20 de abril de 2016
Zona crónica
La cosmetóloga de Gadafi
SoHo visitó en su casa de Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, a Gueddy Monasterio, la mujer que asumió durante ocho años la difícil tarea de combatir el acné infeccioso del dictador libio. ¿Qué tan fácil fue tratarle los forúnculos al déspota y sanguinario León del Sáhara?
Por: Álex Ayala Ugarte / fotografías: Carmencita Pizarroso y Getty ImagesCuando Gueddy Monasterio recuerda, se instala en el lugar común: parece siempre que fuera ayer. Es un martes caluroso de mayo de 2015, y Monasterio, de 66 años, viste una blusa floreada y un pantalón holgado. Estamos en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia), en casa de Gueddy, una construcción blanca de dos alturas, con una verja metálica, ubicada cerca de un ruidoso centro comercial con un flujo incesante de clientela. Monasterio es bajita y robusta. Tiene el pelo claro y parece recién salida de la peluquería: su aspecto es fresco, resuelto, y ni un solo cabello desentona entre el resto. Su rostro es un resumen de su experiencia como estilista y como cosmetóloga: sus labios son un óvalo muy fino cubierto por una capa rojiza de pintalabios; se ha realzado los pómulos con una tonalidad cobriza y los ojos, con sombras ligeras; se ha delineado las cejas con mimo. Lleva un reloj de oro con la cara de Muamar Gadafi en la muñeca izquierda y de vez en cuando lo observa disimuladamente. Lo hace como si le incomodara, como si pesara 2 kilos. (10 cosas que seguro no sabía sobre Hitler)
—Solo lo utilizo para las entrevistas —dice.
La imagen de Gadafi está impresa en el costado derecho de la esfera del reloj y no es nada perturbadora. En ella, el exdictador sonríe como un artista ante el público.
—Gadafi me lo regaló por mis servicios —añade.
Durante algún tiempo, Monasterio se ocupó del acné del exmandatario libio.
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Muamar Muhamad Abu-minyar el Gadafi nació el 7 de junio de 1942 en una de las tiendas típicas de los pastores beduinos ubicada en Sirte, una provincia desértica a medio camino entre Bengasi y Trípoli. Su padre fue un obrero con pocos recursos, su abuelo combatió a los italianos que ocuparon Libia en 1911 y él estudió en una escuela coránica. Se tituló como abogado a los 21 años y, según sus biógrafos, fue fichado por la Policía debido a su credo anarquista. En 1963, ingresó en el Colegio Militar y, luego, pasó unas semanas en Inglaterra, donde tuvo que convivir con el pensamiento occidental que tanto le disgustaba. Cuando regresó, se reincorporó al Ejército y fue nombrado capitán. El primero de septiembre de 1969 —tenía 27 años—, formó parte de la revolución que acabó con la monarquía del rey Idris y se puso al frente de una Junta de Gobierno que prohibió los partidos políticos y elaboró una nueva Constitución.
Gueddy Monasterio entró en la vida de Muamar el Gadafi 16 años después, en 1985, “una fría tarde” que rememora como si aún fuera rehén de aquel momento:
—Aquel día vino a buscarme una enfermera a la peluquería que yo administraba en un condominio. Unas horas antes, me habían dicho que visitaría a una persona muy importante y yo ya había preparado mi secador y un maletín con mis cosméticos, pero luego me dijeron que no podía llevar nada. Me metieron en un auto blindado de color verdoso y me taparon los ojos con una bufanda unos minutos antes de llegar a nuestro destino. “No te pongas nerviosa, Gueddy —dijo la enfermera—. Estate tranquila”. En ese mismo instante, me agarró el miedo. Me dolía el estómago y tenía ganas de vomitar y de ir al baño. Poco después escuché cómo se abría un portón y descendimos por lo que a mí me pareció que era un subterráneo. Cuando paró el coche, me destaparon, abrí los ojos y me condujeron a una especie de sala de estar. Me hicieron esperar allí unas tres horas, quizá algo más. Me dijeron que no hiciera ninguna pregunta. Y luego apareció de nuevo la enfermera que me había recogido y dijo: “Vas a conocer al coronel Muamar el Gadafi. Cuando él te mire, baja la vista. Y no le hables hasta que él te invite a hacerlo”.
