La cosa es así: por un pertinaz determinismo geográfico, el niño que nace tiene ya elegido el equipo de fútbol que seguirá durante toda su vida y la camiseta que lo acompañará hasta la tumba. Si en el pueblo o el barrio hay más de un club, tiene la mínima posibilidad de seleccionar entre dos. Todo lo demás es traición. Dios fue bueno conmigo. Me hizo bogotano y me asignó la camiseta del Club Independiente Santa Fe, al que debo tantas alegrías.
Pero un día, hace 25 años, viajé a vivir a España y entonces pude elegir un club con entera libertad. Me instalé en Madrid, patria chica del Real Madrid, el más galardonado del mundo. Por casualidad alquilé un apartamento ubicado a trescientos metros del estadio Santiago Bernabéu y, por otras casualidades, conocí a Jorge Valdano y Chencho Arias, a la sazón jugador el uno del club y directivo el otro. Mis amigos eran casi todos hinchas del legendario equipo blanco. La opción parecía obvia, ¿verdad?
Sí: me hice seguidor del Barcelona.
Un cuarto de siglo después, soy más entusiasta del Barça que nunca. A donde voy sigo sus partidos por televisión y, cuando puedo, corro a Barcelona a aplaudirlo en vivo. Pertenezco oficialmente a la Peña Barcelonista Jadraqueña, un grupo de hinchas que se reúnen en un pueblito de la Alcarria, y he escrito numerosos artículos acerca de este equipo que se define como “más que un club”. En efecto, lo es. Simboliza valores regionales que respeto aunque, lo confieso, a veces me agobian un poco, pues me interesa más ese Barça universal cuya camiseta exhiben hoy niños del mundo entero.
Pero, sobre todo, es símbolo del buen fútbol, del fútbol forjado en una escuela —no del fútbol comprado con chequera, como el Real Madrid—; el fútbol de toque y talento; el fútbol en que la altura ni la corpulencia importan porque se juega la mitad con la cabeza y la mitad con los pies; el fútbol que hipnotiza; el fútbol que ha logrado reunir la belleza y la eficacia. Si alguien intenta comprenderme mejor, que vaya y mire cómo jugaban el Barça de Cruyff, el de Rijkaard o cómo se desliza por el campo, entre toques veloces que marean al rival y recuperaciones de pelota logrados con insólita ferocidad, esta maravilla deportiva y artística que es el Barça de Guardiola.
Tendría muchos argumentos para explicar, además, por qué no quise ser del Real Madrid. Podría remontarme a los tiempos de Franco, cuando el equipo del extraordinario Alfredo Di Stéfano hacía las veces de canciller de la dictadura ante el mundo y recibía toda suerte de privilegios oficiales, entre ellos la ayuda para que Di Stéfano, que había sido negociado por el Barcelona, terminara en el Madrid. Podría hablar de la represión contra el pueblo catalán, que solo podría expresarse a través de su equipo. Podría mencionar los falsos aires de señorío que se dan algunos jeques del Real Madrid mientras ensucian el fútbol —hablo de casos recientes— sembrando infamias sobre supuestos dopajes del Barça.
Podría, sí, pero no lo voy a hacer. Prefiero recrearme mirando este equipo que cambió el modo de jugar al fútbol y es base de la España que conquistó el campeonato mundial. Tengo muchos amigos que mueren por el Real Madrid: los estimo y procuro no molestarlos con comparaciones. Uno de ellos es Daniel Rabinovich, que un día pudo escoger libremente, y escogió mal. También tengo cuates en el Barcelona, ni más faltaba, y me precio de que uno de ellos sea Joan Manuel Serrat. A él debo la dicha de muchas canciones pero, sobre todo, la gloria de varias entradas a las graderías del Camp Nou. A su lado vi el 5-0 de los tiempos de Cruyff y me habría gustado observar cómo Guardiola repitió la película el año pasado. Tengo también amigos culés en todo el mundo, como el Negro Fontanarrosa, Juan Villoro y Juan Cruz.
En cuanto a mi queridísimo tocayo Luthier, a quien indujeron al madridismo Gila y Coll, dos extraordinarios cómicos, debo decirle que lo entiendo: si yo, como él, fuera humorista profesional, también sería hincha del Real Madrid.
¡Visca el Barça!