12 de diciembre de 2011
Zona crónica
Infiltrada en la cocina de un restaurante chino
¿Qué ocurre en la cocina de un restaurante que vende la comida típica de un país cuya gastronomía incluye desde ratas hasta perros? Crónica de inmersión de una mujer occidental que se le midió a trabajar en dos restaurantes de inmigrantes chinos en Bogotá.
Por: Carol Ann FigueroaEstuve en dos. Del primero salí corriendo a mitad de turno mientras Ye-Ni (la dueña) gritaba “¡Señola, señola! ¡Conteste teléfono!”, y del segundo me fui un domingo a las diez de la noche luego de que Ye-Ni (también se llamaba así) se despidiera esperando verme al otro día. No renuncié oficialmente, pues me lo impidió la emoción de saber que mi último turno en un restaurante chino llegaba a su fin. (¿Qué almuerzan los empleados de los restaurantes?)
Atrás quedaba el aturdidor mandarín de mis empleadores; atrás, el empolvado rostro de Mao-Tse Tung observando la explotación a la que sus coterráneos someten a los míos; atrás, el olor a grasa, los pegotes de jabón y tierra en los trapos; atrás, las cebollas medio podridas y los sospechosos camarones. No más servir y almorzar chow fan, ni racionar salsa de soya como oro líquido, ni servir salsa agridulce rendida con agua o desmenuzar pechugas hasta el tuétano.
Desde ese día hasta hoy, me molesta ver un maneki-neko o gato de la fortuna, ya que mi paso por dos cocinas chinas me hizo entender que el animalito nada tiene que ver con la rentabilidad del negocio, pues esta se basa en el estrujamiento de cada recurso, y el fanatismo de los adictos al arroz refrito servido con dudosas carnes, cuya procedencia me propuse establecer cuando acepté infiltrarme como auxiliar de cocina.
Contrario a lo que pensé, las mentiras necesarias no tendrían que ver con mi saber culinario sino con el dramatismo de mi situación.
—¿Ta casada? ¿Tiene hijo? —preguntó la mujer que contestó mi tercera llamada buscando empleo.
—Soltera, sin hijos —respondí.
—Si no tiene hijo no tlabaja bien —aseguró tajantemente y cortó la llamada.
Agregué “madre desesperada” a mi historia y rápidamente tuve cuatro opciones de trabajo. Todos pedían disponibilidad de martes a domingo de diez a diez, así que la única variable para elegir fue su ubicación.
Así llegué a mi primera cocina en un concurrido y oscuro restaurante de Chapinero.
Don Jaime (decidí que su nombre era Hai-Mei o algo así), apareció tras la puerta de vidrio ataviado con un raído pantalón de paño color gris ratón, un esqueleto decorado con sangre seca y grasa, y un par de sandalias que hacían imposible ignorar el ancestral descuido de sus uñas.
Atravesamos el garaje esquivando verduras en el suelo; acomodando canastas de gaseosa, bolsas de basura y traperos sucios; cuidando el equilibrio al pisar los regueros que decoraban cada baldosa.
La cocina era un sinfín de abandono y suciedad: sobre una mesa de madera, dos cucarachas conquistaban el monte de ciento cincuenta pechugas que tenían al frente, mientras a sus espaldas, una orgía de platos y ollas sucias amenazaba con desfondar el lavaplatos. Dos morenas de mirada cansada y sonrisa alegre corrían interpretando las indicaciones de don Jaime, mezcla de un malhumorado mandiñol y mímica, con el cual me hizo entender que debía asear el salón y los baños antes de lavar la loza, y que tenía que hacerlo “lápido, lápido” para contestar dos líneas de domicilios, mientras atendía quince mesas. De no ser porque los tres mensajeros competían por tomar pedidos para cambiar precios y ganar el excedente, habría pasado menos tiempo allí.
Descubriendo una insospechada ubicuidad, conseguí cumplir mis tareas y aprender algo de mandarín mientras escuchaba la discusión que Ye-Ni sostuvo con una mujer a quien llamaban la Chimoltrufia, debido a su corte de pelo. Los clientes que oyeron me ayudaron a entender la escena: Ye-Ni había tenido un romance con el esposo de la Chimoltrufia y Hai-Mei lo sabía. Dos detalles contrariaron las conjeturas: uno, el momento en que Ye-Ni se calmó repentinamente e invitó a su oponente a comer kiwi y tomar té en la misma mesa, y otro, el momento en que Hai-Mei gritó: “¡Señola, señola!, ¡Llame Policía!”, mientras yo estaba en la cocina. Al asomarme, la Chimoltrufia estaba a punto de clavarle una botella en la cabeza, la cual él detuvo en el aire. (Fudo: un restaurante asiático poco convencional)
Analicé la situación: la riña sucedía junto al teléfono, lo que imposibilitaba hacer una llamada; los mensajeros no estaban y, dada la indiferencia de los clientes, las aliadas de Hai-Mei eran tres mujeres a las que les pagaba 17.000 pesos por trabajar doce horas. Di media vuelta y esperé en la cocina a que todo terminara sin sangre, como afortunadamente sucedió.
