23 de septiembre de 2010
Zona crónica
¿Cómo es casarse con una coreana?
El matrimonio es ya suficientemente aterrador para los hombres mortales. Hacerlo con una coreana en una ceremonia confucionista puede incluso ser más traumático. El escritor Andrés Felipe Solano pasó por eso y relata su experiencia.
Por: Andrés Felipe SolanoMi idea del enlace matrimonial era parecida a una vertiente expuesta por el filósofo y matemático Bertrand Russell en su libro Matrimonio y moral (1929). Russell defendió los "matrimonios experimentales o de compañía" como la unión formal en la que los jóvenes podían tener de forma legítima relaciones sexuales sin esperar permanecer casados a largo plazo o tener hijos. Es lo que hoy se conoce como irse a vivir juntos. En el mismo libro, el premio Nobel defiende la libertad sexual consensuada entre los jóvenes. Con esa idea en la cabeza le sugerí a Soojeong Yi, una muchacha coreana que conocí el último de los seis meses que pasé en Seúl, que viniera a Bogotá. Ella tenía planes de estudiar español en México desde antes de conocerme, así que en mi defensa puede decirse que no la estaba trayendo al otro lado del mundo con argucias o motivos bajos. Soojeong aceptó. O mejor, Cecilia aceptó. Ese es el nombre con el que su madre la bautizó cuando eran católicos. Ya no lo son. Es común entre ciertos coreanos tener nombres occidentales y algunos incluso parecen sacados de un santoral. En Corea del Sur conocí a dos hermanas, eximias bebedoras, que se hacían llamar Lourdes y Agnes. Como dije, Cecilia y yo tomamos la decisión de vivir juntos con rapidez y sin mucho aspaviento. Ella retrocedió 14 horas en el tiempo y llegó una noche de marzo a Bogotá. En aquel desapacible corredor del aeropuerto donde hay que esperar a los viajeros entre codazos pensé que estaba cometiendo un error y que mi castigo incluiría sangre y fuego. Cecilia tuvo a bien desarmarme con una frase en español que había ensayado en la sala de espera de Vancouver, donde tuvo que hacer escala. La soltó en medio del frío bogotano:
—Llévame a comer empanada.
Yo, que estaba malacostumbrado al culebrón insano, a mujeres que salían corriendo descalzas en mitad de la noche, a sus montañas rusas emocionales, a sus caprichos y pataletas, me deslicé los siguientes seis meses como un surfista profesional en la Polinesia Francesa. Fue extraño pero no me aterró ver de un día para otro una pirámide de tacones diminutos en mi armario, un tambor en forma de reloj de arena en el pasillo —Cecilia estudió música tradicional—, un pote de pasta de soya fermentada con ají molido en la nevera, cuatro tarros de champú diferentes en el baño, uno con extracto de té verde, en la biblioteca una colección de Vagabund, su manga japonés preferido, y unas gafas de aumento que usa en las noches para leer las noticias. En la cama Cecilia a veces comenta sucesos del tipo: hace una semana Kim Jong-il, el dictador de Corea del Norte, se fue de visita oficial a China. Durante sus viajes usa un baño especial y después se lleva toda su porquería de regreso a casa. Me explica que es un paranoico, está muy enfermo y que por eso le da miedo que alguien quiera recoger sus excrementos para practicarles exámenes de laboratorio.
Nunca fui muy afecto a las sopas pero con los días mi estómago fue pidiendo con más frecuencia un caldo de pescado ultrapicante salido de sus manos. Después mis tripas reclamaron por lo menos una vez a la semana una especie de panqueque de calamar y camarones, noodles con hongos y cebolla larga, sushi de atún o finas lonjas de cerdo marinado que se envuelven en hojas frescas de lechuga o ajonjolí. Ella a su vez peleó hasta lograr meter una bandeja paisa en nuestra dieta, de preferencia los sábados, y patacones con guacamole los domingos. Sin embargo, una cuestión legal empezó a enturbiar nuestra creciente felicidad: cada dos meses teníamos que ir a pagar 250.000 pesos al DAS para que le extendieran su visa. Dispuesto a ceder en mi ideario russeliano le propuse que nos casáramos por lo civil. Exultantes de solo pensar en librarnos de la traba burocrática y las filas bancarias contrajimos matrimonio en una ceremonia a la que asistieron no más de 30 personas. Medio año más tarde decidimos ir de vacaciones a Corea. ¿Por qué no aprovechan y se casan? Esa fue la respuesta de su madre a nuestro anuncio. Jamás imaginé llegar a casarme dos veces y mucho menos con la misma mujer. De la nada se desplomó el andamiaje de Sir Bertrand y empezó a funcionar la maligna lógica que reza: una vez untado el dedo untada la mano. El perfecto desconocido en el que me convertí además de todo eligió el rito tradicional coreano para casarse.
