. Mickey Mouse había visto en Messi al personaje perfecto para promocionar su mundo de ilusiones, y su familia completa tuvo acceso a todos los juegos a cambio de que él se dejara filmar en los jardines que rodean este imperio de dibujos animados. Hoy en YouTube vemos a Messi haciendo malabares con un balón delante de toda esa arquitectura de fantasía.
—Lo pasamos espectacular —me dice Messi, con más entusiasmo que intención publicitaria—. Por fin se dio.
—¿Qué es lo que más te gustó de Disney?
—Los juegos de agua, los parques, las atracciones. Todo. Más que nada fui por mis sobrinitos, mis primitos y mi hermana. Pero de chico yo siempre quise ir ahí.
—¿Era como un sueño?
—Sí, creo que sí, ¿no? Al menos para los chicos de 15 años para abajo, sí. Pero si tenés un poquito más, también, ¿no?
En la Ciudad Deportiva, sentados solos y frente a frente, Messi muerde cada una de sus palabras antes de que salgan de su boca. Es como si de tanto en tanto necesitara confirmar que lo hemos entendido, como si pidiera permiso para hablar. De niño padecía una especie de enanismo, un trastorno en la hormona del crecimiento, y desde entonces su pequeñez hizo que siempre posáramos una lupa sobre su estatura futbolística.
Visto de cerca, Messi tiene ese aspecto contradictorio de los niños gimnastas: unas piernas con músculos a punto de explotar debajo de unos ojos tímidos que no renuncian al fisgoneo. Es un guerrero con mirada infantil. Pero por ratos es inevitable sentir que uno ha venido a entrevistar a Supermán y que te atiende uno de esos héroes distraídos y vulnerables de Disney.
—¿Cuál es tu personaje preferido de Disney?
—Ninguno en especial. Porque de chico yo no miraba mucho dibujos animados, la verdad —sonríe—. Y después ya me vine a jugar al fútbol para acá.
Cuando dice ‘fútbol’ a Messi se le borra la sonrisa de la cara y se pone tan serio como cuando va a patear un penal. Es esa mirada circunspecta que estamos acostumbrados a verle por la TV. Messi no se ríe cuando juega. El negocio del fútbol es demasiado serio: solo 25 países del mundo producen un PBI mayor que la industria futbolística. Es el más popular de los deportes y Messi el principal protagonista del show del balompié. En los meses siguientes de su visita a Disneyworld, llegaría más lejos que ningún otro futbolista de su edad. Ganaría seis títulos consecutivos con el FC Barcelona, sería el máximo goleador de la Liga de Europa, lo elegirían el mejor futbolista del mundo, se consagraría como el jugador más joven en marcar 100 goles en la historia de su club y se convertiría en el crack mejor pagado con un contrato anual de diez millones y medio de euros, unas diez veces más de lo que ganaba Maradona cuando jugaba en el Barça.
Mañana mismo Messi volará al principado de Mónaco para recibir, con un traje italiano hecho a medida, el trofeo al mejor jugador de Europa. Pero esta tarde lleva el flequillo peinado al medio, una sonrisa chueca y la camiseta amarillo fluorescente del Barça por fuera de unos pantalones cortos de entrenamiento. Es uno de los principales animadores de la rueda de la fortuna del fútbol, pero hoy luce como un chico desaliñado que viene a mirar el show.
Después de dominar el balón en Disneyworld, a Messi le quedaban aún unas semanas de vacaciones. Pudo haberlas continuado en el Caribe o en las islas Seychelles, pero decidió volver con su familia a la ciudad donde nació. Rosario queda al norte de Buenos Aires, en la provincia de Santa Fe. Es la tercera ciudad de Argentina y la tierra del Che Guevara. El último genio del fútbol repartía sus horas entre sus encuentros con amigos de la infancia y su estancia en la casa de sus padres en el barrio de Las Heras. Pero una semana antes de que acabasen sus vacaciones hizo sus maletas y regresó a Barcelona, donde siempre lo recibe Facha, su perro bóxer. Vive solo con esta mascota, y por temporadas viajan a acompañarlo la madre, el padre, la hermana.
La prensa se preguntó por qué un futbolista superestrella interrumpía sus días de descanso, siempre tan escasos. Messi dijo que volvía a entrenar para estar bien. Por esos días jugaba en la selección argentina las eliminatorias para el Mundial de Sudáfrica. Maradona era su entrenador y Messi sabía que podía ser su primer mundial como número diez titular. Quería regresar a Barcelona para continuar con el show, pero a la vez porque sentía que se estaba aburriendo allí.
—Cuando voy a Rosario me encanta. Porque tengo mi casa, mi gente, todo. Pero me cansa porque no hago nada —dice como quien levanta los hombros—. Estaba todo el día al pedo y también aburre estar así.
—¿No mirás televisión?
—Empecé a ver Lost y Prison Break. Pero me terminó por cansar.
—¿Y por qué las dejaste?
—Porque siempre pasaba algo nuevo, una historia nueva y aparte siempre otro te la contaba.
