16 de julio de 2012

Testimonios

Llegué de última en la maratón y me convertí en heroína

Gabrielle Andersen-Scheiss compitió en los Olímpicos de Los Ángeles, todo iba bien hasta que en los últimos 10 kilómetros empezó a desfallecer. ¿Cómo una mujer que llegó de última en una maratón se convierte en heroína?

Por: Gabrielle Andersen-Scheiss
Llegué de última en la maratón y me convertí en heroína

No sé en qué momento empecé a desfallecer. Seguro fue en alguno de los últimos 10 kilómetros. Era pleno verano. Estaba en los Olímpicos de Los Ángeles. Había llevado bien toda la maratón: a buen ritmo, administrándome correctamente. Pero súbitamente empecé a flaquear, y en un momento dado supe que mi gesta ya no consistiría en ganar sino en terminar: en llegar a la meta, así fuera de última.
La temperatura bordeaba los 30 grados y el ritmo de esa primera maratón femenina de la historia era muy fuerte. Ahora pienso que tuve problemas de hidratación; que he debido saber cuándo y en qué cantidades debía tomar líquidos.
Eso lo digo ahora, pero en ese momento todo sucedió como en cámara lenta, como si atravesara un raro estado de trance. No solo me fui rezagando de las otras competidoras, sino que fui perdiendo la coordinación, la garganta se me secó, me comenzó a doler la cabeza un poco y sentía que el aire no me entraba a los pulmones. Sentía que iba a desfallecer, que en cualquier momento me iba a caer, que ya no daba más. Era consciente de que continuaba en la carrera, pero ya no sabía ni cómo. Ya no estaba trotando sino renqueando. Me movía por instinto, avanzaba como si estuviera en un barco que se bambolea.
En medio de ese infierno en el que mi cuerpo a duras me respondía, solo tenía clara una cosa: que por nada del mundo iba a retirarme. Llevaba cuatro años preparándome para ese momento y así fuera gateando, iba a llegar a la meta. Era una cuestión personal, no de podios ni medallas.
En ese momento tenía 39 años y competía por Suiza, el país donde nací. Se preguntarán qué hacía una mujer de esa edad en semejante competencia. Simplemente se me abrió la oportunidad y decidí cumplir el sueño olímpico de cualquier atleta al lado de 49 mujeres más.
Por eso, en el arranque no podía creer que ahí estuviera yo, andando con paso sólido, manteniéndome entre los primeros 20 puestos, hasta que pude, hasta que el agotamiento empezó a invadirme, hasta que el cansancio me fue ganando lentamente y hasta que sentí esa especie de corto circuito en todo el cuerpo.
La carrera terminaba en el estadio olímpico de Los Ángeles, conocido como El Coliseo, y la entrada de las corredoras era por un túnel oscuro que llevaba a la pista atlética. Entré cansada a ese pasadizo, intentando como más podía no aflojar el paso lento que llevaba, pero la cosa se puso muy difícil cuando salí de nuevo a la luz: me atropelló un sol que casi me deja ciega, sentí un calor penetrante, una humedad terrible, y me di cuenta de que estaba muy débil, mareada, agotada. Fue en ese momento cuando sentí mi cuerpo prácticamente paralizado: apenas podía caminar pero tambaleándome de un lado a otro, con todo el peso de mi cuerpo inclinado hacia el lado izquierdo, con las piernas flexionadas —con las rodillas casi juntas y los pies separados— como si me fuera a caer de un momento a otro. Me sentía alucinando. Pensaba que no iba a llegar nunca y oía el rugido tremendo en las tribunas y cómo el público aplaudía con fuerza y me alentaba. Miles de personas me miraban con asombro. Recuerdo que un oficial médico me preguntó si estaba bien, y yo saqué fuerzas no sé de dónde para apartarlo y decirle que me dejara seguir. Un grupo de oficiales caminaron junto a mí, atentos a un posible desmayo, y me decían que podía parar cuando quisiera, que ellos me atenderían, pero yo insistía en que no.
Me demoré casi seis minutos en los últimos 400 metros y me vi sola en esa pista atlética, trastabillando. Pero increíblemente llegué a la meta y apenas pasé me desplomé sobre los brazos de los médicos que ya me estaban esperando. Terminé 24 minutos después de la ganadora, la estadounidense Joan Benoit, pero terminé.
No perdí el conocimiento, pero estaba exhausta. Me llevaron cargada a la enfermería, me pusieron hielo para recuperar la temperatura corporal normal, me inyectaron líquidos y me mandaron a recuperarme bajo el cuidado de un médico del equipo suizo. Antes de una hora ya estaba bien, muy cansada, pero bien… y muy orgullosa de no haberme rendido.
Juro que no sabía que los medios de comunicación estaban hablando de mí como una heroína hasta que me citaron para dar una conferencia de prensa esa noche: había decenas de periodistas que me felicitaban, gente que me decía que era su ídolo, otros me pedían autógrafos. A los pocos días empezaron a llegarme cartas de desconocidos, me pedían discursos en otras competencias, me entrevistaban… ¡Qué vergüenza! Yo ni siquiera esperaba salir en televisión.
¿Pero por qué? ¿Qué fue lo que hice de heroico? Algo que después entendí que era fundamental: llegar a la meta. A veces no rendirse tiene el mismo mérito que ganar. Competir ya no contra los demás sino contra uno mismo también puede ser una gesta. Y eso fue lo que hice yo, la gesta de seguir, de no parar, de no tirarme en el piso cuando ya no me quedaban fuerzas. Confieso que lo hice empujada por mi instinto. Mientras sentía el primer calambre y comenzaba a perder el dominio pleno de mi pierna izquierda,  no me puse a hacer estas reflexiones. Había algo, un resorte secreto, un ímpetu que no conocía, que simplemente me empujaba.
Otra de las sorpresas fue que después de esa carrera cambiaron una ley olímpica y la bautizaron con mi nombre: antes de mí, solo se podía tomar líquido en algunos puntos específicos de la carrera y el atleta quedaba descalificado si alguien lo tocaba; ahora uno puede hidratarse constantemente y recibir un chequeo en plena carrera para que un doctor determine si uno está en condiciones de continuar. No es que me sienta orgullosa de eso, pero tiene sentido, me alegra.
Después seguí corriendo y compitiendo hasta hace poco, cuando los médicos me recomendaron no hacerlo porque necesitaba un reemplazo de rodilla. Extraño el atletismo, pero lo importante es que hoy, con 67 años, todavía hago deporte: esquío en nieve, hago snowboard, monto en bicicleta, camino en la montaña. Hace un año dejé un trabajo como florista en un hotel y vivo una vida tranquila en Idaho, Estados Unidos… hasta que llegan los Juegos Olímpicos y la gente se empieza a acordar de mí otra vez. A veces veo el video de mi ‘hazaña’ en YouTube y me emociono. Cuando estoy con amigos, ellos me presentan y dicen “¿No sabes quién es ella?”, y me toca contarlo todo. Todavía quedo en shock cuando me doy cuenta de que la mayoría de la gente se acuerda de mí, pero no de la ganadora. Eso es más que curioso, pues la medalla de oro la tiene ella. ¿Y yo? Un triunfo propio que sigue inspirando a tanta gente.


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