13 de octubre de 2005

La Piedra de El Cocui, extremo oriente

Por: Germán Castro Caycedo

Puerto Inírida, Guainía. Finalmente vinimos a parar aquí, camino de La Piedra de El Cocui, el punto más extremo de Colombia al oriente.Si la cabeza del país fuese La Guajira, la nariz es aquella formación donde termina el departamento del Guainía. Exactamente en la punta de aquella trompa está La Piedra, señalando una triple frontera entre Colombia, Venezuela y el Brasil. Soledades determinadas por una cruz que forman dos coordenadas: Latitud norte, 1 grado, 13 minutos y 27,2 segundos, y Longitud, al oeste de Greenwich, 66 grados, 50 minutos y 54,2 segundos. Eso quiere decir, 886 kilómetros al oriente de Bogotá en línea recta. Colombia sueña con la soberanía pero es un país desmembrado en el que para comunicarse por el oriente, invariablemente tiene que cruzar a través de los vecinos. Para ir de Cúcuta a Arauca se trata de utilizar vías venezolanas. Igual que aquí. De Mitú a Yavaraté, por el río Vaupés hay que salvar veintitantas cachiveras o raudales, arrastrando el bote por la selva, pero al llegar a Yavaraté -diez casas, unos policías muertos de soledad y una bandera colombiana- uno tiene que pedirle a la policía colona del Brasil que le venda un grano de arroz. Trasladarse de La Pedrera a Leticia implica transitar algunos trechos por el Brasil. Aquella dependencia fue la que llevó a Julián Gil, Perdido en el Amazonas, a trazar una senda por territorio colombiano a lo largo de la recta que marca el trapecio amazónico al oriente. Ese arresto de dignidad marcó su desaparición. Más allá de Bogotá hay un país insospechado. Para ir hasta aquella piedra barajamos diferentes caminos, todos a partir de San Fernando de Atabapo en Venezuela. Sobre el papel descartamos diferentes rutas. La primera de Puerto Inírida a San Fernando por río. De allí a San Carlos, Venezuela en una avioneta, si la avioneta tenía cupo. Generalmente hay que reservarla ocho días antes. De San Carlos a San Felipe, Colombia, nuevamente en bote, y de San Felipe hasta La Guadalupe, un caserío miserable en la banda colombiana del Río Negro, a dos kilómetros de selva de La Piedra, en otro bote. Una peripecia que puede tomar semanas. “Plan B”, dicen por ahí: de San Fernando de Atabapo hasta Pimichín, cien kilómetros, tres horas en lancha rápida por el Atabapo. A partir de allí, treinta kilómetros acaballados en un tractor, si lo hay, hasta la ribera del río Guainía. De allí hasta el Río Negro y por este a San Carlos, y de San Carlos hasta La Piedra, nuevamente en bote. Viaje que puede tomar apenas una semana solo si por suerte se encuentran lanchas dispuestas en cada punto, y si por fortuna alguien vende gasolina para continuar. El tercer camino era ideal: un avión monomotor volando desde Villavicencio hasta aquel caserío miserable, cuatro horas y media de travesía por Llano y selva. Desde allí un par de kilómetros de selva a pie hasta los contrafuertes de La Piedra.

Primer día

Luego de seis horas en Villavicencio dicen que la pista en La Guadalupe está restringida por las autoridades. No se puede aterrizar allí. Esta semana la Policía Antinarcóticos dinamitó otra en San Felipe.