Messi se aburre con Lost. Messi es zurdo. Pero a primera vista parece que su fetiche es su pierna derecha: la acaricia como si de rato en rato tuviera que calmarla. Luego uno se da cuenta de que el objeto de sus caricias no es su pierna hiperactiva sino un BlackBerry que lleva en el bolsillo. Los futbolistas fuera de serie tienen hábitos que los acercan al resto de los mortales y eso parece que humanizara su genialidad. De Johan Cruyff se decía que fumaba en el vestuario minutos antes de entrar a la cancha. Maradona hizo de la cocaína su cómplice y enemigo. Hasta en la intachable vida social de Pelé no faltó quien lo acusara de disfrutar de la compañía de jóvenes menores de edad. La mayoría de futbolistas exitosos compran todo el tiempo cosas que sirven más para ostentar los beneficios del presente que para asegurar el porvenir. Nuevos coches deportivos, ropa vistosa, relojes aparatosos. Mientras Ronaldinho rentaba su casa en Castelldefels, Messi compraba la suya a tres calles de él: una edificación de dos plantas ubicada en la cima de una colina y con vista al Mediterráneo. A despecho de la caricatura de estrella con Rolex de oro, enormes gafas Gucci y modelo rubia del brazo, el genio que se aburre de las historias nuevas de la TV es adicto a los perfumes de moda. En su familia saben que una fragancia envuelta para regalo le arranca una sonrisa. El único objeto de su vanidad es tan efímero como invisible.
—¿Y cómo es uno de tus días normales, después de entrenar?
—Me gusta dormir la siesta. Y a la noche, no sé, voy a lo de mi hermano a cenar.
Para llegar a esta entrevista, Lionel Messi se había privado de un ritual que mantiene desde niño. Todos los días, después de las prácticas en el club, almuerza y se va a dormir. Dos o tres horas después, despierta. En general nunca interrumpe su rutina. Messi lo explica con su voz apagada en una de las canchas donde entrena. La siesta es para él una ceremonia cuya utilidad ha ido cambiando con el tiempo. De niño, el reposo del sueño, además de la medicación, le ayudaba a regenerar sus células. Messi dormía para poder crecer. Hoy dice que tiene otras razones para dormir por las tardes. Siempre lo hace de la misma manera. No usa la cama doble que tiene en su cuarto: se tumba con la ropa puesta en el sofá de su sala. Le da igual quedarse allí dormido mientras alguien friega los platos en su cocina o retumba una puerta que se cierra. Hoy Messi ya no necesita crecer: hace la siesta porque no le apetece hacer otra cosa después de apartarse de la pelota. La lista de entretenimientos que podría comprar acaba tarde o temprano por cansarlo. La siesta parece ser un antídoto. Nadie se aburre cuando duerme.
Hay algo misterioso en los genios y es normal que queramos desvelarlo. Los fans hacen lo imposible por tocar a sus ídolos. Es una forma de comprobar que son reales. Los periodistas, en cambio, les hacen preguntas para saber si su mundo privado se parece al de los mortales.
“¿Es verdad que es adicto a los videojuegos?”, le preguntó un periodista de El Periódico de Cataluña.
“Antes estaba enganchado. Ahora juego muy poco”.
“¿Mira fútbol por televisión?”, quiso saber un cronista de El País.
“No, no miro fútbol. Yo no soy de mirar”.
Antes de esta tarde a solas con Messi cientos de periodistas quisieron entrevistarlo. Uno de ellos arriesgó su vida en el intento. Messi no parecía darse cuenta. Una noche, acabado un partido por la Copa del Rey, un hombre amenazado de muerte lo esperaba en los túneles que conducen a los vestuarios del estadio del FC Barcelona. Era el escritor Roberto Saviano. Lo había buscado para conocerlo sabiendo que allí también lo podían matar. Desde que desnudó a la mafia de Nápoles en su libro Gomorra, ha vivido sin paradero conocido y con una custodia de más de diez guardaespaldas que lo acompañan adonde vaya las 24 horas del día. Esa noche le buscaron una butaca donde no pudiese ser alcanzado por un francotirador. Quería conocerlo en persona, darle la mano, pedirle un autógrafo, hacerle unas preguntas. Buscaba encontrarlo a solas, pero los guardaespaldas se negaron a despegarse de él. Decían que cumplían órdenes. Ellos también se morían por ver al futbolista que soñaba con conocer Disneyworld.
Uno espera nueve meses para que le concedan 15 minutos con él.
A Saviano, que había arriesgado su vida para ir a darle las gracias, Messi le dijo que en Nápoles se sentiría como en casa. Le dijo una veintena de palabras. No más.
Hoy, en la Ciudad Deportiva, después de contarme sus vacaciones en Disney, Messi me arquea las cejas como un actor del cine mudo que espera más preguntas. Es como un mimo sonriente, alguien que cambia de cara todo el tiempo. La electricidad de su cuerpo en los campos del fútbol hace que se le compare con un muñequito de PlayStation. Lionel Messi exige metáforas menos eléctricas y más surrealistas. El chico que nos divierte a millones no encuentra por las tardes nada más entretenido que tumbarse a dormir.
*****
Leo Messi no acostumbra a hablar con extraños de otra cosa más que de fútbol. Una de las excepciones es cuando pide comida a domicilio. Un día el carnicero de Messi estaciona su camión de reparto frente a la casa de su cliente más famoso, y con el gesto de un guía turístico me indica que, sobre el muro de su fachada, hay unas cámaras de vigilancia. Son las tres de la tarde y es probable que a esta hora la Pulga esté durmiendo. Nadie trepa la cuesta llena de curvas de Castelldefels para llegar hasta aquí a contemplar el Mediterráneo. Pero cuando se le antoja hacer un asado, Messi llama al carnicero y él se acerca con el pedido de bifes, achuras y chorizos. El carnicero, un argentino a quien sus amigos llaman ‘el Gallego’, se ha ofrecido a guiarme. La Pampa, el restaurante donde trabaja, sirve asado cocido a las brasas y vende carne de vaca argentina a domicilio. La casa de Messi está en la cima de una colina, al final de una calle angosta y rodeada de un bosque de pinos. Aquí no llega el transporte público. Es un sitio ideal para estar callado.
