28 de noviembre de 2012
Zona Crónica
Lo que averigüé de Jairo Varela (y quería decir antes de que se muriera)
Desde casi un año antes de su muerte, SoHo le encargó al periodista Juan Andrés Valencia un perfil del director del Grupo Niche, quien nunca quiso hablar con él. Pero la investigación fue tal que encontró detalles que ni sus más fervientes seguidores conocen.
Por: Juan Andrés Valencia CáceresCrónica sobre esa vida desconocida de uno de los grandes de la música.
Ahí adentro está el maestro, con el rostro adusto y los ojos bien cerrados. Esta vez no lleva puestos sus lentes de dos dioptrías ni alguna de sus tantas bermudas de mezclilla. En cambio, un traje oscuro lo hace lucir impecable. Mientras el nudo de su corbata azul contrasta con una base facial recién maquillada, los puños de su camisa celeste ocultan una jota tatuada que lleva en su muñeca izquierda desde los 17 años.
Allá afuera del teatro Jorge Isaacs, cientos de personas están esperando su turno para poder saludar al maestro, que hace 55 minutos llegó custodiado por la policía en un Ssangyong Stavic negro. En ese lapso, varios vendedores ambulantes llegaron ofreciendo discos piratas con los grandes éxitos del Grupo Niche, mercancía que se fue agotando mientras la brisa refrescaba la temperatura de otra calurosa tarde en el centro de Cali.
La gente, que parece ahogarse en un gran rumor de conjeturas e hipótesis, todavía no sabe que yo llevo ocho meses tratando de entrevistarlo, pero que no solo se niega a hacerlo, sino que también ha llamado a varios de sus amigos y familiares para decirles que no me cuenten nada. Esa misma gente también ignora que antier Jairo Varela había recogido, sobre las 4:30 p.m., a su compadre y mejor amigo, Héctor Murillo, para invitarlo a cenar donde su hermana Gloria. Allí, mientras ella calentaba unos tamales al baño de María, veían un resumen de Usain Bolt en los Juegos Olímpicos.
—Ve, Sardina, ¿sabías que una vez un atleta chocoano dejó regado a todo el mundo en una carrera en Pereira?
—Y al hombre lo descalificaron porque invadió varios carriles. ¡No tenía ni idea de que eso no se podía hacer, y seguía corriendo el berraco ese!
El fútbol también le encanta. Cuando vivía en Quibdó, por allá en los cincuenta, era hincha de Santa Fe; luego, cuando se fue a Bogotá en los años sesenta, se cambió a Millonarios, y después, cuando llegó a Cali, a finales de los setenta, el América lo convirtió para siempre. De ese fanatismo nació Himno de fe y alegría.
Lo que tampoco saben ellos es que a Jairo la política no le gusta, y no le gusta porque siempre sufre con cada insulto que a Piedad Córdoba, una de sus mejores amigas, le espetan a diario, y a pesar de que Mi pueblo natal haya sido la canción de los secuestrados, cuando iban con ella hacia Villavicencio:
Ya vamos llegando, me estoy acercando
No puedo evitar que los ojos se me agüen...
Jairo, que siempre ha tenido miedo a volar, hace todo lo posible por no hacerlo. Por eso es que casi nunca acompaña a su orquesta en las giras. Pero cuando quien los contrata exige su presencia, no le queda más remedio que tomar brandy para mitigar los nervios y el vacío que siente en el aire.
Por eso es irónico que justo esta canción se haya cantado en un helicóptero, cuando su letra, dice Waldir Rentería, asesor de Piedad, nació en un bus. En 1979, el compositor Nelson Barrios llamó a Jairo para que grabara un comercial de la Lotería del Chocó. Él viajó por tierra con su hermano Enrique y cuando pasaron por el punto del 18, a pocos kilómetros del pueblo, divisó unas titilantes luces que lo inspiraron para improvisar una copla que se convertiría en noticia 33 años después.
Lo anterior, por supuesto, no lo saben esos que ahora cantan a capela Cali pachanguero, como tampoco lo sabía Sardina en el preciso momento en que se llevaba el último trozo de tamal a la boca. Luego se quedó mirándolo fijamente y le preguntó sobre lo que el concejal Jorge Durán había dicho dos semanas atrás:
—Ve, Jairo, ¿y vos qué opinás de la “merienda de negros”?
