Los argentinos tenemos vocación de halo —o aureola, nimbo, limbo—. Lo tengo dicho: durante muchos años, cada vez que un ugandés, un mongol o un bengalí me preguntaban de dónde era y yo decía —sí, lo decía— que argentino, la respuesta era una y solo una:
—Ah, Argentina, maradona.
He oído esas palabras en docenas de acentos —y pensé a menudo en la crueldad de que todos nosotros, cuarenta millones de argentinos, no fuéramos para la mitad del mundo conocido más que esa confusa nube de gases que rodeaba la cabeza de Diego Armando Maradona: halo, aureola, materia vaporosa. Era un destino curioso, ligeramente insuficiente. Ahora, en los últimos años, todo es igual pero cambió: la frase, en el lugar de maradona, dice messi.
—Ah, Argentina, messi, messi.
El destino es el mismo: para tres mil millones seguimos siendo la masa innominada que rodea a un señor con demasiado nombre. Y es lo mismo pero no es igual, porque la imagen que nos reemplaza a todos ha cambiado mucho. Pasamos de ser un muchacho que resumía cierta idea de la argentinidad —rápido, pícaro, vicioso, siempre al borde— a ser uno en el que nunca supimos cómo reconocernos. Lionel Messi es tan argentino como un pan de manteca: sabés que lo es, nada te muestra que lo sea.
Podría parecer una paradoja que el argentino universal del momento suene tan poco argentino —a menos que uno recuerde que, al fin y al cabo, la mayoría de los argentinos universales tuvieron que dejar de ser argentinos para serlo. Guevara se volvió un revolucionario cubano, Eva Duarte una diva de Hollywood, Borges un escritor inglés antes de que el mundo los adoptase como caras para la camiseta. A Messi le pasó lo mismo, pero con extremos de metáfora mala: dejó la patria para dejar de ser un enano, su única posibilidad de crecer fue la fuga, y aún así su corazón es tan generoso —tan aburrido— que sigue tratando de ser un argentino.
Él intenta serlo, tres mil millones afirman que lo es; solo sus supuestos compatriotas lo dudamos. Sigue sin despertarnos cariño, cercanía: Messi es un tipo de por allá lejos que hace piruetas increíbles con una pelota y que, por suerte, en los mundiales nos toca a nosotros. Lo cual, por supuesto, nos da orgullo —los argentinos tenemos el orgullo fácil, casi tan fácil como la queja plañidera— pero un poco impostado: como si temiéramos que, en cualquier momento, se descubriese la engañifa.
Debe ser que no nos resulta fácil reconocernos en este muchacho tan limpito, con una vida tan dorada cuadrada, con tan poca malicia. Si yo fuera o fuese o fuere —Dios no lo permita— lacaniano o bruja alguna vez, diría que alguien no se puede llamar messi y llamar lío —porque messy, en inglés, significa enredado, liado. Y que llamarse dos veces lo mismo no es solo redundancia, sino también condena: que alguien que se llama kilombo kilombo no tiene más remedio que ser un gran kilombo o, como en este caso, todo lo contrario: el control absoluto. O su apariencia.
Messy es puro control —o parecía. Así, visto de lejos, Messi es —parecía— aquel novio que toda madre querría para su hija —si le aseguraran que nunca tendrá que sentarse a charlar de bueyes perdidos con su yerno. Hay un lugar común o prejuicio —que suelen ser lo mismo— sobre el virtuoso bobo: Mozart en Amadeus, el gran ajedrecista Bobby Fisher, los científicos locos. Messi es —parecía— la encarnación actual y futbolera de ese mito: alguien que solo hace una cosa, pero mejor que nadie. Messi es —parecía— la síntesis de la cultura del especialista: juega al fútbol y solo juega al fútbol. Pero por eso mismo, en un mundo donde cualquier starlette o cantor o locutora dan lecciones sobre lo humano y lo divino, Messi era casi un estandarte: un cuerpo que ejecuta como nadie su ballet y no supone que por eso sus ideas o sus amores o sus odios deban interesarnos. Me gustaba que Messi, gran valor de la cultura masmediática, fuera una piedra en la cultura masmediática: alguien que no dice nada, alguien de quien no había nada que decir salvo que hace lo que todos sabemos que hace: un puro efecto de espectáculo, lo que aparece en la pantalla sin nada por detrás. O eso parecía.
Porque de Messi, durante mucho tiempo, no supimos nada —y, vanos, supusimos que había poco que saber. Leíamos sus contadas —mal contadas— entrevistas y nos enterábamos por ejemplo de que no usa dinero, que le gusta la milanesa napolitana, que no lee ni huele ni se imagina padre, que nunca quiso ser otra cosa que lo que es, que es tan correcto diplomático. Pero no sabíamos nada más y, sobre todo, no sabíamos —no podríamos saber— cómo hace lo que hace. Ahí estaba —parecía estar— todo el misterio.
