12 de diciembre de 2006
Zona Crónica
Buscando a Vilarete
El goleador Eduardo Vilarete vistió el emblemático uniforme zapote de esa selección colombia que supo más de derrotas que de victorias. andrés salcedo lo encontró después de muchos años y revive para soho una época romántica de nuestro fútbol.
Por: Andrés SalcedoIntroducción
En el fútbol, el color de las camisetas es como la melanina en la piel o como la cromatina en los cromosomas: lo único que permanece constante en la especie. El color es el que le da identidad a un individuo o a un equipo de fútbol.
Hace poco, hablando de este tema con mi barra bogotana, no fuimos capaces de acordarnos de todos los uniformes que ha tenido la selección nacional a lo largo de su historia, de tantos que son.
Ese constante cambio de camiseta —es decir, de piel— es un rasgo camaleónico de nuestro ser. Refleja la búsqueda de una identidad nacional, nunca cuajada del todo.
Pero nosotros no pretendíamos hurgar en la psique nacional. Lo nuestro era un simple ejercicio nemotécnico: repasar nuestras más famosas selecciones, desde la mítica del 3 a 3 contra los soviéticos, mencionando, cuando lo permitiera la frágil memoria, los respectivos colores de las camisetas.
Todos estuvimos de acuerdo en que la "zapote" de Blagoje Vidinic, que disputó las eliminatorias del Mundial del 74, reunía dos peculiaridades, aparentemente contradictorias, que la convertían en la selección más recordada de la antigua historia patria.
Si la juzgamos por el color de la camiseta, se trata de la más folclórica de todos los tiempos. Pero esa misma selección, tan mal vestida, se ha convertido en objeto de culto porque en ella jugaron, juntos y revueltos, Zape, Segovia, Bolaño, Soto, Arboleda, Retat, Willington, Umaña y Eduardo Vilarete, entre otros. Nombres para escuchar en religioso silencio. El santoral de nuestras devociones de aquel tiempo.
Uno de nosotros recordó que esa selección jugaba también con un esperpéntico uniforme alterno: camiseta blanca y una espantosa banda cruzada con los colores de la bandera. Chévere, dijimos los demás, otro aporte para el patético, patriótico monstruosario textil de nuestra selección.
En este punto, les pregunté a los miembros más jóvenes de la barra con cuál de las mitológicas figuras acabadas de nombrar les gustaría conversar, si se propusieran reconstruir una época del fútbol y la vida nacional que ellos no conocieron.
El elegido debía ser alguien emblemático de "la zapote", con personalidad y carreta picante. Un ex futbolista bien conservado, física y mentalmente, que, 30 años después, todavía mantenga el encanto personal. El personaje, convinimos todos, no podía ser otro que Eduardo Vilarete, quien debutó con la selección el 15 de octubre de 1976 cuando perdimos de locales ante Uruguay, jugó 20 partidos más e hizo siete goles. Su último juego con el equipo nacional fue el 28 de febrero de 1985, donde perdimos 3-0 frente a Paraguay en Asunción.
Garrote en Bucaramanga zanahoria en Medellín
Eduardo Emilio Vilarete es comeaños. El cuerpo longilíneo, de basquetbolista, se resiste a perder su antigua forma. El tiempo apenas le fue tallando en el rostro unas pocas arrugas, además de las casi imperceptibles cicatrices de delantero cabeceador que adornan su frente y sus cejas.
Nadie creería que jugó su último partido en primera división hace ya casi 17 años, con la camiseta del Bucaramanga, el club donde también había comenzado su carrera profesional. Fue en 1990. Hacía poco había regresado del Perú, donde lo acababan de nombrar director técnico de un equipo fronterizo en el que había sido ídolo como jugador. Una epidemia de cólera lo obligó a dejar tirado el puesto y regresar a Colombia. Pasaba ya de los 35, los búcaros lo recibieron como al hijo pródigo y le pagaron 50 mil pesos por partido.
Sentado frente al mar esmeraldino de Santa Marta al mediodía, mirando los barcos carboneros que hacen fila para estibar, Vilarete me cuenta que el último gol de su vida se lo marcó al Cúcuta en un clásico del Oriente. Aunque hay uno que recuerda más: el que le marcó al Brasil en Bogotá, con la coronilla, como Uwe Seeler en el Mundial de México.
En Bucaramanga, donde jugó varias temporadas, comenzó a tejerse su leyenda de artillero y de tipo rebelde e indisciplinado. El prontuario incluía escándalos callejeros, peleas con los árbitros, los directivos y la prensa, momentos de disipación alternados con tardes apoteósicas en el campo de juego.