—Váyase para la mierda, le hubiera dicho. Y me vale tres tiras de mierda. Váyase para la mierda, indio, le hubiera dicho, sin pensarlo dos veces.
Jairo tiene dos formas de expresarse: una sensible y poética, capaz de transformar cualquier anécdota en canción, y otra más cruda y rudimentaria, que usa en su día a día. En su forma de hablar, lenta y pausada, con una voz grave y raspada por el humo de los cinco paquetes de cigarrillos Pielroja que se fumaba todos los días, existen dos superlativos que resumen su carácter entusiasta: “lindísimo” y “bellísimo”.
Lindísimo era el Quibdó que lo vio nacer, un pequeño pueblo a orillas del río Atrato, con casas hechas de madera de palma. La suya—donde vivía con su madre, Teresita, y su abuela, Teresona— era grande, de tres pisos y tenía una bita que alquilaban por dos pesos para que los pescadores enlazaran sus balsas mientras vendían la pesca de la mañana.
Lindísima no fue la prolongada enfermedad que padeció durante sus primeros ocho años de edad, una gastroenteritis que lo obligó a aislarse, como monja de clausura, durante ese tiempo dentro de una batola para contener la diarrea. Varios fueron los médicos, enfermeros y curanderos que lo trataron sin éxito. Le recetaban pastillas, le cuchareaban jarabes y le frotaban ungüentos, pero ni la ciencia ni la naturaleza querían aliviarlo.
Para la vida que estaba viviendo, lindísimos eran los sonidos que entraban por el balcón buscando su oído: el coro de la escuela de solfeo del padre Isaac; las notas sueltas de la casa de los García Carrasco, expertos fabricantes de instrumentos musicales; el cotilleo del mercado y el ronroneo del Atrato fueron su única distracción por esos años.
Entonces, bellísimo fue el momento en que una paloma entró volando por la ventana y se posó sobre su pecho. Así se cumplieron las plegarias de su madre, quien, doblegada con la suerte de su quinto hijo, le había encomendado su vida a la Virgen de Fátima. Por esa razón —y esto tampoco lo sabe ese tumulto de gente que sigue de pie— es que Jairo no se llama Jairo sino Jairo de Fátima Varela Martínez, el niño que fue curado milagrosamente.
Bellísimo lo fue todo de ahí en adelante. Cuando lo apodaron Caríchola Pata e’ Perro por las carachas que le salían, que se arrancaba y que se comía, y porque sus piernas eran tan flacas y delgadas como las de un can. Cuando viajaba a Domingodó, en el Bajo Atrato, a visitar a Pedro, su padre, un comerciante paisa de ojos verdes. O cuando iba a Puerto Martínez para quedarse donde su abuelo materno, don Eladio, dueño de un gran aserradero.
También fue bellísimo cuando por fin pudo unirse a las murgas de Juanacho, ese viejo cojo y ciego que aparecía después de las nueve de la noche tocando el bongó e invitando a todos los niños a que lo siguieran con dulzainas, firuletes y marímbulas.
O cuando se sentaba a la sombra de las ceibas de la plaza de San Pacho a ver las fiestas de los cholos, o cuando hacía parte de La Timba y salía a tocar a Yesca Grande y La Yesquita, y hasta cuando se iba a fumar marihuana en la esquina de la casa de Abigail Serna en la cuarta con 24, en pleno barrio Roma, donde todos los bacanes escuchaban a los más bacanes tocar sus guitarras.
Lo que no fue ni lindo ni bello ocurrió en 1966, cuando en el almacén de Carbonerito, un tendero de la carrera primera, se prendió un fuego que en pocas horas hizo arder a medio Quibdó. Entonces, muchas familias empezaron a emigrar hacia Bogotá, y con ellas Jairo y muchos de sus amigos y conocidos de la infancia.
Varios están hoy aquí, 46 años después, y lo conocen bastante bien. Saben que él —como lo define su primo Alberto Arce— siempre ha sido un tipo noctámbulo que solo duerme cuatro horas al día; o que su personalidad —como la describe el escritor Miguel Demetrio Moya— es tan apasionada como variable y que por eso anda siempre con una botella de Menticol que salpica en su cabeza cuando se pone rabioso; que su semblante —como lo caracteriza su exmánager Tadeo Perea— es frío y poco efusivo, al punto que alguna vez en un concierto en Stuttgart, 2000 alemanes cantaron Sin sentimiento en un español casi perfecto, y eso lo impactó tanto que lo llamó de inmediato:
—Aló, Jairo, ¡mirá que 2000 personas aquí en Alemania cantaron una canción tuya en español!
