11 de agosto de 2016

Testimonios

Así salí del clóset y me casé

El escándalo sobre las cartillas para fomentar el respeto a la diferencia sexual en los colegios —que ha incluido marchas de familias indignadas en varias ciudades—, ha puesto una vez más sobre el tapete el tema de la tolerancia hacia la población LGBTI. En SoHo esperamos que el testimonio de este periodista, quien salió del clóset, se casó y hoy vive junto a su marido, contribuya a superar los prejuicios que aún persisten.

Por: Guillermo Zenizo Lindsey

A veces, la mayor lucha es la que se libra consigo mismo. Parece fácil de entender, pero a mí me tomó varios años y más de 8.700 kilómetros para hacerlo. Cuando uno va madurando aprende a escoger sus batallas, y esa era una que no tenía caso seguir librando.

Una estancia en Madrid, España, por poco más de un año para estudiar un máster me permitió, fuera de mi entorno social y familiar en Monterrey, México, aceptar que a mí me gustan los hombres. De hecho, desde que tengo uso de razón me han llamado más la atención que las mujeres, pero había aprendido muy pronto que eso no estaba bien visto, o que no era lo deseado.

La vida es muy corta como para fingir todo el tiempo. A veces me quiero reprochar no haber tomado esa decisión antes, pero caigo en cuenta que todo ocurre en su momento, y seguramente no estaba preparado para asumirlo previo a mis 27 años.

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Como periodista estoy acostumbrado a dar la voz a otros, pero ahora me ha tocado escribir sobre mi experiencia, precisamente porque la matanza en el bar “Pulse” en Orlando, Estados Unidos, así como la ocurrida en el “Madame” de la ciudad de Xalapa, México, que pasó casi desapercibida incluso para los mexicanos, evidencia el peligro latente para quienes deseamos amar libremente por quienes consideran que no merecemos los mismos derechos.

Ser homosexual sigue siendo difícil en Latinoamérica. Para quienes nacimos dentro de una tradición judía, islámica o cristiana (católica o evangélica), como fue mi caso, sabemos que la homosexualidad es básicamente un pecado, una desviación, cuando no es considerada una perversión.

Fue precisamente la fe la que inicialmente me impidió ser honesto conmigo mismo, pensando que Dios podría quitar de mí los sentimientos y deseos hacia los hombres. No fue así y comprendí que nadie elige ni puede cambiar su preferencia sexual, pero uno sí puede decidir asumirla sin tapujos, aun ante el posible rechazo social. Para eso tuve que dejar de tener vergüenza de mí mismo al verme al espejo.

Dejar de pelear contra mi propia naturaleza fue posible cuando vi que no todo encaja con los estereotipos y que hay diversidad dentro de la diversidad; que ser gay no significa dejar de ser quien eres o tener que asumir otros modos, y que no debía estar preocupado por lo que pensaran los demás, pues de ellos no depende mi bienestar. Eso fue determinante para casarme con quien ese día elegido cumpliría cinco años de relación.

Otra barrera a superar fue renunciar a mi ilusión de una boda tradicional con una mujer y de tener hijos de manera natural, lo que la psicoterapeuta Marina Castañeda define como el duelo por la heterosexualidad, que se extiende a los padres. En esto, el amor y aceptación de mi madre, a quien temía decepcionar cuando hablara con ella de esto, fue un soporte en este nuevo proceso una vez que regresé a México. Aun así, y a pesar de su manifiesto cariño hacia su yerno, un par de veces ha intentado constatar si no estoy confundido o padezco misoginia, a causa del interés que algún momento manifesté por algunas mujeres. Una de esas ocasiones ocurrió dos semanas antes de mi casamiento y le respondí que actué conforme a lo que la sociedad nos enseña que debemos ser.

