2 de abril de 2016
Zona Crónica
La historia del muerto que resucitó en la Costa
Esta es la historia de un hombre que murió mientras estaba preso y dos días después abrió los ojos. Al menos eso dicen en Pelaya, el pueblo del Cesar donde ya se habla de un milagro.
Por: Daniel RiveraLa prensa llegó tarde a la historia, y no era precisamente prensa nacional: páginas web que se dedican a lo paranormal, a buscar los parecidos que tienen actores de Hollywood con la raza reptiliana, a desenmarañar las supuestas redes oscuras que tejen los presidentes del mundo y los grandes empresarios. La culpa es de los nuevos tiempos. En estos años descreídos no hay quién se ocupe de los milagros: ya están pasados de moda.
Quizá en otra década los milagros hubieran ocupado la primera página de un periódico, pero hoy un resucitado es apenas un tufillo de noticia. ¿Quién le compite a un asesinado, a los atracos en pleno centro de la capital, a los colados de TransMilenio? Un resucitado, no. Y menos de Pelaya, Cesar.
Hay pocos casos reportados de resurrecciones, y todos en lugares sin corresponsales extranjeros, que no llaman mucho la atención de noticieros y periódicos. En 2010, después de sufrir un accidente de tránsito, un pastor evangélico resucitó. ¿Dónde? En Lagos, Nigeria.
En 2012, un niño de 2 años despertó, pidió agua y volvió a morir. ¿Dónde? En Belem, Brasil. En 2014, una niña de 3 años abrió los ojos antes de que le cerraran el ataúd en la cara. ¿Dónde? En Zamboanga, Filipinas. Y en 2015 le llegó el turno a Pelaya, un pueblo de 16.000 habitantes en el Cesar atravesado wpor la Ruta del Sol —autopista que algún día será terminada y conectará el centro de Colombia con el Caribe—, y reconocido por sus innumerables accidentes de tránsito: cada tanto una tractomula pasa por encima de algún lugareño mal parqueado.
Es miércoles y a las 3:00 de la tarde no hay nadie en la Alcaldía, porque “ajá, primo, estamos en fiestas”. Y las fiestas son esto: siete negocios muy juntos al lado de la cancha del pueblo, cada uno con un vallenato diferente traqueando y compitiéndoles a los parlantes de los negocios vecinos; diez caballos de un paso que no es muy fino; una cuadra donde se apretujan estantes de artesanías y bisutería china de muchos colores y dudoso gusto.
No hay un rincón de Pelaya en paz, solo el cementerio, que es una tierra arrasada; un campo donde lo único verde son un par de arbustos marchitos y una tumba decorada con calcomanías del Atlético Nacional —“a ese pelao lo atropelló una tractomula en la carretera”, dice el sepulturero del pueblo—.
Hay unos mausoleos grandes, tumbas apiñadas en medio de la nada, bloques de seis bóvedas donde están enterrados los muertos de una misma familia. La tumba de Jorge Eliécer Julio Ramírez es pequeña y nadie lo acompaña. La inscripción del nombre la hicieron sobre el cemento fresco, al parecer con una vara delgada, en letras mayúsculas: JELIECER JULIO. Al borde, hay flores rojas y rosadas en pequeños materos. Pese al calor, parecen muy saludables: son artificiales.
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Jorge Eliécer Julio murió el martes 22 de septiembre a las 7:00 de la noche en la Clínica Estríos, de Cartagena, a los 52 años. Tenía el pecho inflado y amoratado. Dictamen médico: infarto. Esa fue su segunda muerte, tendría tres.
La primera había sido un par de días antes. Su hermana Inés María escuchó cuando el electrocardiógrafo se extendió en su sonido agudo. Entonces se tiró al suelo e invocó a su dios: “Hay poder en el nombre de Jesús”. Y encontró el poder, porque el corazón de Jorge Eliécer, en un caso clínico que es normal —solo estuvo muerto unos cuantos minutos—, volvió a latir. Esta fue su primera resurrección.
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Tres años antes del infarto, a finales de 2012, el CTI de la Fiscalía capturó a Jorge Eliécer en una redada contra la banda criminal Los Urabeños, en Magangué, Bolívar. Por Facebook, llegaron al comandante del grupo, conocido con el alias de Don Ramón. Y luego la policía judicial terminó en la casa de la familia Julio, en San Martín de Loba, un cacerío en medio de la nada a más de una hora de Magangué.