—Ajá…
—¿Cómo así que “ajá”? ¡Es impresionante!
—Es que yo no soy político…
Que no come pescado por temor a morir espinado, que le encantan los pasteles chocoanos, la longaniza, los enyucados, el jugo de mora y la gelatina de pata. Que otra de sus frases célebres es “vamos a mecatear”, y que eso significa ir a comprar avena y pandebono para todos.
Después de despedirse de su hermana, Jairo fue con Sardina al centro comercial Jardín Plaza. Allí sacó dinero y compró un baby beef para llevarle a Bony, su perro shih tzu al que alimenta con carne. Luego manejó de regreso su nueva camioneta Kia color plata hacia la casa de su hija Cristina, donde lo esperaba la hija de una comadre que necesitaba dinero prestado. En su billetera tenía 250.000 pesos para ella.
Su mayor cualidad es, quizá, que no desampara a nadie. Su corazón, el mismo que ha sufrido cuatro infartos, se conmueve cuando alguien cercano necesita ayuda. Cuando su maestro Laureano Machado tuvo un accidente automovilístico que lo dejó parapléjico, Jairo le compró una silla de ruedas, un computador y un piano para que siguiera trabajando como arreglista.
Pero así como Jairo es generoso con sus amigos, también es implacable con sus músicos. Si alguno comete alguna falta —llegar tarde a un ensayo, tener el uniforme arrugado, tomar trago después de un concierto—, él no duda en sancionarlos:
—Tenés multa.
—Pero…
—¡No! ¡Me importan tres tiras de mierda! ¡Tenés multa porque yo ya te había dicho que no hicieras eso!
Y entonces Jairo decide arbitrariamente el monto, que casi siempre oscila entre los 300 y los 500 dólares. Esta forma de pacificar el ímpetu festivo y descomplicado de sus dirigidos comenzó casi dos años después de grabar su primer disco y no antes, porque al principio él también era indisciplinado.
Como nunca había sido capaz de graduarse del colegio, vivía del rebusque. Intentó vender Sustagen, pero cada vez que veía a alguien con hambre terminaba regalándole un tarro. También vendió almanaques que él mismo enmarcaba para doblarles su precio. Incluso expedía licencias de conducción en el Intra. Por eso, Teresita no paraba de repetirle una sentencia que parecía premonitoria:
—Vos ni pa’ vago vas a servir.
Pero de un momento a otro se le empezó a ver con un pequeño cuaderno sin argollar. Era su cancionero personal, que lo llevaba a todos lados: a Mozambique, la discoteca del exarquero Senén Mosquera, que quedaba en la 62 con séptima; a la casa del ‘Brujo’ Alfonso Córdoba, en el barrio Santa Fe, donde muchos se reunían a tertuliar, y también al negocio del músico Aristarco Perea, a Bembé, a La Fania y a Sol de Medianoche.
Fue cuando otro amigo, Ostwal Serna, le presentó a Alexis Lozano, y ambos empezaron a reclutar músicos chocoanos para armar una orquesta. Poco a poco se hicieron a un nombre y un espacio en Arista Son, La Casa Folclórica, La Teja Corrida y Ramón Antigua. Su gente los escuchaba, su gente los bailaba y su gente regresaba el fin de semana siguiente para volver a verlos. En 1979, Discos Daro les pagó 70.000 pesos para editar su primer álbum y en un pequeño estudio de la calle 20 con séptima grabaron Al pasito, tal como lo recuerda Héctor Viveros, uno de sus primeros vocalistas.
El promotor musical Carlos Sierra fue el primero en sufrir la indisciplina de Jairo. Luego de escuchar sus canciones para convencerse de su talento, viajó desde Nueva York a Bogotá para finiquitar su primera gira internacional. Jairo, que el día anterior se había ido de farra, nunca llegó. Entonces, Carlos averiguó dónde vivía para saber qué era lo que le había pasado y su sorpresa fue mayor cuando vio a tres borrachos —Alexis, Álvaro del Castillo y Jairo— desparramados, sin camisa, con sus respectivas parejas y hediendo a coñac.
