15 de septiembre de 2009
Testimonios
Cómo es perder unas elecciones
El exalcalde, excandidato y de nuevo aspirante a la Alcaldía de Bogotá, Enrique Peñalosa, cuenta cuál fue el mayor dolor de su derrota.
Por: Enrique Peñalosa"Si puedes encontrarte con Triunfo y con Desastre
Y tratar ambos impostores por igual…
O ver aquello a lo que diste tu vida destrozado
Y agacharte a reconstruirlo con herramientas ya gastadas…
Si puedes apilar todos tus logros, y apostarlos,
Y perder y comenzar de nuevo desde cero
Y no musitar palabra sobre tu pérdida…".
Realmente es más sencillo leer que vivir por esos principios que propuso Kipling. Precisamente, cuando estaba pensando qué incluir en este artículo que me pidieron sobre qué se siente al perder, me llamó mi primo a decirme que su hijo de 10 años por segunda vez había perdido la elección para convertirse en representante de su curso. Me pidió llamarlo y consolarlo de alguna manera con mis experiencias electorales. He ganado dos elecciones y perdido cuatro, entre las que están las dos últimas. De modo que soy experto en perder, por lo que podría ser consejero para quienes sufren estos fracasos dolorosos, así como hay psicólogos especializados en atender a los recién divorciados. Nadie me lo ha sugerido, por discreción posiblemente, pero podría volverme asesor de equipos que hayan sufrido derrotas frecuentes y/o traumáticas. No es casualidad que cuando SoHo pensó en un político que escribiera una columna sobre derrotas, haya pensado en mí.
Lloré en algún momento esa noche. Unos días después lloré junto a unas ciclorrutas en París, donde había aceptado de antemano dictar una conferencia, sabiendo que perdería. Y no se me quitaron las ganas de llorar por muchos meses; aunque no llorara, sentía frecuentemente las lágrimas a flor de piel, como en la nuca, a punto de salir por cualquier motivo, o por nada; pero afortunadamente se quedaban adentro casi siempre.
Pocos años antes a mi hijo de 8 años, que entonces vivía feliz en Nueva York donde yo había ido a trabajar en la universidad después de que terminó mi período en la Alcaldía, le dijimos que regresábamos porque el papá intentaría ser presidente. Y ahora había perdido una campaña al Senado y otra a la Alcaldía. Había perdido antes, pero siempre habían quedado posibilidades para el futuro. La primera vez que perdí la elección para la Alcaldía saqué muchos más votos que los que obtuve para la Cámara; la segunda vez más que la primera; aun cuando perdí la elección para el Senado, veía la Alcaldía a mi alcance. Mi vigencia política significaba también que podía conseguir recursos para mi fundación y en lo fundamental para vivir dedicado prioritariamente a la política. Ahora que perdía la elección de la Alcaldía no había otra posibilidad electoral hacia el futuro: era el fin.
Políticamente estaba acabado. Y económicamente no tendría ingresos provenientes de la fundación. ¿A qué me dedicaría para vivir? Tenía ahorros para unos meses. Y no quería tener que convertirme en presidente de gremio. Me sentía capaz de dirigir con éxito una empresa privada y me ofendía que lo único que yo tuviera que aportar fueran mis relaciones o habilidad para acceder a instancias de decisión para favorecer algún sector. A diferencia de lo que ocurre en cualquier otra actividad laboral, en la que uno se califica y se valoriza en el mercado a lo largo del tiempo, la política lo descalifica a uno para casi todo. Fui a entrevistas en varias agencias especializadas en ubicar ejecutivos, y me di unos meses para ver a qué nivel podía llevar mis actividades de consultoría a ciudades en el exterior.
El mayor dolor de la derrota fue no realizar lo que había soñado y ver destruir lo que había construido. Tenía cientos de páginas con ideas de proyectos, para un barrio o para una nueva ciudad. Cuando voy a los barrios ilegales que están surgiendo en partes absurdamente altas y frías de Usme y Ciudad Bolívar, sin agua, fríos, inclinados, sin parques, recuerdo que desde que salí de la Alcaldía no se ha invertido un peso en tierra para vivienda popular, y Metrovivienda está boqueando. El proyecto al que le había dedicado muchos meses, que había planteado al Consejo de Ministros del presidente Uribe para adquirir 6000 hectáreas en el suroccidente para una nueva ciudad maravillosa, con alamedas y parques, que acabara para siempre el problema de escasez de tierra para vivienda popular… enterrado. La ciudad para los niños era sustituida por bahías de estacionamiento para los carros; la red de ciclorrutas que debía ser, se esfumaba; terrenos que habíamos adquirido para parques se destinaban a proyectos de vivienda para funcionarios; parques que habíamos recuperado de la privatización se volvían a privatizar entregándolos a las federaciones de golf y de fútbol; la durísima batalla que habíamos dado para cerrar un cementerio y hacer un parque en el sector de Mártires y beneficiar a cientos de miles de niños se convertía en presa del egoísmo de algunos intelectuales haciendo monumentos a su propia gloria; se venden los bordes del embalse de Tominé donde se debía hacer el parque que planeamos, el único gran parque regional que podría tener nuestra ciudad… todo duele.
Amigas seguidoras del líder religioso indio Sai Baba me dicen que debo dejar atrás la pasión y no sufrir porque haya carros en las aceras o afiches en los postes. Debo sentir "desapego", que es un estado más elevado del ser. Yo trato. En el Museo Metropolitano me fascinan unas pequeñas figuras femeninas de más de 10.000 años. Evidentemente quien las hizo tenía capacidad de apreciar la belleza, inteligencia, capacidad de abstracción, de crear; quiso a sus padres y a sus hijos, se rio y lloró: era igual a nosotros. ¿Y quién se acuerda hoy quién fue? ¿Qué importa entonces que hagamos parques o no, metros o TransMilenios, barrios bien hechos o desastres? De cualquier forma, somos totalmente irrelevantes: desapego. Tengo que lograrlo. Pero no puedo y me sigue doliendo.
Cuando voy por ahí en bicicleta en una ciclorruta y alguien me insulta con odio, me pregunto: ¿qué pasó desde esa ciclovía Nocturna de Navidad del año 2000 en la que casi no podía avanzar porque miles se agolpaban para agradecerme haberles cambiado la vida, especialmente los más pobres? ¿Qué me convirtió en un monstruo corrupto que odia a los pobres, cuando con obsesión casi enfermiza solo he tratado de hacerles la vida más digna y feliz?
Después de alguna de las derrotas un amigo muy especial me regaló un retablo con palabras de Roosevelt para los perdedores: "No es quien critica el que cuenta; ni quien señala cómo el hombre grande tropieza o dónde el hacedor de cosas las podría haber hecho mejor. El crédito pertenece a quien está verdaderamente en la arena; cuya cara está sucia de polvo, sudor y sangre; quien se esfuerza valientemente, se equivoca y falla una y otra vez porque no hay esfuerzo sin errores o fracasos; pero conoce los grandes entusiasmos, las grandes devociones; quien se gasta en una causa noble, y, en el mejor de los casos, al final conoce el triunfo del gran logro y, en el peor, fracasa, pero por lo menos fracasa arriesgándose enormemente, de modo que su lugar jamás estará entre aquellas almas frías y tímidas que no conocen ni la victoria, ni la derrota".
Roosevelt es un consuelo, que tampoco termina de convencerme.