Lo acusaron de tráfico y porte ilegal de armas y lo recluyeron en la Cárcel de Ternera, en Cartagena. Aunque siempre dijo ser inocente —algo que todos en Pelaya repiten—, un abogado de oficio le aconsejó que se declarara culpable para conseguir una rebaja en la condena, y así lo hizo. La situación deprimió a Jorge Eliécer, quien en julio de 2015 empezó a sufrir del corazón. El pecho se le hinchó, el pulso cardiaco era deficiente, y fue sometido a un cateterismo que mejoró un poco su salud.
Inés María intentó que le dieran la casa por cárcel, pero no lo logró. Y eso que le entregó a una abogada un millón de pesos, que se consiguió pidiendo ayudas en Pelaya, para que se encargara del trámite. En septiembre, Jorge Eliécer volvió a la clínica porque necesitaba un bypass coronario y porque sufría de dolores de cabeza cada vez más intensos. Inés estuvo al borde de la cama todos los días.
Ahora, mientras mece la hamaca donde duerme su nieta, con pañal y panza al aire, recuerda las conversaciones con Jorge Eliécer.
—Hermanita, ¿yo por qué soy tan salado en la vida?
—¿Y por qué lo dices, papi?
—Primero, una culebra me mata a mi niño Inael, que solo tenía 11 años; luego, el malnacido del novio de mi niña Virgeli la mata de dos tiros, y todo al frente mío; y ahora esto, hermanita.
—No te estreses, papi, que la venganza es del Señor. Dejémosle esas cosas a él.
La casa de la hermana de Jorge Eliécer tiene paredes de ladrillo. No hay muebles, solo un par de sillas plásticas. En la cocina, las ollas cuelgan de una pared de tablas. Y en el patio juegan dos micos y una lora. El piso de las habitaciones y de la cocina es de tierra.
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El cuerpo sin vida de Jorge Eliécer salió de Cartagena a las 7:00 de la noche, justo un día después de su muerte, en un carro fúnebre. Llegó a Pelaya en la mañana, y en la casa solo estaba la familia, esperando para hacer una velación corta en compañía del pastor de la Iglesia Pentecostal Unida de Colombia, su iglesia. Pero pasadas unas horas, Riquilia Julio, hermana menor del fallecido, sintió un arrebato en el corazón y quiso leerle la Biblia, exactamente el capítulo seis de los Salmos, el mismo que le había revelado el Señor a Jorge Eliécer en la cárcel:
“Jehová, no me reprendas en tu enojo. Ni me castigues con tu ira. Ten misericordia de mí, oh Jehová, porque estoy enfermo; sáname, oh Jehová, porque mis huesos se estremecen. Mi alma también está muy turbada; y tú, Jehová, ¿hasta cuándo? Vuélvete, oh Jehová, libra mi alma; sálvame por tu misericordia. Porque en la muerte no hay memoria de ti; en el Seol, ¿quién te alabará?”.
Algunos familiares guardan en sus celulares videos en los que se ve a Riquilia arrimándose a la cara de su hermano, aún en el ataúd, mientras le habla como si estuviera vivo. Alrededor, se escuchan oraciones.
Entonces —todos coinciden en que lo vieron— Jorge Eliécer abrió los ojos por unos segundos y los volvió a cerrar. Para unos fue un momento de júbilo; para otros, de espanto. No faltaron los que salieron corriendo, pero la mayoría aplaudió. Sacaron a Jorge Eliécer del cajón y lo sentaron en una mecedora.
—Inmediatamente le empezó un abrigo. Ya no estaba frío y se puso como aguado, ya no estaba tieso. Eso fue una cosa grande y poderosa la que hizo Dios, porque él verdaderamente resucitó —recuerda Riquilia, quien hace unos minutos estaba furiosa porque, según ella, los pocos medios que cubrieron la noticia hicieron de tal proeza un chiste, solo se rieron del milagro.
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Lo que le revuelve la sangre a Inés María —quien ahora está sentada en la misma mecedora en la que sentaron a su hermano resucitado— es que digan que luego del milagro Jorge Eliécer corrió por los potreros que están detrás de la casa. Le jode la vida que digan que cuando abrió los ojos pidió agua y comida. No soporta que le sumen al milagro, que se burlen de las proezas de Dios.