—¿Usted es este tipo de persona que va a trabajar conmigo? ¿No se da cuenta de que yo vengo desde lejos para verlo y me encuentro con esto?
—Perdoname, Carlos, pero es que…
—No hablemos ahora que tengo rabia. Más bien cuando se le pase el guayabo va y me busca al hotel Presidente.
Ocho meses después, la primera formación del Grupo Niche estaba a punto de debutar en Miami. Diez conciertos por 10.000 dólares. Nada mal para una orquesta principiante.
—Sierra, esa primera presentación nunca se me olvida.
Jairo estaba asustado. A las nueve de la noche, sus trompetas empezaron a exhalar las notas de Buenaventura y Caney, y no dejaron de respirar hasta las seis de la mañana, momento que Carlos aprovechó para pagarle por adelantado:
—Aquí está su plata. Me debe nueve bailes.
—¿Cómo así? ¿Y yo qué hago con todos estos billetes? Guardámelos vos.
—¿Usted no es el dueño de esta orquesta, pues? Usted tiene que aprender a cobrar, a administrar y a gastar.
Jairo nunca había tenido tanto dinero junto. Uno que otro billete volvió a Carlos, quien no desaprovechaba ninguna oportunidad para educarlo por medio de multas. Y él, definitivamente, aprendió la lección.? Pero no solamente es duro para multar. También lo es para no remunerar lo convenido. En 1987, Jairo ya le pagaba a cada músico 200.000 pesos por presentación. A principios de diciembre de ese mismo año, el narcotraficante José ‘Chepe’ Santacruz lo contrató para un concierto privado en Miami por 20.000 dólares, de los cuales cada músico debía recibir 300.
Al regresar a Cali, Jairo les dio solamente 100. Esto hizo que ellos le pidieran un aumento para la Feria de Cali, cosa que rechazó de inmediato. Entonces nueve de los doce artistas renunciaron en bandada, lograron desmantelar su agrupación e impidieron que cumpliera con los contratos firmados.
Un año después, los disidentes formaron la Orquesta Internacional Los Niches y debutaron con un álbum titulado Tocando madera, cuya canción Amigos como tú, escrita por Hansel Camacho, está dedicada a Jairo. La venganza, pues, también es un plato que se come con salsa caliente:
Se te salió la avaricia por un ojo
Creíste que el saco nunca se te iba a romper
Y ya lo ves, se te rompió?Se acabó la humillación
Y a final de cuentas tú pagaste los platos rotos
Ante lo cual, el maestro respondió con el álbum Tapando el hueco, cuya portada muestra una ilustración de él reconstruyendo unos cimientos, y cuya canción homónima suena burlona, cínica y hasta amenazante en la voz de Tito Gómez:
Bueno, como estamos en los tiempos modernos
Se requiere de un buen serrucho
Ojalá eléctrico, ojalá eléctrico
Para cortar, cortar y cortar
Y por supuesto de un buen martillo
Para clavar, clavar y clavar
Y como si esto fuera poco, para tapar, tapar y tapar
Ojo, no se me cuele, no se me meta, ojo vivo
¡Te faltó el clavo, mi amor!
La mayor cualidad de Jairo como artista es su capacidad para componer. Esto sí lo sabe esa gran multitud estática y expectante que ya empezó a subir las escaleras del teatro para ver al maestro en el escenario. Se lo han hecho saber en el Madison Square Garden de Nueva York, en el Salón Tropicana de México y en el Campo de Marte de Lima; también en Alemania, España y Francia; en las ferias de Cali y de Manizales, y en el Carnaval de Barranquilla.
Su método parece básico y rudimentario: empieza a golpear cualquier superficie con las manos, como si percutiera un bongó, y tararea la melodía. Con las letras sucede igual: en una sentada es capaz de componer fluidamente. Sardina, por ejemplo, vio cómo escribió Balseros: testimonios de libertad, mientras esperaba que le sirvieran un atollado; Émber Mosquera, amigo y exmánager, fue testigo de excepción de cuando pidió un mapa, un papel y un lápiz, y empezó a componer México, México, yuxtaponiendo varias ciudades mexicanas; y el exfutbolista Hamilton Ricard se dio cuenta de que en media hora hizo A prueba de fuego, mientras lo visitaba en la cárcel.