Segundo día

En la ruta comercial no hay cupo, pero hacen una excepción con nosotros. Volamos a Puerto Inírida, muy distante de La Piedra, al norte del Guainía. Una lancha nos lleva a San Fernando de Atabapo. Cuarenta minutos a través de la estrella fluvial donde convergen el Inírida, el Guaviare, el Atabapo y el Orinoco. Las aguas del Inírida son oscuras y transparentes como las del Atabapo. Las del Guaviare, un río colosal de dos kilómetros de ancho en aquel lugar, café con leche, más sedimentación y por lo tanto, más fauna y mejor pesca. La compañía aérea: una casa de tierra cálida, en la sala fotografías mareadas por la humedad y el tiempo, un refrigerador, piso de cemento brillante. Una mujer dice que no será fácil contratar vuelo. De las tres avionetas de la empresa, una tuvo una emergencia hace dos meses y aún está en plena selva. Otra se estrelló hace cuatro días contra un cerro en Manapiare región donde los cerros son contados. Perecieron cuatro personas. Nos comunicamos con alguien en Puerto Ayacucho. Harán el vuelo mañana si pagamos dos millones y medio de pesos. Cambio uno por uno, cuando el bolívar se comercia allí a ochenta o noventa centavos. San Fernando de Atabapo es la antípoda de Puerto Inírida, una ciudad convulsionada por camionetas y motos. Música a gran volumen en las calles, comercios en cada puerta, mucha gente circulando a pie. Aquí hay silencio. Calles hirvientes casi vacías, tres o cuatro comercios, gente amable. En el parque solo una panadería y una tienda. El único ruido viene del coliseo cubierto lleno de jóvenes haciendo deporte. No hay dónde tomar un tinto. Quietud que agobia. El hotelito es limpio. “Mera checo”, que quiere decir, “Mira, chico, Colombia vive de nosotros: gasolina, cemento, alimentos, cerveza, llegan de Venezuela a cada localidad colombiana. De allá recibimos guerrilla. Las Farc pasan a este lado, nos tienen como zona de repliegue y descanso. Si no fuera por Venezuela, esta parte de Colombia habría muerto. Caracas está muy cerca de nosotros por grandes carreteras y por río, y nos abastece de maravilla. Bogotá, muy lejos. Bogotá no existe para estos colombianos”, dice León, el dueño. De la Serranía de Naquén, en Colombia, cada día extraen menos oro. Colombianos y brasileños han invadido entonces el parque natural de Yapacana, en Venezuela, a 60 kilómetros de aquí por la selva: “Inírida vive del oro colombiano”. Atardece más temprano. Cenamos en una casa y a las nueve, ocho de Colombia, a la cama. Noche interminable.

Oficinas de la companía aérea.

Como dicen ellos, "Colombia vive gracias al oro y a la gasolina de Venezuela".

"Área restringida. No se pueden tomar fotos", según el Ejército y la Policía de Colombia en el muelle flotante de Puerto Inírida.