Pero los vecinos dicen más de este Lázaro de Pelaya : que se sentó y lloró, que conversó con sus familiares, que días después lo vieron caminando tranquilo por las calles. Hay quienes afirman, incluso, que la maniobra de la resurrección fue un truco médico de película para evitar el juicio.
Mientras tanto, Inés se pregunta —o le pregunta a Dios— por qué su hermano resucitó así, como a medias, por qué no tuvo todo el aliento para levantarse de esa mecedora. Se restriega las lágrimas y se responde sola:
—Seguro Dios quería que mi mamá alcanzara a despedirse o quizá quería confirmarle la salvación al pobre de Jorge, que tan salado fue en la vida.
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El parque principal de Pelaya tiene una iglesia blanca, cuatro árboles que dan sombra, un quiosco redondo para pasar la canícula, dos panaderías y una tienda. Raro, pero durante unos minutos las fiestas no llegan hasta aquí.
Álvaro Javier Sánchez trabaja en una de las panaderías. Tiene el delantal sucio, las manos untadas de masa y una formalidad costeña a prueba de periodistas inoportunos.
—Yo fui hasta Cartagena con mi tío Nulfarid, que es cuñado de Jorge Eliécer, para traerlo. Todo estaba normal, él venía en el carro fúnebre y aquí llegó como muerto, pero dicen que resucitó: abrió los ojos, lloró y respiró. La lógica es que era un milagro de Dios, pero de todas maneras lo enterraron así. Yo no sé si creer o no.
Álvaro no recuerda más y llama a su tío Nulfarid. Le dice que “ajá, primo”, que aquí hay un periodista preguntando por el resucitado. En la casa de Nulfarid entra un chorro de luz desde el patio. Hay un televisor prendido y una mujer mira con recelo mientras cocina. Nadie quiere a un periodista preguntando por la resurrección: se cansaron de que en Facebook crecieran las burlas, de que los medios que mencionaron la historia lo hicieran con una voz incrédula y cínica. Igual, Nulfarid acepta contar su versión de los hechos:
—De un momento a otro abrió los ojos. Yo vi, él abrió los ojos. Creo que Dios hace las cosas completicas. Él no murió del todo en la clínica, lo que pasa es que estaba preso. El hombre llevaba cuatro días acá y era blanditico. Compraron un pote de Gatorade y le dieron con la misma tapa y se tomó como un cuarto de esa vaina. Y eso es muy raro, porque los muertos no tragan. Eso fue un misterio. A él le pusieron cuatro potes de formol, dicen que por eso no se paró del todo.
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Hay pocos enfermos en Pelaya. En el único IPS (instituto prestador de salud) del pueblo, solo tres personas esperan turno. John Léider Moreira es el médico que revisó el cuerpo de Jorge Eliécer. Lo hizo en medio de lo que parecía la visita de Pentecostés, porque todos alrededor del cadáver hablaban en lenguas y levantaban las manos. Él certifica que ahí no hay milagro, que Jorge Eliécer estaba muerto.
—Yo, la verdad, no vi nada. El hombre tenía todos los fenómenos de varios días de muerto. Cuando yo llegué ahí estaban orando y como que no les gustó mucho. Les di el concepto médico. Ya tenía rigidez, estaba hinchado. Todos los fenómenos cadavéricos. Eso sí, fétido no estaba y para tener dos días no estaba tan rígido, pero todo depende de cómo esté preparado.
Moreira solo le tomó el pulso, porque no quería indisponer a los fieles que veían en el cadáver a un vivo. Un familiar se le acercó y le dijo que él no podía ver las cosas sobrenaturales de Dios y que Jorge Eliécer se iba a parar al otro día de esa mecedora, a lo que John respondió que también tenía fundamentos cristianos, pero que en la escena no veía más que un muerto. Dice que para salir se abrió camino entre la multitud, que a esa hora ya copaba dos cuadras. Todos estaban ansiosos por comprobar la resurrección. Pero en este pueblo las historias no son como pasan, sino como dicen en la calle.
—Después echaron el cuento de que yo había salido asustado corriendo, que había gritado “¡está vivo!”. Luego, el teniente de la Policía llegó a mi casa y me preguntó que si el man estaba vivo para recapturarlo. Pero sabes, ese mismo día hubo un fenómeno de tres soles, eso sí lo vi ese día… ¿Qué vas a hacer esta noche, primo? Vamos al concierto de Peter Manjarrés, a 5000 barritas, y ese sí levanta muertos.