Hablar con él es un privilegio de gente como el entrenador, su papá y el carnicero. Aunque a veces ni del entrenador: Maradona, quien lo dirigió en la selección argentina, dijo que conseguir que Messi le contestara el teléfono es más difícil que entrevistar a Dios. Jugar al detective que lo persigue hace que los informantes se dividan entre quienes se jactan de conocer en persona al famoso y los que recuerdan haberlo conocido antes de que la fama los apartara de su mundo.
Mónica Dómina fue la maestra de Messi de primero a cuarto grado en el colegio Las Heras. Una noche conversamos por teléfono de los años en que la Pulga ocupaba el primer pupitre de la clase.
—¿Usted le enseñó a leer y a escribir?
—Sí, pero no le gustaba nada la escuela. Lo hacía por obligación.
La voz de Dómina tiene el tono maternal de una maestra y la solemnidad de quien declara un testamento.
—Era muy tímido —me dice—. Tuve un grave problema para poder comunicarme con él.
—¿Y cómo hacía para incentivarlo a hablar?
—Tenía una amiga que se sentaba al lado suyo y me transmitía a mí todo lo que él quería decir.
—¿Era como su intérprete?
—Sí. Ella hasta le compraba la merienda. Actuaba como la mamá con el nene. Y él se dejaba que ella le dirigiera todo.
A la edad en que todos los niños preguntan, Leo Messi se comunicaba con su maestra a través de una ventrílocua de seis años. Hoy, como a los genios auténticos, no se le reconocen maestros. “Da la sensación de que Messi todavía no se trata a sí mismo de usted —dice Jorge Valdano—. Alcanzar esos niveles de celebridad sin confundirse es imposible, salvo que uno sea un superdotado o un autista”. A Lionel Messi se lo acusa de vivir dentro de una burbuja.
—¿Necesitaba un psicopedagogo?
—Yo recomendé a la mamá que lo llevara a la psicóloga —insiste la maestra—. Tenía que salir de su timidez y reforzar su autoestima. La tenía muy baja.
El carnicero de Messi tiene hoy la autoestima muy alta. En el restaurante donde trabaja han hecho del nombre de su cliente estrella parte de su plan de marketing. Es el maître quien ofrece a los fanáticos una visita guiada a través de una escenografía rústica: fotos de caballos colgando de las paredes, meseros vestidos de gauchos y el cartel de una vaca en la entrada. La Pampa es un restaurante de carretera con carta de vinos, a cinco minutos en coche de la casa de Messi. Los domingos al mediodía siempre llega alguien preguntando si es allí adonde el ídolo va a comer su plato preferido.
—¿Es cierto que lo que más pide es milanesa a la napolitana?
—Al menos acá, no —deslinda el maître—. Messi siempre come lo mismo: tira de asado.
De eso se tratarían sus dilemas fuera del campo: elegir entre una tira de asado y una milanesa a la napolitana. Un psicoanalista la pasaría mal intentando arrancarle más intimidad en un diván. Messi prefiere los sofás para la siesta.
—¿Y al final Messi fue a la psicóloga? —pregunto a la maestra.
—No me acuerdo —lamenta—. Lo que sí recuerdo es que su mamá siempre traía a clase los trofeos que él ganaba jugando al fútbol. Pero él se moría de vergüenza.
—¿Tuvo otros alumnos así de tímidos?
—No. Él era distinto. Todos querían jugar con él.
Dómina contesta rápido. Quiere decirme más.
—Era un líder que ejercía en silencio —dice como empuñando el teléfono—. Por acciones y no por palabras. Veo que ahora sigue igual.
—¿Qué imagen le queda de él?
—Lo veo chiquito y movedizo, con esa sonrisa de que escondía algo y sabías que algo iba a hacer.
—¿Lo ha vuelto a ver desde que dejó de ser su alumno?
—Nunca.
La maestra calla.
Pero Messi sigue asistiendo de algún modo al colegio: ha donado pupitres, útiles escolares, computadoras.
Hoy la Pulga observa el mundo desde sus ventanales que dan al Mediterráneo. Es un paisaje inmóvil que condena a las cámaras de vigilancia al aburrimiento. Están allí por si pasa algo, y la mayor parte del tiempo no pasa nada. El carnicero, si sabe algún secreto, no me lo dirá. Apenas soltará algunos huesos, como los que se lanzan a un perro, para que se lo devuelvan al amo. Antes de subir al camión de reparto para llegar hasta aquí, el maître me detuvo en la mesa número 12 del restaurante para contarme algo. Una noche Messi llegó con una chica en su Audi Q7, el coche que el club les da a todos sus jugadores. Pidieron asado de tira y chorizo. De postre, helado de dulce de leche. La cena fue a la luz de las velas. Messi presentó a la chica como su novia.