Como él es empírico y no sabe escribir la notación musical, en vez de pasarles pentagramas a sus músicos, les da grabaciones con su voz para que sepan cómo quiere que canten cada canción. Si alguno no lo hace como él lo desea, su reclamo es inmediato:
—No me cantés así, sino así.
(Y se pone a tararear).
(Se echa Men-ticol en la cabeza, golpeándola fuertemente y tararea de nuevo).
Porque Jairo, además de todo, también es perfeccionista. Malgeniado y perfeccionista. Cuando está en la tarima con su orquesta, marca el ritmo con su güiro . Si alguien desentona, o si una segunda trompeta no está alineada con las demás —y esto solo lo puede percibir él, que tiene un oído superdotado, cuenta su ingeniero de sonido Jorge Marmolejo—, lo insulta o le lanza su güícharo. Y cuando todos tocan correctamente, sin errores, el maestro lo hace saber con un escueto “sonó bien la orquesta”.
Por el Grupo Niche han pasado más de 110 músicos que han grabado más de 30 álbumes, sin contar sencillos y recopilaciones. Todos esos hombres, a través de los 34 años que ha durado la orquesta de Jairo, han estado en más de 2000 conciertos solo en Estados Unidos. Cuando Jairo firmó con Sony, recibía 500.000 dólares de anticipo cada vez que anunciaba que grabaría un nuevo disco. Incluso él tuvo épocas en las que Sayco y Acinpro le entregaba regalías por 120 millones de pesos cada tres meses por la difusión pública de su obra.
A pesar de su fama y prestigio como compositor, a Jairo también le toca dar plata para que los programadores musicales pongan a rotar sus canciones. El método que tiene para llevar el control sobre la ‘payola’ que paga es sencillo pero fiable: cada uno de sus empleados de mayor confianza tiene un radio para monitorear una emisora durante el día. La misión es contar cuántas veces suena el éxito de turno. Si al recibir los reportes Jairo ve que no le están cumpliendo, llama para exigir que lo hagan.
Pocas personas saben que la ambición del maestro siempre ha compartido frontera con la megalomanía. En 1994, mientras estaba alojado en el hotel Legacy de Los Ángeles, a Jairo se le ocurrió que tenía que montar una boutique con la mejor ropa en Cali. Entonces recorrió todos los almacenes de Beverly Hills comprando al por mayor las prendas de las marcas más finas y las envió en un contenedor sin importarle que aún no tuviera el almacén. Luego adquirió un local en la calle novena con 44, y lo bautizó Cristina Miguel Place Shop.
—¡Émber, nos tapamos! —le dijo mientras manejaba por la avenida Colombia.
La noticia era que a Jairo le habían ofrecido en arrendamiento un gran salón en el centro de convenciones Alférez Real, al oeste de Cali, con un área de 7500 metros cuadrados y capacidad para 6000 personas, por 40 millones de pesos mensuales. Allí erigió su discoteca más famosa, Disc Show Room, que luego dotaría con doce pantallas de video, un juego de 300 luces y una potencia de 24.000 vatios.
Un mesatrás, varias familias de los barrios Arboleda, Santa Rita, Santa Teresita y Normandía le habían enviado cartas pidiéndole cortésmente que no abriera su discoteca, pues no querían que la zona se dañara con vendedores, prostitutas, borrachos y drogadictos. Entonces, Émber le preguntó qué debía hacer con las cartas:
—¡Rompé esa mierda!?(Y se carcajeaba de la risa).
El día de la inauguración, la policía intentó evitar que se abrieran las puertas al público. Cuando se dieron cuenta de que Jairo tenía todos los documentos en regla, no pudieron hacer nada más que mirar. Y él, en el fragor del momento, acuñó una declaración tan provocadora como desafiante a los medios que estaban cubriendo el evento: “Esta noche sí vamos a abrir. Y aprovecho para decirle a la sociedad caleña que los negros también podemos”.
El éxito fue total. Se presentaron C&C Music Factory y Linda Viera Caballero, La India, y los carros de golf, manejados por algunos de los 160 empleados que tenía el lugar, no dejaban de llevar y traer botellas de whisky y aguardiente a las mesas de los invitados, que estaban vestidos con esmóquines y trajes de gala. Ya a la madrugada, Jairo no cabía de la felicidad, mientras contaba una y otra vez, humedeciendo los dedos en su boca, los 18 millones que había hecho en la primera noche.