En la casa de Monasterio, todo es coqueto: los sofás con el tapiz blanquísimo y la textura rugosa de un cuerpo que acaba de salir del agua, el mesón largo de la cocina, los platillos para servir empanadas, los bombillitos para evitar que haya un solo rincón en penumbra, hasta la cajita de madera donde guarda las fotografías que se sacó en Libia. (Fotos invaluables de la historia)
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Gueddy había aterrizado en ese país en 1978 de la mano de su pareja, un ingeniero de petróleos boliviano contratado para trabajar en los campos de crudo que enriquecieron a Gadafi y a su familia. Se topó con un país entusiasta, que aspiraba a tener un rol decisivo entre los territorios alineados con el panarabismo, movimiento que impulsa la unión entre los países árabes y que ondeaba las banderas del nacionalismo.
—Cuando llegué, solo había hombres en el aeropuerto. No estaba permitido el alcohol. Los únicos negocios que funcionaban eran los autorizados por el Estado y los medios de comunicación eran gubernamentales. No había supermercados. Nos abrían la correspondencia. Y restringían nuestros movimientos: a las 8:00 o 9:00 de la noche debíamos recogernos —me dice Monasterio, que aprieta los párpados con fuerza de vez en cuando para visualizar mejor aquel capítulo surrealista de su biografía.
—Los primeros años nos instalaron en una villa cerca del mar. Y después, en unas viviendas en las afueras de Trípoli habilitadas para los trabajadores extranjeros. Allí me permitieron dirigir una peluquería, pero me obligaban a atender a mujeres y a hombres en horarios distintos. Tuve la oportunidad de recibir a las esposas de algunos funcionarios reconocidos, y supongo que llegué a oídos del coronel gracias a eso.
En la siguiente escena de mi conversación con la cosmetóloga, Gadafi está sobre una cama, al lado de una enfermera que le masajea las piernas. Gueddy se acerca. No se mueve hasta que le dan permiso para examinar al Hermano Líder. Sus manos vacilan.
—Yo temblaba como una hoja en mitad del viento. Era invierno y noté que el pecho de él estaba congestionado —comenta—. Su barba no se veía ni muy crecida ni corta. Descubrí debajo de ella muchísimos forúnculos, él me dijo que el lado derecho le dolía mucho y yo le dije que tenía acné infeccioso, que necesitaba una limpieza urgente.
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Para Gueddy, Muamar el Gadafi era un verdugo. Antes de su primer encuentro con él, había escuchado historias sobre exiliados y desaparecidos. Había visto ejecuciones por televisión y también proclamas en las que llamaba “perros callejeros” a sus opositores.
Cuando subía a una tribuna a dar un discurso, el León del Sáhara, el Guía de la Revolución, el Hombre de los Mil Nombres, era una persona poco expresiva, de gestos rígidos y sonrisa esquiva. En parte, debido a los problemas faciales que la cosmetóloga trató de mitigar en un complejo militar que el coronel utilizó como refugio durante años. Allá vivió Gadafi hasta el bombardeo ordenado por Ronald Reagan en 1986, tras un atentado que lideraron terroristas libios en una discoteca berlinesa frecuentada por soldados estadounidenses. La misión de Gueddy era suavizar la expresión de un tipo acusado de trabar amistad con grupos violentos, de ser un zorro precavido que no mostraba clemencia con sus rivales, de recurrir al asesinato como instrumento político. A menudo, no conseguía controlar sus ansiedades frente el coronel y, entonces, respiraba profundo para relajarse.
—Gadafi, en aquella época, era un buen mozo. Yo lo encontraba muy parecido a Julio Iglesias —ríe ahora Monasterio—. Pero era consciente de sus atropellos. Los 20 minutos que pasé con él cuando me lo presentaron fueron eternos. ¿Qué pasaría con mi esposo y con mis cinco hijos si me negara a verlo? ¿Qué sería de ellos?, me preguntaba.