*****
Leo Messi empieza a fastidiarse de que le pregunte tanto sobre sus vacaciones. Se acaricia la pierna, que es su teléfono, y su mirada navega tras los árboles que circundan la Ciudad Deportiva. Sus ojos van y vienen como si persiguieran una pelota en un campo de golf. Le recuerdo entonces una noticia del periódico y de pronto el titular lo devuelve a la órbita. Se trata de su novia. Era un día de carnaval en Sitgets, un balneario al sur de Barcelona con aires caribeños, veraneantes gays y un festival de cine fantástico. El sol imitaba un día de primavera. En la fotografía, Messi, quien vive a unos kilómetros de allí, llevaba del brazo a una chica que apenas superaba la altura de sus hombros. La foto anunciaba un nombre: Antonella Roccuzzo. Una miniatura con apellido despampanante.
—¿Y lo de la novia? —le digo—. ¿Es verdad?
—Sí, desde chiquitos nos conocemos —dice como si abriera la envoltura de un caramelo—. Es la prima de mi mejor amigo.
Messi tiene amigos.
El mejor es Lucas Scaglia.
“La prima de mi mejor amigo”. Parece título de película italiana.
Serie B.
Un día Scaglia lo cuenta por teléfono.
En las divisiones inferiores del club Newell’s Old Boys de Rosario, los niños eran kamikazes que jugaban para Messi. Scaglia era el kamikaze número 5. Messi era un gran goleador tímido. Cuando se conocieron, empezaban la escuela primaria. A veces la Pulga se quedaba a dormir en casa de Scaglia.
Messi le resta melodrama.
—¿Y veías a la prima en su casa? —le pregunto en la Ciudad Deportiva.
Se inclina como si fuera a contarme cómo ganar más puntos en PlayStation. Pero en verdad me dice:
—Desde chiquitos los dos jugábamos. Y terminó en una relación.
Los Messi tienen su origen en Recanati, la ciudad del poeta Leopardi. En el paisaje de su infancia, dentro de la gran comunidad de inmigrantes en Rosario, los italianos son la familia más numerosa. La madre de la Pulga es Celia Cuccittini. Los primos son Biancucchi. Su mejor amigo es Scaglia. La novia es Roccuzzo. Los Scaglia y los Roccuzzo son primos. Sus padres administran un supermercado y comparten una casa de dos plantas. Messi llegaba a visitar a Scaglia. La novia del futuro vivía en el primer piso.
—¿Pero alguna vez ella te había rechazado? —le digo.
Son engañosas las fotos que congelan a Messi con el rostro desencajado en el instante de un zapatazo mortal. También las cámaras que lo enfocan cuando lleva la pelota en los pies. Ante la virilidad futbolera que exige aullidos de vencedor después de convertir un gol, Leo Messi es el único futbolista estrella capaz de provocarnos ternura con sus festejos, como cuando al final de un partido se lleva la pelota bajo el brazo con la cara de un niño que gana un peluche en el tiro al blanco. En la cancha, el pibe pierde todas las inhibiciones: llora, camina con la camiseta afuera, saca la lengua, pone cientos de caras. Podría haberme puesto una mala cara con la pregunta sobre si alguna vez su chica lo había rechazado. Pero Messi me responde con una mueca cómplice. Es el gesto de alguien que acepta jugar.
—Desde que nos conocimos, nos gustamos.
A la Pulga le sale una sonrisa chueca.
—Después estuve un tiempo sin ver a mi amigo y a ella también. Y en un par de años la volví a ver y, bueno, empezó.
De golpe Messi gira la cabeza como si un dedo invisible le tocara la espalda. Van diez minutos de entrevista y ya busca la salida, como el buzo que cuenta los segundos para volver a la superficie.
El resto de vidas parecen moverse con más lentitud.
La maestra ocupa el mismo puesto en la escuela.
La novia estudiaba Diseño de Modas y lo dejó.
El mejor amigo juega en el Panserraikos de Grecia.
La Pulga creció 37 centímetros en diez años.
Messi guardaba sus ampollas con hormonas de crecimiento en la nevera de su mejor amigo. Las llevaba con él cuando no dormía en casa.
Lucas Scaglia lo vio inyectarse más de una vez.
Se inyectaba cada noche.
En las dos piernas.
Una por una.
Lo hacía solo.
En silencio.
No lloraba.
Lucas Scaglia lo vio empuñando su hipodérmica. Pero Messi nunca le contó que le gustaba su prima. A Scaglia se lo contaron por teléfono, 13 años después de conocerlo, cuando jugaba en Grecia.
Su escasez de palabras no la reserva solo para la prensa.
“Messi únicamente produce titulares con los pies”, dice Valdano.
Una forma amable de hacer ver como virtud lo que la prensa ve como una carencia. El silencio de Messi no es el del que se reserva un pensamiento: es el silencio del futbolista que nos hace felices y que, felizmente, no tiene nada que añadir.
—¿Y que harán? —le pregunto a Messi—. ¿Se van a casar?
Una brisa mueve el aire espeso del verano en la Ciudad Deportiva.
—Estamos bien, así —me dice sin pensar.
Y de inmediato explica:
—Todavía no pienso en eso. Hoy no me siento preparado ni quiero. Creo que hay otras cosas antes de casarme.