Tercer día

No encontramos dónde desayunar. Un refresco y dos panes en la panadería. El vuelo ha sido programado para las nueve, calculando que la niebla que se posa por las tardes sobre la selva comience a levantarse. Camino a la pista buscamos la única estación de combustible. Gran fila de colombianos con bidones. Pimpineros que previo arreglo con la guardia vienen por gasolina, diez veces más barata que en Colombia. Muchos la llevan a las aldeas del interior. Otros a las minas para mover máquinas con que mazamorrean el barro y obtienen oro. Allí vale treinta veces más. Cada galón, cien bolívares en San Fernando, mil en Puerto Inírida, tres mil en las minas. Cielo gris. A la hora acordada se posa en la pista el pequeño monomotor YV 413 que viene de Puerto Ayacucho. El piloto trae combustible consigo, se trepa sobre el ala del avión y rellena los tanques: gasolina verde, 100-130 octanos. Luego, mientras rueda hasta la cabecera de la pista se comunica con la torre de Puerto Ayacucho: “Yanqui Víctor, Cuatro Trece, pide permiso para despegar, rumbo sur- sureste hasta La Piedra de El Cocui con tres almas a bordo”: él, el fotógrafo Camilo Rozo y yo. “El peligro de esta pista son las vacas que se atraviesan. Antes de aterrizar hay que hacer un sobrepaso para espantarlas... Pero algunas veces no falta la vaca que no escucha, y entonces en la final uno dice mentalmente: ‘ojo a la vaca sorda‘”. Imaginando que el avión es el tablero de un reloj, las doce es el motor, las tres, la punta del plano derecho, las seis, la cola, y las nueve la punta del plano izquierdo. A las doce por territorio venezolano está el sur. Nuestra ruta. Arriba, bruma y estratos de nubes bajas. A las tres el río Atabapo. Quince minutos después comienza a desaparecer la selva en grandes trechos: suelos arenosos, ácidos e inundables. La transición entre Orinoquia y Amazonia llamada catinga. Cinco centímetros o menos de capa vegetal. En las partes altas, selva de arrabal, más pobre, menos densa, menos fauna. Volamos a 2.450 pies, unos ochocientos metros sobre el dosel de la selva. Treinta y seis minutos más tarde, a unos setenta y pico kilómetros, han desaparecido los estratos de nubes, la visión es ilimitada a pesar de la bruma tenue, y a la una, o sea, por la amura de estribor, se divisa una pequeña cruz blanca posada sobre la zona de catinga: vegas y vegones del río Temi. “Es el avión de la emergencia hace un mes. Todos vivos. Los rescataron por río luego de una gran travesía a pie: catorce días para regresar”. A las tres se divisa mucho mejor aquel monomotor y hablamos de la suerte de sus ocupantes: la emergencia ocurrió justo en este punto. Una gran mancha de selva alrededor se extiende cerca. Pasada una hora de navegación comienza a desaparecer la catinga y abajo hay otra fisonomía. Ahora volamos sobre esa descomunal lámina de brócoli a la cual se parece la selva desde el aire. Copas comprimidas de millares de variedades de árboles diferentes, que a primera vista parecerían iguales. Pero hay dos clases de selva: la más rica en las vegas de los ríos. Otra mucho menos, en las partes altas. Se distinguen por la clase de flora. Aquí se ven comunidades de palmas de canangucho en los bajos, y aunque no se aprecia desde arriba porque la floresta es hermética, por el suelo tienen que correr arroyos con aguas limpias del color del té, nacidos en los cananguchales: sus raíces les dan aquella coloración. A las tres se divisan los poblados colombianos en la banda derecha del Río Negro, aguas abajo: Bocas del Casiquiare, Temo, Tanaco, Paso del Diablo, Cucurital... Soledades olvidadas, de diez, de quince casuchas y frente a cada una de ellas una localidad venezolana, “muy cercana a Caracas”. La nariz de Colombia es territorio de gentes con una inmensa capacidad de abandono y de sufrimiento. Y tierra de narcotraficantes y de guerrilleros. Un poco más tarde cruzamos por San Carlos. Al frente, sobre la banda colombiana del Río Negro, está San Felipe con su pista dinamitada. Un pueblo fantasma con una planta de energía dañada, que en algún momento puede desaparecer. Tiene una escuela básica de secundaria deteriorada y un puesto de salud sin siquiera un Mejoral. El caserío ha crecido algo desde aquella tarde de 1998 cuando se acercó la guerrilla a la costa de la selva. Entonces allí había once policías. Pero la mañana siguiente los policías se fueron y se formó el clima malevo de guerrilleros y narcos, y luego empezaron a llegar gentes de Miraflores tras la toma del Ejército. Ahora vienen desde Barrancomina en el medio Guaviare -fortín de Fernandiño, centro de cultivo de coca y mercadeo de cocaína, donde circulaba el dólar- a raíz de la Operación Gato Negro mediante la cual buscaban los diez mil fusiles soviéticos que les lanzaron desde un avión los estadounidenses a las Farc en inmediaciones de una aldea llamada Arrecifal, como preludio del Plan Colombia. En todos aquellos sitios hay algunas escuelas pero están cerradas desde junio por falta de comida. La de San Felipe funciona porque el rector pide fiados algunos víveres a los comerciantes. En el Guaviare, el alto Inírida, el Isana y el Curiarí, las únicas que trabajan son aquellas administradas por la Iglesia Católica. En estas inmensidades dicen que los empleados oficiales son los únicos fieles. Pero cuentan también que aquellos dicen: “Si se lo van a comer los infieles, que se lo coman los fieles”. Una hora y veinticinco minutos después del despegue, a las doce divisamos la silueta de La Piedra de El Cocui, una mole solitaria anclada sobre la selva. Es la afloración de roca más visible del Escudo Guyanés, que se desliza subayacente y de pronto emerge en estas lejanías. El peñasco estaba arropado por la bruma, pero a medida que el avión fue acortando la distancia, aquella visión azulada fue haciéndose más nítida, y antes de tenerla a las nueve el piloto abrió su ventanilla y sin el cristal como filtro, Camilo comenzó a hacer lo suyo. Estaba emocionado. Luego de aquel “dos más tres no son cinco” de la selva y el Llano que parecían impedir nuestro viaje, habíamos logrado llegar más allá de la nada. Terminado el giro en torno a La Piedra y ya iniciado el regreso, a las nueve, Río Negro de por medio, se divisa La Guadalupe que son solo tres construcciones: un hotel abandonado en el que vive un encargado, una escuela que se cae a pedazos donde se aloja un corregidor, otra casucha de madera, y perpendicular a ellas la pista vedada en poder de guerrilleros y narcos. A unos doscientos kilómetros aterrizamos en Maroa, pista de arena blanca, para tomar nuevamente gasolina. “Allá al frente queda Puerto Colombia, el fuerte de las Farc en esta región”.

