18 de diciembre de 2014

Un día en Colombia

Una familia bautiza a su bebé en Medellín

Sol, que ahora va de mano en mano, de mesa en mesa, de foto en foto, y ni se queja ni llora, pero tampoco sonríe ni por protocolo cuando le toca el turno a quien debe ser una tía lejana que le chanta el inevitable arepitas pa-pa-pá que mañana se nos va para Bo-go-tá.

Por: Héctor Rincón / FOTOGRAFíAS: ALEJANDRO COCK
LOS FAMILIARES DE LA NIÑA SOL POSADA TAVERA LLEGARON A LA CASA EN EL BARRIO LA MILAGROSA A CELEBRAR EL BAUTIZO. | Foto: ALEJANDRO COCK

Aunque el camino para que quedara purificada del pecado original y para que el espíritu santo comenzara a habitar en ella fue largo, muy largo, Sol se portó como una niña muy formal, quietecita, pues solo lloriqueó cuando le vaciaron en su cabeza el chorro de agua que es uno de los óleos que se emplean en los bautizos católicos y que ella —Sol Posada Tavera, cinco meses, ojos grandes y verdes que a veces se tornan grises— recibió con un quejido de reproche porque en ese momento estaba dormida como durmió casi todo el ritual que duró una hora y 17 minutos en la iglesia de Santa Mónica, que queda justo en la mitad de la loma de las mellizas en el barrio de Buenos Aires de Medellín.

Nada perturbó a la hija no esperada pero sí aceptada de Paula Andrea y José Gabriel (ella, de 23; él, ya casi de 24; ella, desertora en segundo semestre de una carrera de Gastronomía motivo maternidad; él, cocinero activo de un restaurante de comida criolla en un centro comercial), nada perturbó a Sol, ni el vestido nuevo, corto y muy suelto, de color crema con encajes, que le mandaron unas amigas de la familia desde las Bahamas, ni los flashes fotográficos que le consagraban como la estrella de ese mediodía, ni que la cambiaran tanto de brazos para cargarla, ni que la hubieran privado del alimento que aún toma de su bella mamá. Nada la sobresaltó. Ni eso ni las disertaciones del sacerdote, quien aprovechó la ocasión y el cautiverio de un público estimado en 35 personas para sacar de su adentro viejas preguntas sin respuestas y se dejaba ir por los caminos que se le fueran apareciendo en la cabeza con conexión o sin nada que ver como la pornografía y el gobierno, los negocios y la juventud, la vejez, la contaminación del mar y el aceite de cocinar; expresaba convicciones íntimas, como que un bautizo no es para hacerlo sino para vivirlo, y que hay que educar en la fe y ser promotores del bien común y exigía renunciar al pecado, a sus tentaciones y a Satanás y urgía a creer en Dios y en Jesucristo, su único hijo redentor, y en la resurrección de la carne; lanzaba reiterativas cantaletas alrededor del amor y del sexo, que no es lo mismo, porque el amor no es en la cama, fíjense bien que si una cosa y la otra fueran lo mismo pues la vaca y el toro se amarían. Cosas así.

Avanzaba el soliloquio del párroco Moisés Giraldo Duque, y Sol dormía. Explicó que el sacramento es un signo sagrado; predijo que si la feligresía toda, la allí reunida y la dispersa por el planeta lejano, hubiera seguido por la senda trazada por el bautizo, el mundo no padecería los problemas que lo hunden; cantó —y pidió a los parroquianos que le hicieran coro y le hicieron coro— un estribillo, parece que muy popular, que menciona a los querubines y que insiste en que Santo Santo Santo es el señor; leyó un pasaje del evangelio según san Lucas que cuenta la anécdota de una vez que Jesucristo aceptó una invitación a comer en la casa de un fariseo y llegó de sorpresa una mujer pecadora buscando la redención. Cosas así. Y Sol siguió durmiendo incluso hasta cuando ya, rendido el presbítero y rendidos los asistentes por aquella hambre de 3:00 de la tarde sin almuerzo, en el altar de la iglesia custodiado por el Jesús de Nazaret más buenmozo que yo he visto, bien iluminado su rostro azul y sepia por unos tenues reflectores que hacían vívida su mirada, se oyó decir que la pequeña Sol dormida ya era hija de Dios y que ahora podía salir con todos los santos al encuentro del señor.

Entonces salimos. Afuera hacía una tarde limpia y corría un aire tibio sin bríos y había el estrépito habitual de buses que bajan y suben por las lomas hacia el alto Santa Helena y cobraban los vendedores de empanadas parroquiales que socorrían a algunos de los invitados al bautizo que habían huido del ritual religioso. Había un cielo sin nubes con un sol rotundo que fue el sol compañero de todo el día más famoso de la hasta ahora fugaz vida de Sol Posada Tavera y en la sombra de los dos carboneros de la breve plaza de la iglesia estaba un vendedor de mangos biches con un transistor encendido que daba el marcador y el tiempo, y al otro lado de la calle había un guayacán que dejaba caer al piso sus flores amarillas que parecían pequeños soles que se exhibían para la ocasión. Todo eso había. Y murmullos sobre lo que había dicho el curita. Felicitaciones muchas y fotografías más. Y abundantes indicaciones sobre la dirección de la casa de la fiesta, porque seguía fiesta, y órdenes y contraórdenes de cómo ocupar los cinco automóviles de la comitiva bautismal presidida por Sol, que ya despertó y que le tocó en el taxi de Carlos Buitrago, quien ahora, además de tío de la mamá de Sol, es el padrino de Sol, un orgullo que a mí me pareció que lo puso nervioso o será que es así de retraído siempre.

