19 de septiembre de 2017

Hitorias

En Londres no se puede bailar

Un tour nocturno por una docena de míticos pubs y clubes londinenses. La búsqueda del sitio perfecto para enfiestarse. Un periodista que no encuentra lo que busca. Con ustedes, este recorrido frenético por dos de los barrios más trendy de la capital británica, donde hay de todo, menos un buen sitio para rumbear a la vieja usanza.

Por: Alejandro Millán

Shoreditch y Dalston — Londres — Inglaterra

La primera ronda de trago llega en un samovar de cobre humeante, con un pequeño grifo del que cae a gotas la Cerveza del Alquimista: una pócima de whisky, ron, semillas de cilantro, té chino oolong, agua de quinua, piña y limón. Los alquimistas, quienes quiera que sean en este bar escondido en un subsuelo de Londres, tienen una idea bastante peculiar de cómo hacer cerveza. (Visita al banco de sonidos más grande del mundo)

El Nightjar es un secreto a voces desde que abrió en 2010 como una alternativa a los bares atestados del West End, el centro de la capital británica. Un reducto muy años veinte, apenas iluminado, concebido como un speakeasy –aquellos antros ilegales de Estados Unidos durante la veda alcohólica que duró hasta 1933–, con un repertorio de cocteles que son a la vez experimento y lección de historia: los pre y pos-Prohibición, los de la Segunda Guerra Mundial y los que se pusieron de moda después. El menú viene dedicado a “ciertos hombres de otros días que hicieron del beber uno de los placeres de la vida, no uno de sus males”. Tanta pretensión me genera cierta suspicacia, que se me disipa con el primer sorbo de la falsa cerveza alquímica.

A la mesa de madera detrás de nosotros, flanqueada por butacas rojas y asientos de cuero fino, llega otro trago, en una tetera cerámica con forma de tanque de guerra. Golpe de Artillería, se llama. Lo comparten una señorita de vestido Gatsby y dos treintañeros barbados de pantalones estrechos, tobillos al aire y zapatos sin medias.

Nosotros también compartimos trago. Somos cuatro: un turista quiere verlo todo en su debut londinense, cantidad antes que calidad; una fiestera consumada, la reina de la noche, que frecuenta la escena de la música electrónica y tiene una visión extrema de lo que significa salir de rumba: multitudinarias raves de galpón que se prolongan en after hours hasta pasado el mediodía; una chica más bien hogareña que preferiría estar en su sillón viendo Netflix, y yo, que solo quiero bailar, un guaro y Joe Arroyo. Este bar, con su repertorio de crooner y jazz del bueno, me parece un tentempié decente, pero ya está bien.

La ruta de Shoreditch debería dejarnos contentos a todos, pienso. Este barrio del este que hace unos 20 años era tierra de nadie se ha convertido en centro de la movida de una de las capitales del mundo. Con sus grafitis estridentes sobre las paredes de depósitos y fábricas abandonadas durante décadas, las calles son vía de peregrinaje de hipsters de veintipocos, pulidos señoritos de la zona financiera (la City), parejas de cita, grupos de amigos en una noche más de borrachera. Porque aquí todas las noches, o casi, son de borrachera: los andares zigzagueantes se incrementan conforme pasan las horas, signo visible de esa fama de bebedores empedernidos que tienen los británicos.

La caminata nos lleva desde Old Street, una horrenda rotonda de cemento fuera de escala humana, hasta la plaza verde de Hoxton. Y, más allá, a la calle Kingsland, corazón de la rumba.

No se puede decir que no lo intentamos. Hacemos una parada en el Hoxton, el lobby de un hotel de estilo industrial donde los ejecutivos desfachatados de empresas del Silicon Valley que están de paso por la ciudad se juntan con una tribu local de diseñadores, videoartistas y modernillos sin ocupación conocida. Los tragos son impecables y el dj se esmera con el house, pero aquí nadie baila; solo se ríen y se hablan al oído, y quién sabe si así cocinan la próxima startup millonaria.

“Esta onda es lo menos... Shoreditch ya fue, la movida está en otros barrios, ¿entendés? –dice la reina de la noche, a quien cuando está ofuscada se le alborota el acento argentino–. Pasó que esto se llenó de turistas”, insiste, y el turista la mira un poco avergonzado, como si el destino trasnochado de una ciudad entera dependiera de su presencia.

