9 de marzo de 2006
El Patio del Tango

Carlos Gardel está vivo. Habita una vieja casa en el barrio antioquia, donde hace varias décadas funciona el bar de tango más tradicional de la ciudad. Su propietario, el gordo aníbal, dueño de la historia secreta del tango de medell.iin, habla con él todas las noches. En medio de los compases de la orquesta que ejecuta un tango, el Gordo Aníbal se acerca en silencio al cuadro de Carlos Gardel que cuelga de la pared, como si fuera un cuadro del Corazón de Jesús, y le enciende una vela. Él es el presentador del show, el propietario, el animador y el cocinero mayor de este sitio singular, donde el patrón canta tangos y milongas para los amigos. Ahora está vestido de camisa blanca de cuello almidonado y de corbata y saco oscuros. Sobre las baldosas rojas y amarillas de la pista de baile, una pareja de bailarines jóvenes se abraza y hace ochos con sus piernas cruzadas, al compás de la música.
El lugar es un largo corredor abierto de una casa vieja que da a una de las calles del Barrio Antioquia. Tiene las paredes llenas de cuadros de cantantes criollos y argentinos y orquestas legendarias de Buenos Aires. También tiene fotos de la época en que el Gordo era un cantante joven. Se llama, como en los viejos tiempos, El Patio del Tango. Es El Patio de don Aníbal Moncada, el mismo viejo amado al que todos sus hijos llamamos el Gordo Aníbal: un tatarabuelo corpulento y bueno, de piel blanca y ojos azules. Es uno de los pocos santuarios de la música popular que todavía quedan vivos en Medellín. A pesar del aire triste de la música que sale de los bandoneones en El Patio se vive de día y de noche en medio de un aire perpetuo de fiesta. La alegría se ve hasta en los festones que cuelgan del techo durante todo el año y que el viento mueve cuando sopla sobre el corredor. Si uno le pregunta al Gordo por qué no los quita, él contesta: "Para qué, si ya vamos a estar otra vez en diciembre..."
-Yo a Gardel lo conocí muerto -dice Aníbal con su voz ronca de fumador de cigarrillos baratos y bebedor de aguardiente en otros tiempos. Está parado junto al mismo cuadro que alumbraba con velas hace cuarenta años en el viejo Patio del Tango de Guayaquil.
-Él se mató el lunes 24 de junio de 1935, a las tres de la tarde. Nosotros vivíamos en la esquina redonda, aquí en el barrio Antioquia. Yo tenía como cinco años. Estaban elevando un planeador. De pronto sentimos un batacazo, como de un choque. La pista del aeropuerto de Las Playas era en cascajo. Salimos corriendo y sí, en el campo de aviación había una pila de candela, los dos aviones estaban quemándose. Eso estaba lleno de gente. La policía tenía todo rodeado. Yo me metí por entre las botas de un policía. Los cadáveres los iban sacando y los iban poniendo en fila. A los que les encontraban pertenencias todavía sin quemar, se las ponían encima. Gardel y sus músicos quedaron ahí en medio de todos esos hierros achicharrados. Algunos salieron con pedazos de silla que no se alcanzaron a quemar, pegados del cuerpo. Al rato llegó un curita a darles el bien morir. Por ahí como a las siete de la noche nos vinimos. Por todas estas mangas del barrio Antioquia olía a carne chamuscada. A los dos meses todavía se sentía el olor...
El Gordo busca una mesa y se sienta a mirar la pista.
-Yo tenía toda la colección de las fotos del accidente. Un amigo se quedó con ella. El cuadro de Gardel que tengo ahí colgado era una foto de Obando. Cuando vendí El Patio viejo, dije: yo vendo el negocio, pero no vendo ni el nombre ni el cuadro. Los nuevos dueños tiraron el cuadro por ahí. Un día pasé y lo vi tirado y me dio tristeza y lo recogí. Un pintor amigo, que ya mataron, dijo: ¡Qué pesar! Este cuadro tan bonito y está todo arañado... Y le echó pintura a la foto. Y le agregó el choque de los dos aviones.