Por primera vez Messi habla en voz alta del futuro. Sus palabras fluyen como si resbalaran con cautela por un tobogán. Es el tono entre tímido y prudente que usa frente a las cámaras de TV cuando comenta el campeonato que se propone ganar, solo que, en vez de goles y estrategias de juego, administra el tema de su novia y una boda incierta. Su vida privada es un relato intrigante y bien aprendido ante la prensa deportiva. Pero la realidad interrumpe su cuento de amor cuando por detrás de la cabeza de Messi se asoma de repente una mano. Es una mano con un, dos, tres dedos en alto. Es la mano del jefe de prensa del club que me advierte que se me acaba el tiempo. En minutos Messi volverá a extraviarse tras una pared de esta gran incubadora de cemento y cristal.
*****
Cada vez que viaja a Barcelona, la madre de Messi, Celia Cuccittini, intenta recuperar con él los ritos de su infancia: por las noches le acerca una taza de mate cocido, se sienta en su cama y le acaricia el pelo antes de apagar la luz. Las madres de los genios suelen desaparecer de los radares de la prensa y sus fanáticos. Buscar a la señora que le acaricia la cabeza a Messi es un tarea ingrata. Siempre se oye un contestador que anuncia que su teléfono está apagado. En la televisión de España, Celia Cuccittini aparece sonriente en una publicidad de postres que acaba con la voz aniñada de Messi diciendo gracias, mamá. La familia y el club han creado una burbuja que lo protege, una extensión del vientre materno donde no lo invada el mundo de los hombres rudos del fútbol. Desde Barcelona son 15 los números que hay que marcar a Rosario para comunicarse con su madre. La rutina de pulsarlos es tediosa. Una noche, después de dos meses de llamarla todos los días, la mujer aparece del otro lado de línea.
La voz suena despreocupada, como si estuviese haciendo otra cosa mientras me atiende.
Le pregunto si es la señora Cuccittini.
—No, soy la hija —me corrige.
—Buscaba a tu mamá.
—Mi mamá no está.
—¿Tiene otro teléfono donde pueda encontrarla?
—Sí, pero no me lo sé de memoria.
María Sol Messi tiene 16 años y hace un silencio como esperando que le digan quién llama. Está en su casa del barrio Las Heras y me dice que usa el teléfono de su madre porque el suyo se ha estropeado. Su imagen no es frecuente en las fotos que los paparazzi difunden de la familia Messi. Aunque a veces María Sol aparece en la prensa por casualidad. El día que a su hermano lo coronaron el mejor jugador del mundo, una cámara de TV la enfocó por unos segundos en la ceremonia: es delgada, tiene la cabellera castaña y los rasgos angulosos de su cara le dan un toque de severidad similar al de su hermano cuando está serio. El mundo de éxitos futbolísticos ha envuelto su vida desde niña. Cuando Messi viajó a Barcelona para probarse en el fútbol profesional, ella recién empezaba la escuela primaria.
—Al principio veía en la tele a mi hermano y no lo podía creer —me dice desafinada—. Es Messi pero sigue siendo la misma persona. No cambió.
—¿Vos mirás fútbol?
—Sí. Pero no lo miro con mi mamá. Me gusta más con mi papá.
—¿Por qué?
—Nadie quiere mirar los partidos con mi mamá. Aparece Leo jugando y empieza a gritar a la tele, llora, se pone muy nerviosa. Mi papá es más tranquilo.
María Sol Messi no espera más preguntas para continuar retratando a su hermano.
—Yo soy más como Leo —me advierte—. Me gusta estar en casa. Con una tele y la computadora soy feliz.
—Tu hermano —le recuerdo— me dijo que prefiere dormir la siesta.
—Sí. Viene de las prácticas, se acuesta en el sillón y ahí se queda toda la tarde. No sé cómo hace para dormirse rápido a la noche. Él es feliz así.
La hermana de Messi parece estar sola en casa.
El padre, que también vive en Rosario, es el representante de su hijo. Menudo y macizo, Leo Messi será igual a él dentro de 20 años. Cuando el Barça ganó el mundial de clubes a Estudiantes de la Plata en la capital de Emiratos Árabes Unidos, durante los festejos los espectadores confundieron a Jorge Messi con su hijo. Lo levantaron en hombros. Cuando era un adolescente, el papá de Messi también jugó en Newell’s. Tuvo que abandonarlo por el servicio militar, los estudios, el matrimonio. Era empleado en una siderurgia, pero la paternidad le permitió continuar el fútbol por otros medios. Cuando la Pulga empezó a asombrar en el Barcelona, sus dos hermanos mayores ya jugaban en las ligas inferiores de Newell’s. El negocio de la gran promesa futbolera nunca lo tomó desprevenido. Después de tener dos hijos varones y futbolistas, solo deseaba que el tercero fuese mujer.
Lionel Messi jugaba al fútbol como una pulga maravillosa y, como toda pulga maravillosa, no crecía. El esfuerzo por convertirse en jugador profesional tenía el motor de la ilusión deportiva, pero también el apuro de financiar su tratamiento médico. Cuando cumplió 11 años, Messi medía algo más de un metro y treinta centímetros, lo mismo que un niño de nueve. Desde el momento que lo vio, el médico supo que el diagnóstico era “edad ósea retrasada”, un trastorno provocado por déficit de GH, la hormona del crecimiento. Debía recibir una dosis diaria de somatotropina sintética para combatirlo. El tratamiento inyectable costaba mil dólares por mes, más de la mitad de lo que ganaba su padre entonces. El fútbol dejó de ser solo un juego y pasó a ser una tabla para salvarse del naufragio.