Seguimos, a ver si nos va mejor con los reductos de nombres estrambóticos. El Bull in a China Shop (que traduce algo así como Toro en un Bazar), un bar de inspiración asiática escondido detrás de un pub austero, dickensiano, atrae a las masas hambrientas que a esta hora le hincan el diente al pollo rostizado, su plato insignia. Nos acodamos en la barra de cobre lustroso y pedimos whisky, no hay de otra: se jactan de tener la mejor selección importada de Japón, el segundo productor mundial después de Escocia. Cien variedades, nos dicen. No contamos. Ya vimos que aquí no hay baile, así que nos quedamos lo que lleva despachar la copa de un memorable whisky Nikka de barril.

El Dream Bags and Jaguar Shoes (Bolsas de Sueños y Zapatos de Jaguar) no debería fallar, me digo. Es un pionero del barrio, que funciona en dos antiguas tiendas de carteras y zapatos, el principal negocio del vecindario antes de volverse cool. Los rumbeaderos desplazaron a los pequeños comerciantes y en el Jaguar los nuevos dueños apenas se molestaron en tirar una pared para unir los espacios: ni siquiera le cambiaron los carteles del frente, ennegrecidos de esmog. Un salón decorado con arte vanguardista, un sótano iluminado a punta de velas y una selección musical variada –con noches de hip hop, disco, soft punk y más– le garantizaron la supervivencia cuando llegaron los demás bares a hacerle competencia. Hoy anuncian que habrá reggae y pienso que tal vez sea lo más cercano a mis noches con final de papayera que vaya a conseguir por estos lares. Pero es temprano y en el subsuelo en penumbras los hits de Bob Marley, digo yo que de reggae no sé mucho, son solo promesa. (Una empleada doméstica desnuda limpió mi casa)

-Vamos a Dalston –dice entusiasmada la reina de la noche–. Ahí van a ver lo que les digo.

-Yo sabía que esto iba a terminar así –protesta la hogareña, que vino con la condición de que la salida no implicara subirse a un autobús.

En Londres, muchas de las personas que estiran la noche siguen un periplo de barrio a barrio. Shoreditch no dio para más esta noche y Dalston bien puede ser un final de ruta desde donde estamos.

-Si querés pasar bueno, acá las noches hay que remarlas –grita la reina de la noche y acompaña la arenga con movimientos de brazos flexionados, con un ímpetu digno de un remero olímpico.

-Yo prefiero esas noches en que uno flota –le responde la otra, sonrisa resignada, mientras se monta en el bus.

Quienes llevan décadas en esta ciudad apuntan, con cierta nostalgia, que la movida nocturna ya no es lo que era. Los horarios acotados de los boliches, el elevado costo del trago y lo difícil que es desplazarse en una ciudad donde pocos viven dentro del cinturón céntrico son, sin duda, obstáculos para una noche sin sobresaltos. Muchos pubs cerraron, presionados por un mercado inmobiliario salvaje que los compra y los convierte en viviendas de centenares de miles de libras. Los clubes de línea dura, donde el dj es de renombre y la fiesta ácida sigue hasta el amanecer, cada vez son menos: el año pasado, sin ir más lejos, una petición popular salvó de la clausura al legendario Fabric, después de que le cancelaran la licencia tras la muerte de dos ravers. El propio alcalde se ha puesto a la cabeza de una campaña para convertir Londres en “una ciudad genuinamente de 24 horas”. Con esto se propone extender los horarios de los locales –la mayoría cierra antes de las 2:00 de la mañana– y generar alternativas de “salidas no alcohólicas”.

Pero la oferta caótica, las tribus tan diversas, las bandas por descubrir y los dj que persiguen el estrellato en fiestas secretas, difundidas mediante el boca a boca, son parte de la escena de esta ciudad inagotable y vibrante. Y eso que Berlín –dicen los que saben– le quitó el reinado como el destino europeo predilecto de la fiesta de alto voltaje.

Llegamos al micromundo Dalston. Si hiciéramos una lista de los barrios que adquieren estatus de apetecibles, este sería un heredero natural de Shoreditch. Aquí se mudaron artistas, estudiantes y millennials cuando los expulsó la gentrificación irrefrenable. La mugre y el deterioro que aún subsisten son celebrados como señal de que el barrio no ha perdido espíritu, o al menos eso les gusta creer a quienes lo eligen para vivir y para rumbear.