Es, quizá, la condición del genio. La primera vez que pensé en un futbolista como genio fue, faltaba más, por Maradona: me pareció tan evidente que lo era, si creemos que un genio —un verdadero genio— es alguien que hace lo mismo que millones pero lo hace distinto. Maradona lo hacía, y ahora Messi. Solo que Maradona lo hacía distinto de todos, y Messi lo hace distinto de todos salvo de Maradona. Esa fue, durante años, su condena: Maradona no tenía comparación posible; Messi, en cambio, tuvo que soportar todo ese tiempo la comparación. O, dicho de otro modo: la mayor aspiración de Maradona cuando era chico era ser grande y ganar un mundial; la mayor aspiración de Messi cuando era chico era ser Maradona.
Y lo logró: en una época, lo logró tanto que se camufló de Maradona, fue su Pierre Menard, ese escritor que quería reescribir El Quijote palabra por palabra. Messi hizo el gol a los ingleses —contra el Getafe—, el gol de la mano de Dios —contra quién sabe— y tantos más, maradonianos. Lo había logrado, y entonces descubrió que eso nunca sería suficiente.
Debe haber sido un sacudón. Por fin, después de años de creerse Maradona, Messi empezó a creerse Messi. Es la etapa que atravesó este año; quizá lo hayan visto, en el final de temporada, jugar como si fuera Messi del mito, Messi de la Play: quizá lo vieron lanzarse contra los contrarios vertical, tan decidido, como si todos fueran a apartarse ante el solo poder de su presencia. No siempre lo hacen —lo curioso, en realidad, es que a veces lo hagan— y su juego se resiente: pierde pelotas, pierde goles, paga caro su orgullo. Yo supongo que es solo una etapa, un avance en su carrera zen: si ya superó la etapa de creerse Maradona, no tendrá problemas en superar la de creerse Messi y entonces sí va a ser glorioso: sin creerse, solo creando, puede llegar a ser un jugador de fútbol como nunca se ha visto, uno tan grande que ni siquiera necesite nombre: el Jugador de Fútbol antiguamente conocido como Messi.
Ese va a ser, creeremos, su momento cumbre. Pero estaremos, una vez más, equivocados: nunca va a ser mayor que cuando, al fin, en ese día que todavía no consigue imaginar, se resigne y lo deje: cuando se retire y ya nadie pueda hacer lo que él hace como si lo pudiera hacer cualquiera. Entonces lo que hacía —lo que hace— tomará todo su valor y se convertirá en aquello que tantos querrán imitar como él quiso imitar alguna vez y jugará mejor con cada día que pase. Para eso falta mucho; mientras tanto, corazón sin ideas, sigue con sus esfuerzos denodados por hacerse argentino y parece que lo va logrando. Messi entendió—quién sabe, le explicaron— que, para eso, con la cancha no alcanza. Ahí está, en estos días, su cambio más morboso: su imagen, poco a poco, se hace otra. En los últimos meses hemos sabido, por ejemplo, que es un módico déspota del vestuario, un tiranito silencioso —si te castigo, tú sabrás por qué— y que buena parte de la habilidad de Guardiola consistió en aprender a escuchar sus rabietas mudas y a darles la respuesta adecuada: los despidos de Eto’o y de Ibrahimovic, sin ir más lejos. Y que los nuevos en el Barça solo pueden sentirse aceptados cuando el reyecito empieza a darles pelotas en la cancha. Y que por eso los pequeños jugadores argentinos de selección hacen cola para decir en cada entrevista que Lio es el más grande y que ellos están ahí para dársela redonda —siempre dicen “dársela redonda”, simulando que sabrían cómo dársela cilíndrica o piramidal o paralelepípeda, o incluso no dársela.
Pero, sobre todo, empezamos a saber que su carne —y su fama y su dinero— también puede servir para otras cosas: que va saliendo de la Play donde vivía, que se está haciendo hombre. Desde que algunos tabloides porteños dieron a luz las orgías siliconadas de su piso 34 en el Puerto Madero, el pequeño Amadeus está varios pasos más cerca de volverse argentino y, ahora sí, de amenazar a Maradona en su propio terreno. Vemos —en vivo y en directo— la construcción de un mito bobo: es un show imperdible. Vemos cómo se va resquebrajando la imagen de ese señor que ahora se llama Lio Messy, cómo se le va cayendo la máscara del chico bueno que nunca rompió un plato, un chico sin dobleces, sin peculiaridades, sin perfumes. Una imagen demasiado buena o demasiado ñoña para ser verdad, una imagen tan aburrida que solo pudo mantenerla con goles y más goles, una imagen que no le alcanzó para hacerse argentino. Ahora, por fin, se decidió a trabajar en el asunto: tiranuelo, putañero, un hombre. Ya que va a ser nuestro nombre por los próximos diez o veinte años, se le agradece que esté haciendo lo posible por ponerse a la altura.