Para los primeros tratamientos, Gueddy solicitó unas ampollas importadas con colágeno y vitaminas, además de una máquina especial de rayos uva. Unas semanas después, le entregaron las instrucciones del aparato y le dijeron que únicamente le dejarían manipularlo cuando visitara al coronel de nuevo. Nunca le permitieron trabajar en el hospital con el instrumental que solía utilizar en la peluquería. Gadafi no se fiaba ni siquiera de sus ministros. La leyenda alimentada por la prensa dice que cuando salía de viaje lo protegía una patrulla de 30 vírgenes entrenadas para matar en segundos.
Monasterio nunca se quedó a solas con el dictador. Mientras le aplicaba compresas calientes sobre las mejillas, había una enfermera que se ocupaba de frotarle los músculos; mientras le reventaba las espinillas con mucho cuidado, otra enfermera le acercaba gasas; mientras le ponía toallas heladas para mejorar su circulación, sentía que la vigilaban.
Según la cosmetóloga, Gadafi pasaba largas temporadas en el desierto. Y solía regresar de allí con la piel destrozada.
—Con los poros cerrados y sucios —dice. Y exagera luego—: tanto que 500 baños después, seguían obstruidos. A veces, dormitaba unos minutos mientras yo lo atendía y después me decía en italiano: “Ya me siento algo mejor, Guddy”. Nunca consiguió pronunciar mi nombre correctamente. (El playboy más famoso de la historia)
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Durante años, las mansiones de Gadafi y sus descendientes fueron uno de los símbolos de las extravagancias del poder y del desenfreno. En ellas, había jardines exuberantes y saunas, piscinas y puertas acorazadas, muebles de oro, coches último modelo, gimnasios y túneles. En las ruinas de la Casa de la Resistencia, que formaba parte del cuartel que fue atacado por los estadounidenses en la década del ochenta, el coronel pronunciaba diatribas encendidas contra Occidente y contra el “imperio” y daba entrevistas. A veces recibía a los presidentes de otros países, con actitudes soberbias, en una carpa bastante moderna, que tenía una alfombra de piel, sofás y pantalla plana. Y trataba de que la escenografía que lo rodeaba lo hiciera ver como esos iluminados que no se equivocan nunca.
Recostado sobre una cama, sin embargo, era tan vulnerable como cualquiera. Y como muchos gobernantes tanto de este siglo como de los pasados, cuando dependía de alguien se sentía incómodo e intentaba recuperar el control de la situación rápidamente. La periodista Carol Pires cuenta que la presidenta brasileña Dilma Rousseff suele perder la compostura y lanza insultos esporádicos cuando Rose Paz, la encargada de delinearle las cejas, le jala demasiado algún vello. Gadafi intimidaba con su voz de mando.
—Sus enfermeras eran muy lindas, unas muñequitas que parecían incapaces de hacer ningún mal a nadie. Pero él les hablaba como dando órdenes —cuenta Monasterio.
—Y no usaba perfume —agrega—. Al menos, cuando yo lo tenía enfrente.
Su papel era el del chico rudo, pero no quería parecer despreciable, y Gueddy hizo siempre lo posible con sus cremas y sus remedios para que el acné desapareciera, para que los rasgos más desagradables y burdos del caudillo libio no resaltaran tanto.
Un mandatario que muestra signos de flaqueza abona el terreno a sus enemigos. En los años noventa, en Rusia, el alcoholismo destrozó la imagen pública de un Boris Yeltsin que acabó fagocitado por la crisis económica y por sus adversarios políticos; los exiliados cubanos de Miami se han valido varias veces de los rumores sobre los achaques de Fidel Castro para ganar protagonismo; según el periódico británico The Guardian, al famoso emperador romano Julio César lo mataron por culpa de una depresión que acabó por convertirlo en una persona descuidada e inestable, y las enciclopedias están repletas de anecdotarios parecidos. Gadafi trataba de pasar inadvertido cuando se enfermaba. Era enfático, altanero y desafiante tanto en los mítines populares como en sus apariciones televisadas. Se veía muy seguro de sí mismo envuelto en las chilabas tradicionales que tenía en sus guardarropas. Con sus lentes de sol parecía un motero malhumorado. Y manejaba los temas relacionados con su salud como si fueran una cuestión de Estado.