En cuanto a mis dos hermanas, una de ellas no lo podía creer, pero siempre se ha comportado con amor y sin rechazo hacia mí o hacia mi pareja, a pesar de lo cual, incluso después de mi boda —la cual apoyó y disfrutó— llegó a decir públicamente que seguía sin estar de acuerdo con mi relación, pero no me podía cambiar. Cuando la confronté en privado por ese comentario, se disculpó conmigo. “Para mí esto es nuevo y estamos aprendiendo todos”, me dijo.

La otra, que expresó haber sospechado mi preferencia sexual antes de contarle al respecto, había tomado bien las cosas los primeros años, pero por un fuerte apego reciente a su religiosidad rechazó acudir a mi fiesta nupcial y, en cambio, invitarme a rechazar ese camino mientras todavía tenía oportunidad.

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Esa ha sido la constante con mis amistades y conocidos. Facebook, que ha fungido como asimilador para muchos, ha permitido hacer una depuración entre aquellos a quienes vale la pena mantener dentro de círculos amistosos o familiares, y con quienes no vale la pena ni discutir.

Ha sido triste ver cómo quienes, sobre todo los más comprometidos con alguna causa religiosa (sin generalizar), apoyan abiertamente movimientos contra el matrimonio entre personas del mismo sexo con una sarta de prejuicios o llegan a tratar de convencerme de que estoy haciendo mal por amar a otro hombre, para rematar con un “te consideraba una buena persona”.

Alguien muy querido, que en un inicio me aceptó muy bien y tiempo después cambió su parecer cuando le informé que tenía pareja, me dijo que, si bien la atracción hacia los hombres podría ser natural, también debía controlar mis deseos, así como las uñas crecen y uno las tiene que cortar. Me cuesta comprender por qué compartir mi vida con alguien supone menor aceptación que quedarme solo.

Aunque había desechado la idea del matrimonio, mi ahora marido y yo nos animamos a dar un siguiente paso, conscientes de que enfrentaríamos varios rechazos. Más que una formalización de los años de vivir juntos, lo tomamos como una declaración, una especie de salida del clóset pública, a pesar de que nuestra boda sería un evento privado e íntimo.

En una sociedad que cada vez se acostumbra más a estos eventos sociales, los preparativos fueron como los de cualquier otra pareja, gracias a lo que otros han ido construyendo. Ciertamente para muchos sería su primer enlace matrimonial entre personas del mismo sexo y despertó curiosidad.

Fue decepcionante no poder hacer el trámite nupcial en Nuevo León, territorio en el que habitamos, a menos que hubiésemos decidido hacerlo con demora por la vía del amparo. Afortunadamente lo pudimos hacer en el vecino (y pionero en el tema) estado mexicano de Coahuila. Ese mismo día celebramos la fiesta, en la que hubo el tradicional vals, e innovamos en lanzar a los invitados congregados unos moños multicolores que portamos.

Una boda es un momento ideal para darse cuenta con quiénes se puede contar, tanto por quienes estuvieron presentes y lo gozaron, como por las muestras de afecto a distancia y quienes por cualquier pretexto decidieron no acudir.

El evento lo hicimos para celebrar con nuestros seres queridos, más que como una postura política. “No son bandera de nadie, sino dos personas más que deciden unirse en matrimonio”, nos dijo la oficial del Registro Civil local que en una ceremonia simbólica previa a la fiesta nos dirigió unas palabras por su cariño hacia nosotros.

Lejos va quedando aquella vez en la que sufrí burlas en la escuela durante mi preadolescencia por considerárseme afeminado tras haber evidenciado mi atracción hacia mis congéneres. De todos modos, a pesar de las condiciones favorables de las que ahora gozamos, mi esposo y yo cuidamos nuestras demostraciones públicas de afecto y, aunque no nos dejamos dominar por el temor, nos sabemos susceptibles a muestras de odio por el simple hecho de ser distintos a lo que se nos ha enseñado que es la norma.

La no discriminación se ha ido institucionalizado en nuestras sociedades modernas, pero todavía hace falta erradicarla de nuestras mentes, donde no hay juez más que uno mismo.

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