Cuarto día Esperamos cinco horas por una lancha que nos lleve de regreso a Puerto Inírida. Una vez allí, “¿Ustedes quiénes son? ¿Qué hacen aquí? ¿Qué buscan?”, nuevamente requisa y estudio de papeles de identidad. En la casa flotante de la Infantería de Marina, repiten: “Zona de seguridad. No se pueden tomar fotos”. En el viaje de ida habían inspeccionado (¿dónde escondieron la Constitución?)... Habían inspeccionado el visor de la cámara para saber qué imágenes había captado Camilo. Es que unos meses atrás la guerrilla les colocó allí un bongo bomba que despedazó al motorista engañado por ellos, mató a un infante y causó daños en aquella casa donde se cocinan los infantes y permanecen fondeadas lanchas piraña y algunas embarcaciones más grandes, todas blindadas y armadas con ametralladoras.

Nueve de la noche Camilo se ha instalado en una de las tres computadoras que hay a la entrada del pequeño hotel. Unos minutos después se le acerca una chica con un par de labios de mestiza sensuales como los de Angelina Jolie, senos desafiando la gravedad, cadera de hoyito, piernas largas... -Tiene diecinueve años y un hijo. Quiere que le ayude a buscar en internet la manera de ser prostituta en Bogotá. El cuerpo es su única expectativa de vida-, me explicó él. Conozco a una, para quien la expectativa inmediata este mismo día y a la misma hora es terminar su curso de especialización en La Sorbona e iniciar en París una pasantía de prácticas en la agencia de Jean Nouvel, el gran arquitecto de Europa, y siento que me taladra la imagen real y concreta de la injusticia, en un país que habla de soberanía, pero no obstante, de una manera sistemática les niega a los seres la oportunidad de formarse. Esta aprendiz de prostituta, el soldado y la guerrillera en cuyas vidas me embarqué hace tres años, para mí son los mismos seres humanos llenos de imaginación y talento. Mestizos como yo, capaces e inteligentes. Aquel tomó el camino del Ejército porque no tenía con qué comer. La guerrillera se encaramó un fusil por lo mismo. Colombia, a ochocientos kilómetros al oriente de Bogotá en línea recta. Tan lejos del mundo civilizado. La Piedra está en territorio venezola, a metros del hito fronterizo.