El entorno de Bucaramanga lo afectaba, sin duda, como se comprobó al irse prestado al Nacional de Medellín en 1976. Allí, los consejos paternales de Zubeldía y el inmenso cariño de la hinchada, lo hicieron retoñar. Con él como ídolo, los verdes ganaron el título de ese año. Vilarete habla de Medellín y del Atlético Nacional con gratitud y afecto. Se conmueve al recordar a Zubeldía, que siempre lo llamó ‘el Loco‘ Vilarete. En 1982, Vilarete y Willington Ortiz eran los futbolistas de más alta cotización. Ese año, el Nacional vendió al delantero samario por 13 millones de pesos al Pereira. Vilarete confiesa, con un resentimiento encostrado, que el alto precio que él alcanzó en el mercado no lo favorecía en lo más mínimo, puesto que en ese tiempo el futbolista era una simple mercancía y no recibía ningún porcentaje sobre la venta de su pase.
La pelotera de Pereira
Le pido a Vilarete que me dé su versión de un episodio que estremeció al pacato país futbolero del año 1985: los ataques de varios jugadores del Unión Magdalena a un árbitro en Pereira. Cuando rememora el hecho, su voz recupera los acentos del futbolista modelado con el barro del barrio:
"Llegamos con el Unión a Pereira y esa tarde pitaba Jorge Zuluaga. Imagínate la situación. Nosotros todavía teníamos chances de clasificarnos. Y entonces llega ‘el Mocha‘ Cadavid, se escapa y se mete en el área, pisa el balón y se cae él solito, ¿ya? Y viene Zuluaga y pita penalti. Ñerda, ahí todo el mundo se solló y se le fue encima al árbitro. Radamel, Del Risco, Redondo, todo el mundo empezó a darle coñazos y yo sin meterme en el bololó, parado en el círculo central. Pero en eso veo que se acerca Zuluaga y a mí se me enciende la sangre, hermano, y le clavé un jab y me zamparon a mí 40 fechas y como 100 fechas a toda la nómina con que llegamos a Pereira. Mejor dicho: con la que no llegamos a ningún Pereira".
Vilarete, el profanador del Maracaná
La imagen le dio la vuelta al mundo: Vilarete, con su uniforme color zapote, sentado sobre la pelota, en medio del Maracaná. Esa es la anécdota verdadera. La otra, según la cual también vació su vejiga en el sagrado pasto carioca, él la desmiente con una mueca de picardía, diciendo que esas son vainas que se inventó su "llave", Eduardo Retat, que también jugó ese partido.
Vilarete da su versión de la histórica "sentada" en el Maracaná: "Hombe, jugábamos nada menos que contra Leao, Zico, Rivelino, Sócrates, toda la bandola. Cuando el mono Marinho le hace el cuarto a Luis Jerónimo, el tipo salió a cantarlo como loco y se estuvo celebrándolo como tres minutos. Yo, no sé, por reflejo, quizá, por bronca, yo qué sé, la vaina fue inconsciente. Llegué y tin, me senté sobre el balón. Ñerda, cuando regresamos a Colombia me chiflaban en todos los estadios porque la vaina no les gustó ni a los brasileños ni a los colombianos".
La selección zapote
Vilarete sabe, porque se lo adelanté por teléfono, que le iba a preguntar sobre la selección zapote, así que, cuando apenas estamos tomando asiento, me suelta, con su intacto acento de El Ancón, el barrio donde se hizo hombre:
"Hermano, esa selección zapote era una cipote selección, por eso considero un desastre el que no nos clasificáramos para un mundial. Pero demostramos que para enfrentar a los grandes no había necesidad de que nos pusieran psicólogo, como se hacía antes. Con nosotros empezó a cambiar la mentalidad del futbolista colombiano".
Enseguida larga un largo monólogo sentimental sobre sus compañeros en esa selección:
"Éramos muy unidos. Nos tomábamos nuestros traguitos, como ocurre hoy también, pero no era el caos que decían algunos. Es que el fútbol entonces era más hermanado y mucho más sincero. Y desde luego más ofensivo. Eche, nosotros atacábamos con tres manes. Ahora todo el mundo quiere encontrarse con su golcito "italiano" y defenderlo el resto del partido, mandan huevo.
Antes entrenábamos en la playa, vestidos con chalecos de plomo, subíamos a los cerros. Sin ir muy lejos, yo soy cabeceador nato, pero en el 72, en Millonarios, el doctor Ochoa me perfeccionó esa cualidad valiéndose de un artefacto de hierro que tenía la forma de una jota invertida. La colgaba bien alto, obligándome a esforzarme, como quien entrena a un delfín.
Todos los futbolistas de mi generación aprendieron su oficio en el potrero, en la calle, en la playa. El jugador de hoy es un producto más elaborado. Ha subido de estrato. Se la pasa pensando en el billete y en cuándo arranca para Manchester. No joda, nosotros queríamos jugar era en el Unión, en el Cali, en el Once, en Santa Fe, en Junior.