El Gordo y el cuadro parecen cosidos uno al otro por la fuerza del destino. Él se ríe recordando las historias del cuadro. Sucedió en El Patio viejo. Allí la foto de Gardel, todavía sin pintura y sin aviones, también presidía la pista de baile y la gente la veneraba como si fuera el cuadro de un santo. El Gordo le encendía velas todas las tardes, antes del show. Una noche, un borracho entró al bar, se detuvo junto al cuadro y sacó un revólver. Los músicos y los cantantes se asustaron, pararon la música y se tiraron al suelo. El borracho los miró sin rabia y luego disparó tres tiros contra el cuadro. Después guardó el arma y les dijo: "Tranquilos, muchachos, sigan cantando que este problema no es con ustedes, sino con Gardel". Y salió del bar caminando tranquilo por en medio de las mesas.
En El Patio de Guayaquil, todos los 24 de junio, la gente hacía un minuto de silencio en memoria de Gardel. Y el 11 de diciembre, fecha de su nacimiento, le celebraban el cumpleaños.
-Había locos muy raros que iban y le hablaban al cuadro -me cuenta el Gordo-. Una vez llegó uno. Se paró frente al cuadro y le dijo: "¡Gardel, cómo te queremos todos! Enseguida sacó su billetera del bolsillo, sacó la plata que tenía y la tiró al pie del cuadro. Eran como seiscientos pesos de esa época.
Yo me acerco al cuadro y veo los huecos abiertos por las balas. Parecen una herida. El Gordo dice:
-Un día, cuando vendí El Patio, vino un amigo y me dijo: "Hombre, cómo te parece que están tumbando ese negocio y por allá vi el cuadrito que vos querés tanto. Está entre un poco de escombros". Yo le dije: "Cómo así, hombre..." Y llamé a un vecino y nos fuimos. Aura, mi señora, me dijo: "¿Para dónde vas así, bien enfermo?", y yo le dije: "¡Voy por mi cuadro! ¡Es que vale más mi cuadro que yo!". Y me fui. Y se me salieron las lágrimas cuando vi el cuadro allá... Y lo saqué. Y le dije a Gardel: "Lindo, mi viejito", y lo limpié y le dije a mi amigo: "Vení, vámonos, que no quiero pelear..." Pero antes de salir, les dije a los que estaban tumbando el local: "Malparidos, ¡como no era de ustedes!".
Me vine con el cuadro todo emberracado y carisucio. Yo tenía este local vacío. Entonces llegué y me fui para el garaje y con un clavo, tan, tan, lo clavé en la pared y le dije: "Aquí te voy a poner... Cuando me alivie vamos a abrir otra vez este negocio... Y te voy a mandar a decir una misa a vos, para que me curés a mí... Y me vas a ayudar, porque si me voy a la olla te vas vos también..." Entonces mi señora me dijo: "Vos estás loco, Aníbal, hablándole a un cuadro..." Y yo le dije: "Es que le estoy conversando a Carlitos". Y tan, me entré ahí mismo para la casa...
El Gordo saca su billetera y me la muestra. Adentro hay una foto en la que él está muy joven, al lado de Aura. También hay una fotocopia de un cheque girado por Carlos Gardel en 1935. Fue uno de los pocos papeles personales que no se quemaron en el accidente. Hay además una foto del cantante y dos plumas de colores. Son plumas de un pájaro que le regaló Luis Correa, un cantante argentino que fundó con él el viejo Patio del Tango. Parecen plumas de pavo real. Las lleva siempre consigo desde 1972. Están envueltas en un sobre de papel celofán. Adentro hay un pequeño cartón doblado en el que dice: "Caburé - Í. Pájaro Payé. Plumas. La del ala atrae dinero. La del cuello, amor".