La primera parada, en el Eastern Curve Garden, es casi un picnic, hippie pero hipster, en una penumbra bajo árboles donde la gente descorcha vinos. Son grupos bulliciosos o parejas que conversan a susurros. “Esto es un oasis”, festeja la hogareña, aliviada de tomarse un recreo de la música y el alcohol. Se desploma sobre uno de los colchones en el suelo, bajo las guirnaldas de luces navideñas, y pide una Coca-Cola.

Al Roof Park, una terraza con doble barra en el último piso de un edificio victoriano –y aquí cualquier “bar terraza” es el último furor–, llegamos tarde: ya cerró. Al Café Oto llegamos una década temprano: una audiencia entrada en años escucha las improvisaciones de un trío de saxo, batería y contrabajo.

Y llega la parada necesaria en una pizzería. Es vegana, de moda. Se llama fed y su descripción dice que es “ética y sostenible” y que todo allá lo cocinan “con agua sin impurezas, #GoVegan”. Elegimos la opción de siete quesos hechos a base de arroz y soya, porque los veganos, claro está, no comen queso.

Luego, enfilamos hacia una de esas mecas que nos prometió la reina de la noche un barrio antes: el Dalston Superstore, un club lgbtq (lgbt más q, de queer, personas que no son heterosexuales pero tampoco se encasillan como gais, lesbianas, bisexuales o transexuales). Funciona en el subsuelo de lo que otrora fue una venta de licor. Junto a la puerta diminuta el cartel de neón y las drag queens son señales inequívocas de que hemos llegado. Adentro, la multitud variopinta y despreocupada regala aullidos y aplausos a cada hit noventero de la fiesta que, en un ardid de marketing, es promocionada como “el peor evento drag de Dalston”. La pista invita pero es estrecha, apenas un pasillo, entre la barra y una hilera de mesas, atestado de bailarines que no escatiman en maquillaje y brillos. Aquí tampoco se puede bailar.

En el Shacklewell Arms, en cambio, sobra espacio pero falta ambiente. Este pub decadente es un favorito de los hipsters más jóvenes, pulidamente desgreñados, de pie con sus cervezas en mano. Hay un “dance hall”, me dicen. Detrás de una puerta negra, un salón que huele a humedad con un escenario pequeño por el que pasan rockeros con hambre de gloria. Ahora suena David Bowie –Hey hey good morning girl–, a todo volumen para un par de niñas rubias –Hey hey... no I can’t pass this time of day– se mueven con los brazos en alto y los ojos cerrados sin preocuparse por los límites de espacio.

“Let’s call it a night”, dicen los ingleses, y siempre pensé que la frase, que es algo así como “demos la noche por hecha”, arrastra un dejo de resignación. Cuando vamos en camino de regreso, el sonido de una orquesta en vivo nos sorprende desde una ventana. Hay noche de swing en el bar Arcola y en la pista las parejas bailan como si en ello se les fuera la vida. La banda toca un contagioso tiger rag y aquí no hay un minuto que perder. La reina de la noche ya encontró quien le enseñe unos pasos y demuestra enseguida que los años de rave la prepararon para cualquier ritmo. Yo miro a los que saben, esa chica de falda acampanada, zapatos de charol y pelo a lo Betty Boop que gira y gira con cada golpe de brazo de su pareja, un rubio entusiasta de tenis y gafas. Pim, pam, patadita al aire, paso en reversa, giro y vuelta a empezar: no puede ser muy difícil. O sí. Tardo media canción en confirmar que el baile tipo jive no es lo mío. Con mojito en mano, me siento a observar la fiesta junto al turista, que ya perdió la cuenta de cuántos sitios hemos recorrido y cuánto trago hemos pasado por la garganta. (Visita a la terapeuta sexual que se acuesta con sus pacientes)

Salimos. La reina de la noche baraja irse a una fiesta electrónica por el sur de la ciudad, pero desiste. El turista pregunta si es verdad lo que leyó, que hay un local de bagels en Brick Lane, abierto 24 horas, donde hacen su última recalada los noctámbulos, y hacia allá marcha. La hogareña hace rato que tomó un Uber a casa. Yo me calzo los auriculares, suena el maestro Arroyo mientras desando esta Londres de resaca.

Todavía no han dado las 3:00 de la mañana.

*Periodista de BBC Mundo, el servicio en español de la cadena británico BBC.

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