María Sol Messi entró en la adolescencia cuando las medicinas de su hermano ya no eran un problema familiar. Ahora participa de la fama de su apellido desde esa invisibilidad que tienen los hermanos menores, esos que ven todo sin que nadie los vea. La vida pública de su hermano le debe parecer un espectáculo para disfrutar ante un cubo repleto de palomitas de maíz.
—Una vez estábamos en el shopping mi mamá, mi papá, mi tío, mi tía, todos. Llamó Leo y nos dijo: “Voy para allá”.
Messi llegó al centro comercial y la gente lo rodeó. Todos lo querían tocar.
—Lo tuvieron que sacar con policías.
La inconciencia con que Messi vive la fama produce en su hermana una risa cómplice. Su voz suena cristalina del otro lado del teléfono. No es casual que entre los seguidores de Messi haya más niños y adolescentes que juegan PlayStation que adultos adictos a los calzoncillos de diseño. María Sol Messi cambia de registro tan rápido como un zapping de películas los domingos por la tarde.
—Cuando le va mal es mejor no hablarle —me cuenta—. Se queda tirado en el sillón mirando tele. Pero no lo hace de malo. Es que está bajoneado.
La Pulga tenía motivos para hacer horas extras en su sofá: había marcado solo dos goles en los últimos diez partidos de las eliminatorias al mundial de Sudáfrica, y los diarios argentinos seguían preguntándose por el paradero del genio. Lo veían como un extranjero con la camiseta equivocada. Lejos de su rutina en el Barça, el goleador de la Champions League se portó como un chico extraviado y triste. Parecía haber perdido la intuición, esa cualidad de saber hacer las cosas sin pensar, y que unida a su velocidad hace que Messi juegue siempre en tiempo futuro, un paso por delante de los demás. Vestido con la camiseta de Argentina, presionado por los deberes de la adultez, Messi pensó y, mientras pensaba, traicionó su juego, que consiste en la irresponsabilidad de la infancia. En el vestuario, esa cultura tan argentina como latinoamericana en la que el liderato lo ejerce un caudillo, se exige ser Maradona. Los caudillos políticos deben ganar adeptos antes de subirse al púlpito; los futbolistas caudillos los ganan en el vestuario antes de entrar en la cancha. El silencio de Messi sin goles empezaba a ser ruidoso.
La prensa argentina nunca lo había criticado tanto. Le pedían ser un padre severo cuando era el hijo tímido y travieso que siempre lloraba en sus momentos de frustración. En un juego de la Champions League, a pesar de que su equipo había ganado, Messi rompió a llorar en el vestuario por no haber jugado de titular. También había estallado en llanto el día que debutó en la selección mayor argentina y lo expulsaron sin haber cumplido un minuto de juego. Después de ganar seis títulos consecutivos, no pudo contener las lágrimas al quedar afuera de la Copa del Rey. Messi vive cada derrota como el fin del mundo, con un espíritu amateur que los niños suelen tener. Pero ante la frustración en la selección de su país, Messi no lloraba: miraba al suelo. En vez de lágrimas, una seriedad funeraria inundaba su cara.
—Estaba muy mal en ese momento —me dijo la hermana—. Todos lo saben.
—¿Y vos qué hacías?
—Yo le agarraba la mano.
Lionel Messi tiene las manos grandes de un arquero.
Cuando tenía cinco años, su abuela materna lo llevó de la mano a jugar fútbol por primera vez. Hoy el nieto le dedica los goles apuntando sus dedos al cielo. Desde entonces Messi no suelta la mano de toda su familia.
—Le agarraba la mano —añade María Sol—. Pero no le hablaba.
Su genialidad empuja a quienes lo rodean a renunciar a sí mismos para actuar de administradores de su talento y fortuna. Rodrigo Messi es el mayor de los tres hermanos y, después de su padre, el segundo filtro para llegar a ‘la Pulga’. Llegó a Europa con la idea de continuar su carrera futbolística que había empezado en Newell’s y ahora una de sus responsabilidades es hacer la cena para Messi. Al dejar las canchas, estudió Gastronomía y cada noche se encarga de alimentar a un genio que solo le apetece comer carne. Una tarde, en el bar de un hotel cinco estrellas, Rodrigo Messi me dijo que a su hermano no le gusta el pescado ni las verduras. Ese mismo día, había renovado contrato con el Barcelona por diez millones y medio de euros al año, y él venía de acompañarlo. Es el único de la familia que se quedó en Barcelona para ayudarlo a cumplir con el plan. De rato en rato suelta una sonrisa nerviosa y se pasa la mano por el pelo sin estar despeinado. En su casa suelen llamarlo con el apodo de ‘Problemita’, y su mayor problema no es pensar en el menú de cada noche. Es organizar la seguridad de Leo Messi.
—Cuando sale de casa después de cenar —me dice el hermano—, me quedo preocupado. A él no le gusta tener seguridad. Pero se la ponemos sin que él lo sepa.
—¿Qué crees que le puede pasar?
Rodrigo Messi concentra en una mueca nerviosa una multitud de peligros que ahora no puede enumerar.
—Con la fama aparece la envidia, la mala persona y hay que tener cuidado de todo —me advierte—. El fútbol es un mundo aparte.