Le pregunto al Gordo por la historia de las plumas. Él me presta el cartón: "Caburé- Í. Pájaro carnívoro de poder magnético. Atrae con su silbido característico a la más variada cantidad de pájaros, eligiendo la pieza de su agrado, la hipnotiza y con su aleteo estruendoso ahuyenta a las demás. De ahí es que existe la creencia de que quien posee una de sus plumas ese poder es transmitido a uno". Guarda las plumas y me dice que va a salir al escenario para cantar unas milongas.
-Claro que yo ya no canto, sino que ladro -y empieza a recitar las mismas palabras que ha recitado cada noche de cada fin de semana durante los últimos cuarenta años: ‘‘Señoras y señores, sean ustedes bienvenidos una vez más al Patio del Tango. Con mucho gusto, vamos a interpretar para ustedes una bonita página del maestro Enrique Cadícamo que lleva por título Los mareados." Y con su voz gangosa que parece salida de un viejo disco de acetato de 78 RPM, canta:
Esta noche, amiga mía,/el alcohol nos ha embriagado.../

¡Qué importa que se rían/y nos llamen los mareados! /Cada cual tiene sus penas/ y nosotros las tenemos.../ Esta noche beberemos / porque ya no volveremos a vernos más...
Mientras lo hace, yo me pongo a pensar en tantas historias perdidas de mi ciudad que hay entre el pecho y la espalda de este hombre.
Al Gordo lo trajeron de brazos al Barrio Antioquia por allá en los años veinte. En medio de la música y del bailongo, su voz viene a mi mente desde lo alto de la noche:
-Nací en Jericó, tierra de godos. Soy el mayor de cinco hermanos. Mi papá trabajaba pisando tierra con mulas para hacer adobes y también era carnicero. En 1950, por culpa del decreto 517 de la Alcaldía, el barrio fue declarado zona de tolerancia. Entonces empezaron a llegar putas de todas partes buscando casas de alquiler. Y se formó aquí una zona de prostíbulos que la gente llamaba Corea. Había putas que salían desnudas a la calle no más que por armar escándalo. Una vez tumbaron una Virgen del Carmen que había en una esquina y se la llevaron amarrada con un lazo, arrastrándola por todo el barrio.
A lo largo de su vida, el Gordo ha sido carnicero, albañil, vendedor de periódicos, de rifas, pegador de baldosas, y ventero de avena y pasteles dulces en el Teatro Granada y en otros cines que ya cerraron sus puertas en el barrio Guayaquil. De niño, le ayudaba a su tío Santiago a arreglar tumbas en el viejo cementerio de San Lorenzo. En la violencia del cincuenta también fue policía chulavita, pero de los buenos.
Como perdió a su padre desde muy niño, el Gordo fue criado por los carniceros de la plaza de mercado de Guayaquil. Él les hacía los mandados y ellos le regalaban las carnes sobrantes de las reses.
-Yo dejé la carnicería porque me quebré vendiendo cerdos. Entonces me aventuré con la música. Primero monté un negocio que se llamaba El Abrojito. Allá comencé a hacer caldo de pescado, fritangas, sancocho de gallina... Iban muchos mecánicos de los talleres de por ahí. Después, me conocí con Luis Correa, un cantante argentino de la orquesta de Héctor Varela. Él iba a hacerme la visita y nos hicimos compadres. Luis vino a Medellín a trabajar en Radio Visión por unos meses. Pero se amañó tanto que decidió quedarse y me propuso que montáramos un grill donde él pudiera cantar. Yo alquilé un local en la carrera Junín, entre Maturín y Amador. Lo pusimos El Patio del Tango, en homenaje a Julio Sosa.
Así nació en Medellín el primer bar del centro donde la gente podía oír tangos y ver bailar a las muchachas del Gordo al compás de un conjunto típico de planta formado por músicos ciegos. El bar se volvió tan famoso que allí iba a tomar aguardiente gente tan distinta como Fernando Botero, Belisario Betancur, el escritor Manuel Mejía Vallejo, el estudiante Nicanor Restrepo Santamaría, el boxeador Rocky Valdez.