A nosotros nos gustaba el fútbol por el fútbol mismo, así como nos gustaban las peladas y los baños en el mar. Jugarlo era algo natural, casi fisiológico. Por eso, los jugadores colombianos aceptábamos sin rechistar que el gran billete se lo ganaran los extranjeros. Algo de complejo de inferioridad, de parte y parte, tanto de los directivos como de nosotros, había en esa actitud.
A los criollos nos trataban como sacos de papa. Hey, ‘Loco‘, te vendimos por un millón. Y uno no podía decir ni mu. No joda. Por eso acabaron muertos en la miseria los grandes del pasado, Morón, Alfredo Arango, Justo Palacio y nadie, ni la Dimayor, ni la Federación, ni los equipos donde jugaron, hicieron ni hacen nada. Ahora, con la asociación de futbolistas profesionales, puede que tengamos mejores armas para defender nuestros derechos". Y, entonces, ¿no se ganaba plata en tu tiempo
, le pregunto sorprendido. Amigos, se ganaban todos los que uno quisiera o tolerara, me dice. Pero ¿plata? Sonríe irónico y se responde él mismo. Lo poco que tiene, dice, si bien se lo dio el fútbol, lo consiguió después del retiro, trabajando como asistente técnico en varios equipos y con su escuela de fútbol en Medellín.
El barrio, la familia
Ingenuo, le sugiero a Vilarete que vayamos a El Ancón, su barrio, porque me gustaría hablar con sus vecinos. Se me ríe en la cara. Pero enseguida se pone nostálgico y me cuenta que El Ancón ya no existe. Fue demolido. Colpuertos compró esos terrenos para almacenar carbón. Vilarete echa a andar la memoria:
"Como ya no existe, al barrio mío yo lo llevo por dentro, lo armo a punta de recuerdos. De mis viejos, de mis hermanos, del mar, de los amigos, del fútbol. El Ancón era más bien un pueblo de pescadores donde todos compartían con los vecinos el producto de la pesca. Allí no se conocía la carne. De pelados nos subíamos a los vagones del tren que venía de Ciénaga, a robar bananos, por joder. Todos nos conocíamos. Eran apenas tres callejones. Una rocola. Una canchita de tierra. Y la peluquería.
El Ancón limitaba con Pescaíto que, después, cuando perdí mi barrio, me adoptó. Mi viejo era marino y se pasaba meses enteros de viaje. Ni él ni mi vieja iban al estadio, pero el man siempre estaba pendiente de mis vainas y mi mamá me seguía por el dial del radio. Se hizo hincha de oreja. No se perdía los relatos de Joaquín Sierra Silva, de Campo Núñez, de los locutores famosos de la época".
Un domingo, Vilarete, que fue a Santa Marta haciendo parte de la nómina del Nacional, le marcó al Unión el gol de la victoria visitante. Para qué fue eso. Su mamá, que había escuchado el partido por radio, lo regañó cuando él vino después a visitarla. "Estaba tan rabiosa como en los días en que nos correteaba por toda la casa armada de una escoba", recuerda, divertido, Vilarete.
Una psicóloga en su vida
Eduardo Vilarete habla con ternura de su esposa, la psicóloga samaria Lucy Salas:
"No he sido un santo, eso está claro. Cometí errores, también me resbalé dentro del área y di tumbos por la vida, algunas veces. Por eso he tenido tres parejas y me ha tocado vivir solo después de las separaciones. Con Lucy me casé hace tres años. Ella ha sido mi luz, mi puerto final, la mujer que me sanó por dentro y me acercó a Dios. Es curioso. La conocí hace un montón de años, cuando yo comenzaba en el Bucaramanga y me arrendaron una pieza en su casa. Ella estaba estudiando. El caso es que nos enamoramos, pero después cada uno cogió su rumbo, yo me mudé a un apartamento, ella se casó, yo me casé y solo nos volvimos a ver en el 2002 cuando ya ella tenía dos pelados y yo cinco. Estábamos de nuevo solos. Y aquí estamos, amándonos cada día más".
El picadito: la "otra" misa de los domingos
En Santa Marta, los picaditos dominicales que juegan los veteranos, ya sea que vivan en la ciudad o que regresen a ella de vacaciones, tienen una larga tradición.
Con el fotógrafo Héctor Candelario acompañamos a Vilarete a la cancha de Gaira, donde jugó durante 30 minutos con —y contra— sus amigos de toda la vida, Lenis Faillace, ‘Caliche‘ Vergara, Teo García, entre tantos. ‘Vila‘ —el otro nombre con que lo saludan en la calle sus paisanos— marcó los dos goles del triunfo.
Uno de los mirones me respondió de la siguiente manera cuando le pregunté qué era lo que más le atraía de estos partidos de viejas estrellas:
"Es una tradición chévere, como el fútbol playa en Río. Un buen número de estos carajos se van, después del partido, a meterse un sancocho, a mamá ron y a evocar los buenos tiempos. Me encanta descubrir que los ídolos de mi infancia son seres humanos, como yo".
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