Una polilla que revolotea alrededor de un bombillo y de cuando en cuando se estrella con renovado impulso hasta que finalmente cae muerta. Ese fui yo cuando traté de hablar sobre el tema del sombrero. El vestido, el sitio, los invitados, la comida, todo en realidad me tenía sin cuidado. Para ser justos a ella tampoco le importaba mucho pero si pasábamos la prueba de esa tarde sus tías nos financiarían un viaje en barco a Japón. La cosa es que el sombrero aquel era algo que no podía dejar pasar por alto. Había visto unas fotos de un portal en el que extranjeros se casan con coreanas por el rito confucionista. Todos aparecían al lado de sus esposas con una sonrisa que lindaba con la idiotez y un sombrero que solo se le vio bien al aguerrido almirante Yi Sun Shin, que rechazó 23 veces los ataques del colonizador japonés Toyotomi Hideyoshi en 1592. Y yo, por supuesto, no tengo nada en común con el héroe coreano que usó un barco protegido por una caparazón de metal a semejanza de una tortuga y así inventó el primer acorazado. Por eso la pregunta: ¿es absolutamente necesario que use el sombrero? La deslicé recién levantados, con un sol esplendoroso entrando por la ventana, al llegar alicorados de una fiesta, después de invitarla a un opíparo almuerzo, desde la ducha, entre silbidos. Siempre esquivó la respuesta hasta que desesperada por mi insistencia dijo en su español, a estas alturas casi mejor que el mío: sin sombrero no hay tías y sin tías no hay viaje en barco. Qué podía decir. Dos horas de sombrero a cambio de llegar por mar a Japón. Puesto de esa forma usar el maldito sombrero no era un sacrificio mortal. Para no entregarme esposado y con la cabeza gacha puse una condición: el mínimo de fotos posible. Obviamente todos los invitados llegaron con cámara y mi suegra contrató un equipo para grabar toda la ceremonia tan grande como si fueran a cubrir los Juegos Olímpicos.
Me acuerdo poco de las horas antes del matrimonio y la ceremonia aparece en forma de manchones coloridos. Eso sí, estoy seguro de que me negué a que me maquillaran con polvos de arroz, y aún me da vueltas en la cabeza el tipo de ropa interior que me obligaron a usar debajo de mi traje azul, que tenía dragones bordados en los hombros, el pecho y la espalda. A pesar de mis súplicas, Cecilia nunca me aclaró en qué iba a consistir el rito. Para escribir este artículo vi por primera vez y con no pocos temblores, el video de la ceremonia. Fue así.
Me casé en segundas nupcias un día de verano, a las dos de la tarde, en una antigua escuela confucionista. Fue en Busán, el puerto donde nació Cecilia, la única ciudad que quedó en pie después de la guerra de Corea y que ahora es sede de uno de los astilleros más grandes del mundo. En una de las paredes del pabellón principal de la escuela cuelgan los retratos de los 30 maestros que la han dirigido a lo largo de cuatro siglos. Después de ponerme ante ellos el gorro, el símbolo final de la derrota, caminé desde la entrada escoltado por dos hombres con vestidos tradicionales y sombrillas en las manos. Me acuerdo del graznido de los cuervos y de una gota de sudor bajando detrás de mi oreja derecha. Al principio tuve que llevar la cara tapada con una especie de banderín rojo. El hombre a la derecha me diría qué hacer. De todas las veces que debí inclinarme, ante el padre, ante la madre, ante el anciano oficiante, me equivoqué en la más importante. Tenía que hacer una reverencia profunda, de rodillas, ante un par de patos de madera envueltos en un paño rojo y azul. Pasé derecho ante las aves. La gente en lugar de entrar en pánico se rio y eso creo que fue peor. Me alcancé a sentir algo miserable, un poco payaso, pero desde su esquina la diminuta Cecilia, envuelta en un vestido tan grande como una tienda de campaña, me calmó. Me hizo sentir que no estaba solo en el mundo y saberlo fue grato, me consoló y ya no importó que derramara una copita con un líquido que me hicieron tomar, o el molesto pedazo de nuez que quedó entre mis dientes durante otra parte de la ofrenda o que al final una cantante me obligara a darle cortos besos en público a mi antigua-nueva esposa cada vez que ella mencionaba la palabra amor. El final del rito lo marcó la firma de un papel oficial en el que escribieron mal mi nombre. Para las autoridades de Corea soy Andreas Milano, un diseñador de dudosa categoría o incluso un stripper llanero.
Libres de nuestros engorrosos vestidos nos entregamos en un restaurante junto a sus familiares a un banquete que entre otras maravillas incluyó cangrejitos en salsa roja, pescado al vapor en salsa de soya y mucho licor de arroz. A las pocas horas atravesamos en la oscuridad el estrecho de Japón rumbo a Osaka en un ferry naranja, conducido por rusos. Hoy, Cecilia me da todas las noches antes de dormirnos unas píldoras verdes. Ella dice que es un suplemento vitamínico a base de algas, yo no le creo mucho. A decir verdad, siento que me envenena con dulzura, que pierdo mis facultades con los días porque como van las cosas creo que me gustaría envejecer a su lado. Eso sí, cuando dejo de tomar las pastillas el querido viejo Russell, que se casó cinco veces, me habla en secreto.