El bar era un salón largo, con treinta y dos mesas, atendidas por treinta y dos muchachas. La clientela habitual estaba formada por bohemios, compositores de pasillos, bambucos y tangos, uno que otro hampón, obreros del Ferrocarril de Antioquia, comerciantes de la Plaza de Cisneros, carniceros, gente de Guayaquil.
En la mitad del bar había un escenario. Era redondeado: parecía un pedazo de queso. Ahí cantaban y bailaban todos los artistas que el Gordo contrataba. También, los voluntarios, que fueron incontables. Las paredes estaban adornadas con cuadros de peleas de gallos, duelos a cuchillo y parejas bailando tango. Los cuadros los pintaban pintores de la calle, los mismos que pintaban los buses y los camiones de servicio público. A un lado del escenario había una mano gigantesca que sostenía una baraja de naipes. A la derecha había un aviso grande de cerveza Pilsen. En una de las paredes del fondo también había un retrato de ‘Pichuco‘ Troilo, uno de los músicos preferidos del Gordo.
El show empezaba a las cuatro de la tarde con un grupo de fonomímicos. A las siete de la noche el local estaba lleno. A veces, el show terminaba a las siete u ocho de la mañana del día siguiente. Todo dependía de la clientela.
El Gordo Aníbal vendió el bar una noche, borrachito. Luis Correa no le quiso recibir ni un peso de los que se ganaron con la venta. Le dijo: "Gordo, esto lo hiciste vos", le regaló las plumas del pájaro Caburé, y regresó a Buenos Aires. Con la plata se fue a viajar con su esposa por Argentina, México y Brasil. Cuando volvió, trató de abrir El Patio de nuevo. Pero no tuvo éxito y además se enfermó de una parálisis facial que le torció la cara y le impedía cantar. Hasta que un día, después de atravesar muchas penurias y recuperar el cuadro de Gardel de entre las ruinas del último Patio, decidió entronizarlo en el garaje de su casa.
-Fueron muchas las oraciones que le recé a Gardel para que me curara. Y mire como estoy, me hizo el milagro. ¡Gardel es un santo!
En 1979, El Patio del Tango volvió a abrir sus puertas en el barrio Antioquia como si fuera un barco errante que regresa al puerto, con su capitán a bordo, aliviado de todos sus males.
Es medianoche. El Gordo ha dejado de cantar. Las parejas siguen bailando. Cuando volvemos a la mesa se pone a hablar de las peleas que le tocó presenciar cuando era niño en la antigua Plaza de Cisneros. La que más recuerda es la de Honorio Díaz y Alfonso, el pereirano.
-Honorio Díaz era muy conocido por ser el carnicero más peleador. Vivía armando peleas por donde quiera que iba. Los carniceros no lo llamaban por su nombre. En la plaza, tal vez por su comportamiento, tal vez porque todos los días vendía en su negocio unos cuantos cerdos descuartizados, la gente lo conocía con el apodo de la ‘Marrana‘. Alfonso, el pereirano, por el contrario, era un hombre muy pacífico, que respetaba a todo el mundo y no se metía con nadie. Un día, la ‘Marrana‘ estaba tomando trago en una cantina y se puso a poner problema. Cuando pasó Alfonso, lo insultó y después lo retó a pelear a cuchillo. En un comienzo no le hizo caso, pero Díaz empezó a irrespetarlo con más saña y a decirle que él no aceptaba pelear porque tenía miedo. Que si era hombre, le respondiera. Hasta que Alfonso no se aguantó más y decidió salir a pelear. La gente les abrió paso e hizo una rueda. El primero que atacó fue la ‘Marrana‘. Alfonso lo esperaba con paciencia y atajaba los golpes del cuchillo con el poncho amarrado en el antebrazo izquierdo. Luego, pasó a la ofensiva. Al rato, los dos ya estaban cansados de darse cuchillo y tenían los delantales llenos de sangre. La ‘Marrana‘ estaba sin fuerzas y se dio cuenta de que su rival todavía estaba entero. De pronto dijo que no peleaba más y se fue corriendo. El pereirano estaba muy bravo y le gritó, temblando de ira: "Usted no es capaz de matarme a mí... Y yo sí me mato". Y cogió el cuchillo y se lo enterró en el pecho. La cacha del arma le quedó temblando, ya enterrada en el cuerpo. Después, el tipo dijo: "Díganle a la ‘Marrana‘ que me voy a tomar un aguardiente donde Tilano... Que allá lo espero..." Y dio unos pasos y bajó a la acera. Pero ya iba muerto. En ese mismo instante cayó al suelo.