Pero también sentía que acababa de entrar en una lucha de clases, que estaba siendo perseguido por la burguesía valluna y que los ricos de Cali no querían que surgiera como empresario. Entonces, la guerra mediática comenzó. Rosso José Serrano declaraba en un noticiero que “a golpe de trompeta no se levantaba el dinero necesario para montar esa discoteca”, y un locutor de radio decía que “ojalá los artistas no estén haciendo pactos con los narcotraficantes”, mientras Mi hijo y yo sonaba de fondo. El acróstico de José Luis Santacruz, sobrino de Chepe, el mafioso, quedaba nuevamente en evidencia.
Para empeorarlo todo, la gente empezó a hablar: que el dueño de ese edificio era Hélmer ‘Pacho’ Herrera, que él se escondía en Disc Show Room, y que la hija mayor de Jairo, Yanila, era novia de John Gabi Valencia, jefe de seguridad del narcotraficante. Encima, apareció un cheque por 14 millones de pesos que los hermanos Rodríguez Orejuela le habían pagado por un concierto. Entonces Jairo fue encarcelado por enriquecimiento ilícito y A prueba de fuego surgió como éxito comercial:
Aprender a vivir entre el odio xenófobo grosero
Eso dio pie para sacar pecho de mi origen pueblero
De qué valió poner en alto, en lo más alto mi bandera altanera
Si el premio que recibo sin motivo es una larga condena
En la casa fiscal del barrio San Fernando estuvo 35 meses pagando su sentencia: familiares y amigos podían visitarlo casi a cualquier hora, su Grupo Niche iba a ensayar tras las rejas, y Tadeo, su mánager por ese entonces, le llevaba el dinero recaudado de los conciertos en dólares para que los viera, los palpara y los guardara en su caja fuerte. No hacía lo mismo con los billetes colombianos, que se los echaba al bolsillo junto con las monedas de 20 y 50 pesos para así poder llamar y escuchar a su orquesta desde el teléfono público.
Antes de dejar a Sardina en el estudio, Jairo le dijo que Un día después estaba sonando mucho en Europa, que estaba feliz por eso y que había visto a Damaris de Diego Torres nerviosa y asustada últimamente. Y aunque en el fondo su mejor amigo sabía que estaba triste y taciturno, no le preguntó por qué.
Al día siguiente y minutos después de las dos de la tarde, Juan Miguel Varela, el único varón de sus cinco hijos, subió las escaleras de su habitación para ver por qué todavía no había bajado a desayunar al comedor de su apartamento en el barrio Los Cámbulos.
Al abrir la puerta y entrar al baño, se encontró con un cuerpo acostado en el suelo, boca arriba, con la cabeza sobre el primer peldaño de tres que se inclinan hacia la tina, y un charco de sangre sobre el piso de mármol. Al lado derecho y entre su abdomen y su brazo, Bony esperaba la menor reacción de su amo.
Dos días después, por fin toda esa gente está entrando al teatro Jorge Isaacs para subir al escenario y despedirse del maestro. Entonces, el presente se convierte en pasado, Jairo ya no es el Grupo Niche sino historia y leyenda, y no podrá seguir buscando las raíces de su sonido con la ayuda del ingeniero Geraldo ‘Papo’ Ríos, ese sonido análogo, real, con cuerpo y potencia, que siempre lo caracterizó; tampoco seguirá guardando canciones inéditas como esa que habla de Madrid y los toros, y mucho menos cobrando los 120 millones que cuesta un concierto de hora y media en tarima.
Tampoco seguirá comprando billetes del Powerball estadounidense, y definitivamente no continuará negociando su vida, esa misma por la que Caracol le había ofrecido 800 millones y que él había tasado en 1500, la única razón por la que no me concedió una entrevista para evitar que se le dañara el negocio. Antes de irme, decido verlo por última vez, y justo cuando estoy con las manos atrás viendo al maestro, con su rostro adusto y los ojos bien cerrados, escucho la impostada voz de un locutor que dice que ahora Jairo está en el cielo poniéndole disciplina a la orquesta celestial.