25 de agosto de 2014

Testimonios

Lo que aprendí sobre el hambre

El escritor Martín Caparrós escribe sobre el libro que le costó muchos años de trabajo.

Por: Martín Caparrós
El hambre

Acabo de publicar un libro que me costó muchos años de trabajo. Se llama El hambre porque trata de eso: es un intento de contar cómo, dónde, por qué casi mil millones de personas no comen lo que necesitan. Para eso viajé por India, Bangladesh, Níger, Burkina Faso, Sudán, Madagascar, Argentina, Estados Unidos; para eso conversé con cientos de personas, leí cataratas de páginas, me atraqué de cifras, traté incluso de pensar un poco —y creo, por una vez, que aprendí algunas cosas.

Aprendí que el mundo está lleno de muy diversos problemas y complicaciones y derrotas y dramas, pero que detrás de todos ellos está, siempre, el fantasma del hambre.

Aprendí que nada me resulta más violento que millones y millones de personas que no comen suficiente —que una persona que no come suficiente.

Aprendí que cada minuto se mueren, por hambre y sus efectos, 18 personas en el mundo: 18 personas por minuto, una cada cuatro segundos, muertas por el hambre.

Aprendí que el hambre ya no son esas imágenes de hambruna, chicos raquíticos con panza, miradas cadavéricas, sino la lenta destrucción de millones y millones que comen poco y malo y no se mueren de inanición sino de esas enfermedades que para nosotros son una molestia pasajera —y para ellos son mortales.

Aprendí que el hambre no tiene una sola causa sino tantas, y traté de estudiarlas, entenderlas, explicarlas.

Aprendí que el hambre no tiene una sola causa sino tantas pero que, en la base, es un problema de propiedad y de distribución: que hay alimento suficiente para todos, solo que algunos se quedan con mucho más de lo que necesitan, y entonces no les alcanza a tantos otros.

Aprendí por ejemplo que en Inglaterra la mitad del alimento se tira a la basura.

Aprendí que a los privilegiados no nos da vergüenza despilfarrar recursos que millones y millones necesitan: que yo también lo hago y me pregunto por qué y de nuevo lo hago.

Aprendí que, desde que el hombre es hombre, el hambre fue una plaga inevitable pero ya no lo es: es una decisión política.

Aprendí que, por eso, el hambre actual es tanto más violenta que la de cualquier otro momento de la historia: que, hasta hace muy poco, el mundo no producía suficiente alimento —y que había regiones que por una sequía o una inundación o una guerra o un régimen podían quedarse sin comida y nadie podía hacer nada. Pero que ahora el mundo produce alimentos para 12.000 millones de personas y existen las reservas y los transportes suficientes para que todos coman lo que necesitan: que si mil millones no lo logran, no es porque no haya, sino porque un orden intolerable se lo impide.

Aprendí que el sistema económico globalizado descubrió hace 20 años que los alimentos eran perfectos para la especulación financiera y que, desde entonces, trigo, soja, arroz y demás básicos subieron 500% en los mercados internacionales —y condenaron a millones a comer menos y menos.

Aprendí la fuerza de una palabra colombiana: desechables.

Aprendí que al sistema económico globalizado le sobran 1000 o 1500 millones de personas —son muchos millones de personas—, que no sabe qué hacer con ellos, que por los cambios técnicos y sociales ya no sabe cómo aprovecharlos, cómo explotarlos. Que es un error bruto del sistema —que un buen sistema es el que sabe cómo aprovechar todos sus recursos— y que este no sabe y ha dejado a todas esas personas en los márgenes y que si pudieran las eliminarían, pero como queda feo las dejan ahí tiradas y, de vez en cuando, para posar de buenos, les mandan unas bolsas de comida.

Aprendí que las grandes corporaciones y los estados ricos se están apropiando de millones de hectáreas en África, Asia y América Latina para asegurarse su provisión de alimentos —expulsando a sus campesinos en una movida neocolonial que garantiza el hambre del futuro.

Aprendí a escuchar historias pequeñitas, banales, pavorosas, y aprendí que puede haber muchas diferencias —culturales, raciales, religiosas— entre las personas pero que, en última instancia, el hambre, la desesperación del hambre, iguala de algún modo brutal a los que la padecen.

Y aprendí que, de últimas, es tan fácil mirar para otro lado: tan tan fácil mirar para otro lado. Pero que, para eso, ayuda mucho no aprender: no saber nada.

Por eso me pregunto —a lo largo de todo el libro me pregunto—: ¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?

Por eso, una vez más, me quedo sin respuesta.

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