7 de febrero de 2008

Testimonio

Confieso que veo porno

La concejala de Bogotá Ángela Benedetti confesó para SoHo que le gusta ver porno.

Por: Angela Benedetti
| Foto: Angela Benedetti

Confieso que veo porno. Aunque no lo hago porque me parezca estimulante o excitante, al contrario, me parece un ejercicio tan absurdo que disfruto burlándome de esas rutinas tan ridículamente predecibles. No sé si lo elemental de las escenas es reflejo de la sencillez del guionista o, por el contrario, es fruto de la genialidad de un libretista que conoce la simplicidad mental a la que se dirige. Las conversaciones de doble sentido, en donde el sarcasmo o la ironía inteligente nunca aparecerán, son las que marcan la pauta en esas producciones, en donde los protagonistas son siempre bomberos, policías, carpinteros o plomeros, que, siempre con la misma lerda expresión, terminan teniendo un sexo bestial, para nada sugerente, y sí muy gracioso. Y no es que me la pase viendo porno para reírme: para eso prefiero las comedias o las intervenciones de Chávez. Lo que sucede es que desde que vi la primera de esas producciones, descubrí que el género es tan grotesco que solo es digerible a través de la risa. Creo que la sexualidad debe estar guiada por ejemplos contrarios a lo que ellas muestran, el sexo no puede reducirse a ese ejercicio mecánico que parece inspirado en los pistones o las maquinas de petróleo. Los hombres deben entender que las mujeres somos vulnerables a las imágenes sugerentes y reacias a las que no lo son. Las mujeres somos auditivas y los hombres visuales; por eso, cuando empieza la parte fuerte ya la película no me interesa: tanta evidencia apaga cualquier sentimiento. En ese sentido, prefiero el Softcore al Hardcore.

Me gustan mucho más esas escenas truncas que puedo completar con mi imaginación a aquellas en donde la contundencia del suceso no deja espacio para predecir o imaginar nada. Películas como Emanuelle, Bilitis, Lucía y el sexo o el Decamerón y Salo o los 120 días de Sodoma me parecen más excitantes que cualquiera de esas en donde Ron Jeremy, Ginger Lynn o Sylvia Saint gimen, gritan, sudan y hacen ejercicio con esas máquinas con semblantes de hombre o de mujer, pero sin actitudes de seres humanos. Soy consciente de que lo visual estimula. Así ha sido siempre. No de otra manera se entenderían las esculturas encontradas en Pompeya y Herculano, en donde una mujer cabalga sobre su hombre, en donde Leda es poseída por un cisne o en donde Príapo luce su descomunal miembro viril. Las villas romanas eran decoradas con estimulantes imágenes eróticas como bien lo ha demostrado Catherine Johns en el libro Imágenes eróticas de Grecia y Roma. Esas imágenes tienen un común denominador: es más lo que infieren que lo que muestran. La sensibilidad griega y romana consideraba impúdico mostrarlo todo, pensaban que el erotismo se activaba y se avivaba a través de la imaginación.

A ellos también les seducían esas escenas en donde las miradas, la respiración, las caricias y las posturas corporales insinuaban futuros contextos, los quejidos aparecen y los cuerpos se abren y se ensamblan. Puedo decir que prefiero las caricias a las palmadas, los susurros a los gritos, la sonrisa a las carcajadas y una conversación inteligente a una borrachera. Hago mías las palabras de Mario Vargas Llosa, quien dice "una vida imantada por el sexo, y solo por él, rebaja esta función a una actividad orgánica primaria, no más noble ni placentera que el tragar por tragar, o el defecar. Solo cuando lo civiliza la cultura, y lo carga de emoción y de pasión, y lo reviste de ceremonias y rituales, el sexo enriquece extraordinariamente la vida humana y sus efectos bienhechores se proyectan por todos los vericuetos de la existencia".

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