El entorno del coronel le prohibió a Gueddy Monasterio que develara el motivo de sus visitas. La cosmetóloga solía decirle a su pareja que eran secretas (él entendía que no debía hacerle preguntas). Y poco a poco dejó de tener pánico a los automóviles que la recogían, a los pasillos estrechos, a las puertas cerradas y a las salitas de espera.
—Simplemente me concentraba en mis objetivos, en aliviar los dolores del coronel, en limpiar sus forúnculos. Intentaba no pensar en nada más —asegura Gueddy mientras lanza una mirada intimidatoria hacia las gradas que conducen al segundo piso de su vivienda, un poco molesta por los ladridos con eco de la perra de uno de sus hijos.
—A veces, también le masajeaba la cara —dice después—. A veces, le recomendaba hacer dieta.
Y a veces, cuando lo miraba, tenía la sensación de estar frente a una caricatura.
—Sin esas gafas de sol tan grandes que utilizaba, no impresionaba mucho.
Gueddy dejó de atender al coronel tras la Guerra del Golfo, en 1993, después de que a su marido le dio un derrame cerebral que los llevó a vivir entre Bolivia y Estados Unidos. Por aquel entonces, Gadafi estaba peor que nunca. (De pueblerino a multimillonario: la historia detrás del dueño de Zara)
—Muy callado —dice Monasterio—. Con síntomas de parálisis en algunas partes del rostro.
Tras la despedida de Libia, a Gueddy le entregaron el reloj que cuelga ahora de su muñeca y el coronel se encomendó a un cirujano plástico, al brasileño Liacyr Ribeiro. Según Ribeiro, Gadafi quería “rejuvenecer” y temía que lo durmieran con la anestesia.
El reloj que el Hermano Líder le regaló a la boliviana es similar al que recibió la ucraniana Galina Kolotnítskaya, una de las enfermeras predilectas de Gadafi, y tiene la pila gastada. Pero Gueddy lo conserva como si fuera la herencia de una tía rica. Es la prueba de que estuvo ahí, de que sus mil y una noches no fueron un cuento.
Le pregunto si puedo ver alguna foto con Gadafi, pero se excusa:
—En presencia del coronel no podíamos tomar fotografías.
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Tras el inicio de la Primavera Árabe en la región, tras el apoyo de una gran coalición internacional a los rebeldes libios y tras la victoria de las milicias populares en Bengasi y Trípoli, Gadafi se convirtió en un perseguido. En Crónicas de un país que ya no existe, el periodista Jon Lee Anderson cuenta cómo los grafitis ridiculizaban al líder depuesto en uno de los lugares emblemáticos de Trípoli, la antigua Plaza Verde, llamada Plaza de los Mártires tras la caída del dictador (“Gadafi como un perro, como rata, su cara saliendo de un inodoro”). El libro también narra cómo la huida lo llevó a su tierra natal, a Sirte, y cómo Sirte se convirtió en su tumba.
El 20 de octubre de 2011, la guardia de Gadafi fue emboscada y él se ocultó con varios de sus hombres en un desagüe. Poco después, tras un tiroteo, los rebeldes lo arrastraron fuera y lo enfrentaron. El final del melodrama lo conocemos gracias a una secuencia intermitente y siniestra de videos que fueron filmados con teléfonos celulares. (Así vive la familia más grande del mundo)
En las imágenes, Gadafi es empujado. Es humillado. Sangra. Trata de defenderse sin éxito. En las imágenes —anota Jon Lee Anderson—, “un hombre lo golpea con los zapatos” (…), hay alguien que dice: “manténgalo vivo” (…), “le tiran del pelo” (…), “escuchamos el disparo de un arma”. En las imágenes, aparece después con las marcas de un proyectil en la sien: “la cabeza colgando hacia atrás” y “los ojos medio abiertos pero sin ver”. En las imágenes, hay indicios suficientes para afirmar que hubo una ejecución sumaria: un linchamiento.
Según Gueddy Monasterio, que se animó a ver algunas de las filmaciones como una manera de pasar de página, Gadafi tuvo la muerte que se merecía.
—Me sentí muy aliviada al verlo así —me dice—. Hizo sufrir a mucha gente. Era un demonio.