Llevar el apellido de un genio es una sombra que inspira y castra a la vez. Al hermano de Maradona le fue tan mal con el balón que acabó jugando en Perú como si fuese la atracción de un circo. Cuando jugó en el Barcelona, el hijo de Cruyff demostró que solo había heredado los ojos azules de su padre. El hijo de Pelé fracasó como arquero del Santos y acabó involucrado en casos de tráfico de drogas y lavado de dinero. Para Rodrigo Messi la urgencia de cuidar a su hermano en un planeta desconocido y peligroso se ha convertido en la misión de su vida. En cambio, al otro lado del teléfono, María Sol prefiere hablar de una fiesta inolvidable.
—¿Y qué te regaló para tu cumple? —pregunto.
—Me regaló de todo. Estaba en España pero llamaba todos los días —me dice—. Quería saber de qué color iba a ser el vestido.
El futbolista que se duerme cuando no tiene un balón se desveló para festejar los 15 años de su hermana. Desde Barcelona, se aseguró de que reservaran el salón del mejor hotel de Rosario, que contrataran un servicio de catering para doscientas personas, que ella eligiera el vestido que más le gustara. Eligió también la música en vivo. Le regaló una cadenita de oro de la que colgaba un corazón, y un anillo.
—¿Y bailó?
—Sí. Y nos quedamos todos sorprendidos porque en el casamiento de mi hermano estuvo toda la noche sentado.
Era la primera vez en su vida que su hermana lo veía bailar.
Nadie le pide a Messi sorpresa mayor que la pura fantasía de sus goles. Una de sus gambetas puede ser tema de conversación durante meses, y los enamorados del fútbol les contarán a sus nietos que ellos lo vieron jugar. Sin proponérselo, Leo Messi es parte de los nuevos efectos especiales de la felicidad colectiva. Hoy también es el héroe de su hermana.
—¿Qué te gustaría hacer? —le pregunto a María Sol.
—Me gustaría irme a Barcelona a empezar teatro. ?Su voz de adolescente se afina en convicción.
—Me gustaría ser algún día como mi hermano —me dice—. Pero en actriz.
María Sol Messi lo dice con la seguridad del que siente que todo es posible. Incluso negar la idea de que solo puede haber un genio en la familia. Aún no sabe que detrás de todo arte se esconde un calvario. El de su hermano puede ser el aburrimiento que lo acecha cuando se aparta de las praderas del balón. Sin espectadores ni aplausos, para Leo Messi el show debe continuar cada tarde, en el silencio de su casa, cuando va a cerrar los ojos y deja caer su cabeza sobre un almohadón.
*****
Leo Messi prefiere no recordar ciertas cosas de su infancia. Faltan tres minutos para que acabe la entrevista y suelta el gesto de fastidio que pone cuando le anulan un gol: el mentón hundido, la boca torcida, el ceño apretado. Es su reacción cuando ve un libro asomarse en mi mochila. Haber sacrificado su siesta no es lo que incomoda esta tarde a Messi. Antes de que cumpliera 22 años, en España ya se habían publicado dos biografías sobre él. Una de ellas, El niño que no podía crecer, de Luca Caioli, celebra la epopeya futbolística de la Pulga en el desmesurado mundo del balón. Hoy Messi lo mira con recelo.
—Ahí salen cosas que no tenían que salir —me advierte señalando el libro con su barbilla.
En el melodrama futbolístico de su infancia, Messi aborrece unos episodios. Tenía 13 años cuando subió por primera vez a un avión y cruzó hacia Europa con su padre. Un tercero viajaba con ellos.
—Lo recuerdo como si fuera hoy —me dice Fabián Soldini al teléfono.
Si todo salía bien en el viaje, un agente debía ocuparse de los contratos. Soldini habla de Messi con tono paternal.
—Era tan bueno —insiste— que nos ofrecimos a pagarle el 50% de los medicamentos que necesitaba para crecer.
Era un producto de exportación y el agente vio su destino en España.
En un video casero, el niño Lionel Messi hace 97 toques con una naranja y 130 con una pelota de tenis.
Los esféricos no caen al suelo.
El agente lo filmó haciendo esos malabares.
Envió copias a sus contactos en Barcelona.
—¿Cómo era Messi a los 12 años?
—Muy introvertido —recuerda Soldini—. Cuando lo llevábamos al médico le costaba sacarse la ropa para que lo revisaran.
Le costaba también separarse de su familia. En ese primer viaje a España hubo una escala de Rosario a Buenos Aires que para Messi fue dramática.
—No paró de llorar —me dice el agente—. Parece que ya sabía que no iba a volver.
—Era frágil —le digo—. Pero cuando juega se lo ve muy aguerrido.
—Sí. El desafío lo incentiva. Él siempre necesitó jugar por algo.
Soldini responde al instante todas las preguntas, como si se las hiciera a sí mismo todas las mañanas.
—Una vez le prometí que si hacía cinco goles le regalaba un conjunto deportivo Puma.
Eran sus primeros días en Barcelona.
La Pulga vivía en una habitación del hotel Plaza, en el barrio de Sants. Desde su ventana veía las torres venecianas, las estribaciones arboladas del Montjuic, la Plaza España. En su cabeza solo cabía una idea: tenía 17 días para demostrar lo que sabía hacer con el balón. Se había ido del país donde ningún dirigente de club quería pagarle el tratamiento para crecer y en Barcelona se jugaba el futuro en los partidos de prueba. Minutos antes de entrar al vestuario, la Pulga se detuvo.