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Es tarde, el termómetro marca 40 grados y el sol espeso calienta el techo de zinc de la casa de Inés. Pienso que con esta temperatura un muerto no debe durar mucho, por muy bien preparado que esté. Inés revuelve un maíz para alimentar a los pollos. La cocina, impecable, huele a caldo, a cebo.
La fe de Inés no admite dudas. Cree porque es su necesidad, porque es su explicación de todas las cosas, para ella todo empieza y termina con su Dios. ¿Y por qué su hermano estaba en la cárcel? Porque Dios lo permitió. ¿Por qué se enfermó? Porque Dios lo permitió. ¿Por qué murió y resucitó dos veces? Porque así lo permitió Él.
Juan de Dios Julio Ramírez, otro hermano del resucitado, tiene 56 años y los ojos claros. Habla entre los dientes, como masticando las palabras. Esa noche cogió a Jorge Eliécer y lo sintió aguadito, aguadito, una cosa rara —dice—, y él tenía mucha esperanza de que se levantara porque era un hermanito muy querido. Lo recuerda desde niño trabajando: limpiando fríjol y plátano, tumbando monte.
—No sé qué pasó con mi hermano, él era muy sano en la vida, tenía cosechas y algunos animalitos, pero no más. Le tenían mucha envidia.
Lo escucha Carmelina Ramírez, su madre. Ella se tapa la cara con las manos y llora. No quiere hablar del tema, pero deja saber que también la asfixia y le revuelve la sangre la cantidad de incrédulos que andan por las calles de Pelaya burlándose del milagro. Le da rabia con los que llegaron esa noche a su casa a tomar fotos y a grabar videos.
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La tarde del viernes 25 de septiembre, dos días después de haber abierto los ojos, el cuerpo de Jorge Eliécer no terminaba de reaccionar: todavía no se paraba de la mecedora. Eso sí, respiraba y tenía un pulso lento, según dicen Inés, Juan de Dios y Carmelina en la cocina de la casa. Cansados de esperar, le pidieron una señal a Dios de que Jorge Eliécer iba por fin a descansar en paz. Pidieron señal y señal tuvieron:
—Vimos aquí una lucecita como azul. Estábamos ahí paraditos y nos cubrió una luz hermosa, preciosa. De repente miramos al cielo y vimos tres soles, ahí supimos que mi hermano se iba a morir ahora sí, que esa era la gloria de Dios, que se lo llevaba —dice Inés.
Juan de Dios asegura que sostenía las manos de su hermano cuando sintió un apretón. Entonces gritó que ya se había muerto, que se había despedido. Sin embargo, camino al cementerio todos temían enterrar a un vivo, ahogarlo en el cajón. Eran portadores de un cuerpo sobre el que, según creían, había caído el poder milagroso de Dios.
Mientras tanto, en el pueblo nadie salía de la sorpresa de ver tres soles, aunque no faltó el incrédulo que buscó en internet y encontró: “Se trata de un raro fenómeno astronómico que ocurre cuando a una altitud de 6000 metros se forman cristales de hielo que reflejan la luz solar y crean la ilusión de soles múltiples”. Pero la mayoría, creyente, recordó que cuando Cristo murió —abusando de la comparación— hubo un temblor de tierra y el cielo se oscureció.
En la familia de Jorge Eliécer se preguntan por qué no terminó de resucitar, por qué no acumuló fuerzas y se paró. Les echan la culpa a los cinco potes de formol, o cuatro, nadie sabe bien cuántos terminaron en el cuerpo. Y por las calles de Pelaya hay quienes juran que Jorge Eliécer está por ahí, haciéndose su fiesta, fugado de la justicia. Pero la tumba —en medio de ese cementerio arrasado al que solo le faltan animales carroñeros— dice que ese hombre amoratado no venció la tercera muerte.
Todos coinciden en que lo vieron: Jorge Eliécer abrió los ojos por unos segundos y los volvió a cerrar. Para unos fue un momento de júbilo; para otros, de espanto.
"Compraron un pote de Gatorade y le dieron con la misma tapa y se tomó como un cuarto de esa vaina. y eso es muy raro, porque los muertos no tragan. eso fue un misterio".
Los Julio Ramírez le pidieron a Dios una señal de que su hermano Jorge Eliécer, que aseguran había resucitado, volvería a morir. Y la encontraron: miraron al cielo y vieron lo que ellos dicen que son tres soles. Ahí mismo, tomaron esta fotografía como prueba.