Entre las siete y las diez de la noche, corroboré la historia con las mujeres de la cocina, mientras desmenuzábamos pechugas relamidas por cucarachas, y troceábamos varios kilos de cerdo (lo vi entero), adobándolo con aguardiente y hierbas. A las nueve, Ye-Ni sacó otras cien pechugas y ordenó deshuesarlas, no sin antes señalar que a su juicio los huesos anteriores aún tenían pollo para el arroz y cuero y grasa para los rollitos primavera. Luego tomó un par de palitos chinos y de la única olla limpia que había en la cocina sacó cuatro empanadas cocinadas al vapor, las cuales fueron su cena junto con una taza de té. Hai-Mei hizo lo propio con una sopa de fideos que, como las empanadas, no estaba en el menú.
Al día siguiente regresé creyendo que la experiencia bastaría para ganar tiempo y analizar las carnes, sin calcular que tendría que lidiar con secuelas del problema marital: vasos y platos rotos en la barra, comida estrellada contra los cristales, sillas volcadas y manteles escurridos me dieron la bienvenida.
Mientras Hai-Mei exhibía su frustración ordenándome limpiar el desastre, Ye-Ni no daba señales de vida haciéndome temer por su suerte. Cuando apareció, deseé que su suerte hubiera sido la que me temía, pues comenzó a perseguirme con un rosario de órdenes inútiles, imposibles y simultáneas, que al mediodía acabaron con mi ubicuidad y dieron paso al caos. Teníamos cuarenta clientes, todos los platos estaban sucios y nadie podía lavarlos.
Apiñé loza en una bandeja para llevarla al lavaplatos, pero en el camino pisé un camarón y terminé por volcar todo contra el mesón. Hai-Mei se acercó visiblemente molesto, pero en lugar de regañarme por los platos rotos, lo hizo por un chow fan que un cliente devolvió porque había pedido chop suey.
—¡Usté escribe mal, usté paga plato! —gritó lanzándome la orden de pedido.
Al detallarla, era obvio que él había confundido un 07 (código de chop suey) con un 01 (código del chow fan), así que me acerqué y le dije: “Usted lee mal, usted paga plato”, y regresé al salón sin esperar su reacción.
Mientras escuchaba que sus pasos se acercaban, tres manos se levantaron al verme: una pedía la cuenta por tercera vez; otra pedía salsa de soya, y una más protestaba por la demora de sus chuletas. Sonó el teléfono y Ye-Ni (que estaba al lado del aparato) comenzó a gritar: “¡Señola, señola! ¡Conteste teléfono!”.
No recuerdo el momento de la decisión. Solo sé que caminé hacia Ye-Ni y le entregué la blusa que me había dado como uniforme, mientras ella me miraba desconcertada. Me alejé sin mirar atrás y el tráfico de la carrera 13 ahogó sus gritos.
Así fue como llegué a mi segunda cocina china, en un luminoso restaurante de Suba, patrimonio de una familia que, pese a tener tres negocios y vivir en Bogotá por quince años, no hablaba español. Solo Ye-Ni, la hija mayor, entendía lo que sus tres mensajeros y dos meseras decían, mientras el yerno y los abuelos trabajaban callados en la cocina.
Solo me hablaron para reprenderme por usar agua limpia o botar comida descompuesta, pues, a su juicio, una cebolla ennegrecida aún servía, y para lavar ochenta platos bastaba un balde de agua lluvia cargada de sedimento. ¿Cómo? Sumergiendo todo en un platón con jabón en polvo, para pasarlo luego a un platón sin jabón. Aunque al ‘quitar el jabón’ del décimo plato la operación perdía sentido dado que el platón ‘limpio’ ya estaba sucio, el tema dejó de importarme cuando me cansé de recibir regaños. Bajo ese mismo esquema, todos los trapos y traperos eran un pegote de grasa vieja.