La pequeña orquesta de El Patio toca los últimos tangos de la noche. El Gordo me lleva del brazo hasta la pared donde tiene un álbum que va de extremo a extremo. No soy capaz de contar las fotos. Las caras son casi todas de cantantes y músicos que alguna vez pasaron por El Patio. Hay caras que ríen, hay caras que bailan, hay gestos de asombro, hay muecas de alegría y de dolor. Hay rostros de jóvenes que empiezan su carrera de artistas, hay rostros de cantantes retirados, casi todos de viejas orquestas típicas de Buenos Aires o de conjuntos colombianos. Boleristas, serenateros, cantantes de tangos. Son fotos tomadas en cabarés de todas las clases, en un montón de ciudades. En algunas, los hombres bailan, acompañados casi siempre por mujeres más jóvenes, ataviadas con trajes que pretenden ser muy elegantes. Hay fotos con placas conmemorativas al fondo, tomadas en distintos rincones de la ciudad de Buenos Aires.
En la pared, la fila de caras que miran a la cámara parece interminable. Está Luis Correa en la época en que se había hecho célebre cantando Lilián, con la orquesta de Héctor Varela. Está el compadre Armando Moreno, quien vivió en la casa del Gordo durante meses, en temporadas diferentes: es la época de los Valses y los Foxes. "Se va el tren". Está peinado con gomina. Están Juan D‘Arienzo, Eliseo Marchese, Rodolfo Biaggi, Donaldo Rassiatti, Aníbal Troilo, vestidos casi siempre de esmoquin. Al lado de ellos, en fotos en blanco y negro y en color, aparecen docenas de cantantes y bailarines colombianos de los cuales ya ni el Gordo recuerda los nombres. Está Héctor Galán. Cantantes argentinos, uruguayos, chilenos que, como Pepe Aguirre, anduvieron extraviados durantes meses, durante años, en las calles y las noches de Medellín. Hay caras morenas, caras blancas e indias, pelos plateados, sonrisas, cicatrices, carcajadas. Hay caras que parecen de ex presidiarios, cabareteras vestidas de terciopelo para la ocasión solemne, hombres del pueblo con sombreros baratos, grandes señores de la cuenca del Plata que miran al resto del género humano por encima de los hombros.
Y al fondo, en la pared que media entre el baño y la cocina, lo mismo que en la pared de adelante, la figura sonriente, imperturbable, siempre vieja y siempre joven, de Carlitos Gardel. San Romualdo, como él lo llama.
En las fotografías hay algunos rostros que se repiten. Entre ellos, el más amable es el del dueño de la casa, en distintas poses, en distintos países. El Gordo Aníbal con los ojos cerrados, la cabeza recostada entre los senos opulentos de una bailarina de samba, alta y morena, del Carnaval de Río de Janeiro. El Gordo junto al obelisco de la Avenida 9 de Julio, en Buenos Aires.
Pero con excepción tal vez de Gardel en todas las situaciones y lugares y con acompañantes de todas las épocas, las que pululan son las caras anónimas de los músicos que compusieron algún tango ya olvidado, que fue sensación en los años cincuenta o sesenta. Gente que vino de Buenos Aires a los desaparecidos Festivales del Tango, celebrados en Medellín en memoria de Gardel. Gente que fue a cantar al Patio. Sin embargo, las más numerosas, las que más se repiten de un lado a otro de las paredes del bar, son las caras de los cantantes muertos.
Pero el Gordo Aníbal todavía está vivo. Y a pesar de que ya ha pasado la medianoche, en la pista de baile de baldosas rojas y amarillas, el tango también está vivo.