—Tenía vergüenza de entrar solo —dice Soldini—. Lo tuve que acompañar.
Esa tarde Leo Messi hizo cuatro goles y le anularon uno.
El agente cumplió su promesa y le dio su regalo.
Hoy, en la Ciudad Deportiva, Messi mira con recelo los libros que cuentan esta parte de su vida.
—¿Y qué cosas no tenían que salir? —insisto mientras hojeo sus páginas.
—De esas cosas —me dice— mejor tenés que hablar con mi viejo.
Su padre se sobresalta cuando va a hablar de negocios.
—Leo nunca tuvo representante —enciende su voz en el teléfono—. No quiero hablar de eso.
De lo que el padre no quiere hablar es de una demanda pendiente. La empresa de su exagente reclama el cobro de los días en que Soldini y sus socios se encargaron de que Messi llegara a Barcelona. Horas invertidas cuando el futuro de la Pulga era todavía incierto. Hoy Soldini agrava su voz desde Argentina.
—Ya ni me saluda —me dice sobre Messi—. Y tuve que ir al psicólogo por eso. Yo le dije: a mí no me mataste la billetera. Me mataste el corazón.
Leo Messi debió acomodarse a la lógica del negocio. El video en el que hacía malabares con una naranja acabó publicitando una tarjeta de crédito. Soldini, el videasta de aquella función infantil, se enteraría por la televisión. El fin de la inocencia amateur fue el principio de la codicia industrial: el primer gran compromiso por la Pulga se pactó en una servilleta. El entonces director deportivo del Barça, Carles Rexach, lo vio jugar siete minutos y, frente a un agente intermediario, tomó la servilleta de un restaurante y firmó un compromiso de contrato. No quería que otro club se apoderara de Messi. El Barça se adueñó de su futuro en la precariedad de un papel descartable. En menos de una década, un chico veinteañero pasó a ganar cuatro veces más de lo que Barack Obama declara por la venta de sus libros y por presidir el país más poderoso de la Tierra. Su apellido es una marca registrada que funciona como empresa familiar con el nombre Leo Messi Management. El genio del fútbol ha grabado anuncios publicitarios para bancos, refrescos, líneas aéreas, videojuegos, máquinas de afeitar, y posado en publicidades de calzoncillos y pijamas. Un pijama que no necesita para dormir la siesta.
Leo Messi Management vuelve a girar la cabeza y no encuentra al jefe de prensa que debe rescatarlo. Su impaciencia es la de un alumno obediente que espera que alguien toque la campana del recreo para irse. Juanjo Brau, el fisioterapeuta que sigue a Messi por el mundo, dice que un modo de entenderlo es observar la posición de su cabeza: cuando la agacha, es como si se colgara un cartel que dice no molestar. La mayoría de las estrellas del balón tienen una actitud que los hace parecidos a sí mismos dentro y fuera del campo: el andar con el pecho afuera de Maradona, la sonrisa de carnaval de Ronaldinho, la lentitud elegante y aristocrática de Zidane. Lejos del balón, Leo Messi parece un clon sin baterías del jugador electrizante que todos conocemos. Un mal representante de sí mismo. El jefe de prensa no viene por él, y la Pulga está a punto de levantarse. Pero antes echa una mirada a su teléfono y comprueba que nadie lo ha llamado.
—¿Guardás tus fotos ahí? —interrumpo.
Messi se calza las chancletas como si se estuviese levantando de la cama. Se despereza.
—Mandar sí que mando —me dice—. Pero no soy de guardar fotos.
El jefe de prensa aparece agitándome los brazos como el árbitro que expulsa a un jugador. Es el fin. Leo Messi ha apartado los ojos de mi mochila, donde están los libros que cuentan su historia y que él no quiere leer. Los libros son para él como unos vecinos que no le apetece saludar. Una vez su entrenador Pep Guardiola le regaló uno. Confió en que su título sería intrigante para un jugador que siempre gana. Pero también quiso enviarle un mensaje envuelto en papel sorpresa. Se trataba de la última novela de David Trueba: Saber perder.
—¿Y lo leíste?
—Lo empecé porque me lo regaló él —me dice, por Guardiola—. Pero no me gusta leer.
—¿Sabés que cuenta la historia de un pibe que viene de Argentina y conoce una chica acá?
—Sí, después pregunté y me lo contaron.
Saber perder.
Lionel Messi sigue llorando cuando pierde. Hoy, en la Ciudad Deportiva, se despide con un apretón de manos que no aprieta, tan relajado y ausente como él mismo cuando no lleva la pelota en los pies. Aquí se mueve y habla y calla con una pereza engañosa que desaparece ante sus rivales. En su edad de oro, Ronaldinho despistaba defensores ocultando una jugada letal tras una sonrisa; Messi desconcierta al mundo con su presencia distraída. Mañana volveré a verlo por la TV, cuando lo premien como el mejor futbolista del año en Europa, uno de los 20 trofeos que ha recibido esta temporada. Llevará un traje italiano de entallado justo y que, aun así, le queda como prestado. Después volverá a su rutina doméstica en cámara lenta, la paradoja perfecta del chico más impredecible en los jardines del mundo. Pero esta tarde, en unos minutos, Messi conducirá su coche, solo y cuesta arriba hasta su casa con vista al Mediterráneo, para acabar hundido, como siempre, en el hipnótico sopor de su sillón.