Excepto por las cámaras de seguridad con que nos vigilaban desde la cocina, y el rigor con que nos hacían cepillar el piso, el extractor y la estufa, la dinámica era bastante similar: en lugar de dos líneas telefónicas tenían cinco, en lugar de dejar las verduras en el garaje lo hacían en el segundo piso, y las pechugas cocinadas no reposaban sobre una mesa sino sobre una silla. No me ordenaron desmenuzar pollo pero sí sacar los intestinos a incontables camarones, cuyo color purpúreo y consistencia gomosa nunca me gustó, pese a que los mensajeros solían robarlos del arroz sin camarón que ellos pedían con camarones. La familia no consumía lo que vendía, y su dieta estaba compuesta por duraznos, té, arroz blanco, algas y pescado.
Nunca vi trozos enteros de cerdo, ni pude ver cómo preparaban la salsa agridulce o los rollitos primavera, de modo que sus ingredientes eran un misterio, como también lo era la infusión que usaba la abuela cada vez que ejecutaba un desagradable ritual: dos veces al día sumergía los pies en un balde con agua tibia y plantas, y durante media hora se sacaba el mugre de las uñas, mientras masajeaba sus piernas, cuya coloración era similar a la de los camarones. Al terminar, volcaba el agua sucia junto al platón de la loza, y volvía a cocinar sin lavarse las manos. (Visita al ‘corrientazo’ que ganó una estrella Michelin por error)
Más de una vez corrí al segundo piso para ocultar las arcadas que me producía la escena, fingiendo que subía a picar cebollas. Aquel fue mi refugio, pues además de ser el único lugar sin cámaras, funcionaba como bodega y tenía pegada en la pared una lista de proveedores que copié por tandas. El origen de los camarones y el cerdo fue mi prioridad, así como una empresa cuyo nombre identificaba varios bultos, y que resultó tener sede en Shandong, China. Se trataba de FuFeng, empresa productora de glutamato monosódico, un potenciador de sabor básico en la cocina oriental, que tras hacerse famoso en 1968 por causar el “síndrome del restaurante chino” (dolor de cabeza, rubor y palpitaciones), se volvió protagónico en las comidas rápidas de todo mundo.
En la lista, frente a los camarones aparecía un teléfono que jamás fue respondido por su dueño, quien tuvo a bien aparecer en el restaurante para abastecerlo. Era un hombre alto, gordo y calvo, cuyo acento antioqueño hacía juego con el Jeep Willys del cual sacaba una nevera de icopor con pescados y bolsas de camarones, que Ye-Ni analizaba pacientemente para después regatear un rato.
El proveedor del cerdo no vino a mí, así que tuve que ir a él, subiendo un par de lomas en El Tunal, preguntando por la salsamentaria, pues esta no tenía letrero. Cuando llegué, las puertas estaban abiertas, así que creí encontrar mi oportunidad de ver un matadero de perros.
Nada más lejos de lo que encontré: cinco empleados debidamente ataviados, en instalaciones que cumplían con las normas de procesamiento de embutidos, empacaban las bolsas de jamón de cerdo troceado que había visto en el restaurante. Pedí hablar con el dueño y un hombrecillo bonachón se apresuró a extenderme su mano, a la cual le faltaban varios dedos. Cuando lo convencí de contarme sus secretos, el me convenció de acompañarlo a entregar un pedido, pues solo así tenía tiempo.
Diez minutos le bastaron para revelarme lo que todos sospechan: el jamón de cerdo que se consume en la mayoría de los restaurantes chinos, no es de cerdo. Es una mezcla de almidón de papa, sangre, colorante, rabadilla y cuero de pollo, grasa de res y cerdo, con la que se consigue un producto que cuesta 1800 pesos la libra y es, por supuesto, el favorito de los restaurantes chinos a los cuales provee el sabio bonachón. Él se reía como un enano al ver mi expresión mientras escuchaba sus revelaciones, pues dada su experticia, supo explicarme otras prácticas empleadas en fábricas de renombre, que darían para escribir otro artículo. Los chinos no son los únicos que basan la rentabilidad de su negocio exprimiendo enfermizamente sus recursos —pensé mientras me despedía.
Desde ese día hasta hoy, tardo más de la cuenta en el supermercado y la carnicería y no soporto la idea de pedir comida china a domicilio. Antes de dormirme, recuerdo a quienes fueron mis compañeros de trabajo y agradezco profundamente no estar obligada a ganarme la vida en una cocina china. (Una manera de comer barato en los mejores restaurantes de Bogotá)