La casa donde vive Sol es de tres pisos construida sobre un barranco que da a un solar inmenso en el que hay sembrado café, un platanal y dos naranjos. Desde este patio, que es la zona recreativa de la casa en donde viven cinco de los tíos abuelos de Sol, se mira en redondo una buena parte de los cerros que rodean a Medellín y que hacen de Medellín el cráter del volcán que es. El de allá-allá es El Boquerón, al occidente; el de más acá es el Quitasueño, poquito más al norte y el atardecer deja ver El Picacho, que parece una escultura vegetal dentro de la urbe. Es un paisaje habitual para quienes viven en el barrio La Milagrosa, límites con Loreto, y por eso los 100 invitados que ya están llegando se limitan sin aspavientos topográficos a ocupar el sitio muy trabajado por la mamá de Sol que empleó tres semanas en diseñar cada detalle que ahora han comenzado a disfrutar: el color de la fiesta es verde, empezando por los manteles de las tres largas mesas, dos de ellas verdes primavera y la de la mitad de verde pasto; como guirnaldas cuelgan sobre todo el recinto pájaros de cartulina verde manzana y peces verde oliva; en la jaula pajarera habilitada para que caiga la única lluvia de la tarde, la de sobres de regalo, hay dos pollitos también de cartulina pero verde mar y sobre la mesa en la que están dos tortas evidentemente de chocolate, hay unos envoltorios en tul de color verde apio que contienen trufas de tiramisú y que serán entregados como recordatorio al final de la fiesta de Sol, que ahora va de mano en mano, de mesa en mesa, de foto en foto, y ni se queja ni llora, pero tampoco sonríe ni por protocolo cuando le toca el turno a quien debe ser una tía lejana que le chanta el inevitable arepitas pa-pa-pá que mañana se nos va para Bo-go-tá.

Los invitados ¿ya dije que son 100?, los ¡100! invitados llenan la terraza antes de que se pongan sobre las mesas unos vasos plásticos con un coctel de bienvenida de tono rosado que se lo da el vino que lleva entreverado un relámpago que se llama vodka, acompañado de un demonio que se llama triple-sec y todo aquello adornado por una cándida fresa, pero no fue eso lo primero que se puso en la mesa y tampoco lo primero que muchos de ellos bebieron, porque muchos de ellos, especialmente los más jóvenes, sin duda amigos de los papás de Sol (ella, Paula Andrea, tres tatuajes en los hombros de estrellas y golondrinas, pelo recogido en una trenza perfecta que le hace de corona; él, José Gabriel, un trébol tatuado en el antebrazo derecho y en la espalda la cara del Che, un motilado muy parcero de parietales casi al rape), especialmente los más jóvenes sin duda amigos de los papás de Sol ya han roto la sequía y se han surtido de cervezas en las tiendas de un vecindario atento al desarrollo de un acontecimiento que ha llenado de carros la corta calle que va desde la vía principal hasta la puerta de esta casa en cuyo dintel de entrada hay un esmerado letrero hecho a mano, letra por letra y en cartulina de colores verdes, que dice “B a u t i z o d e S o l”.

En la cocina, de donde salió la primera atención de la tarde y desde donde saldrán todas las demás, hay mucha congestión y la hubo durante los días previos porque todo fue hecho en casa bajo la dirección de los papás de Sol (cocinero él; estudiante disidente de Gastronomía ella, ya conté), que prepararon el matambre que consistía en un dip hecho de queso crema y champiñones servido con galleticas suaves y puesto sobre los centros de mesa, al lado de unos pequeños floreros, una pequeñísima paloma de cerámica, que también hizo la mamá y que no fue pintada de verde sino nacarada, y un portarretrato con una foto desde la cual Sol sonríe, toda feliz y tan rubicunda que fue porque me lo contó su propia mamá que le creo que la reina de la tarde tiene una dolencia cardiaca congénita compleja, descubierta cuando un escáner leyó que el corazón de la que sería Sol no estaba en el lado izquierdo sino en el derecho y que no tenía cuatro válvulas sino con dos que tendrían que hacer un trabajo forzado por la respiración de la criatura: destrocardia, le dijeron a la futura mamá que se llamaba y desde entonces a esperar que obrara la naturaleza como ha obrado hasta ahora, sin tener que usar la orden de un cateterismo sobre el corazón de Sol. Quién la ve.

Lo que siguió fue la tarde luminosa, amarilla, y después de colores naranja y más después rojiza hasta que llegó la noche, y en esta terraza de La Milagrosa, en el centro oriente de Medellín, la celebración de un bautizo se había vuelto una de esas reuniones de familias que son costumbre en esta tierra, donde cualquier motivo es un motivo para juntarse y no tiene que ser diciembre, quién dijo, sino que todo vale, y no solo llegan los de apellidos iguales, unidos por el primer grado de consanguinidad como el tío del novio que llegó desde Miami, hasta primos en cuarta generación, sino que, como en una bola de nieve, un invitado, invitado por alguien que fue invitado por alguien que fue invitado, se hizo presente y ocupó el mismo espacio con las mismas prerrogativas del invitado principal y, comió, como todos, los deditos de pollo que prepararon los papás de Sol y comieron de la ensalada que hicieron los papás de Sol y terminaron tomando de los chorros de aguardiente que ofrecieron los papás de Sol, mientras Sol, que se portó como una niña muy formal, pasaba de mano en mano, de foto en foto, a veces lloriqueaba sin duda por tanta bulla que mezclaba voces y gritos con música muy variada, y a veces lloriqueaba por ganas de alimentarse de su bella mamá, sin duda con toda la razón.

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