Viajar solo en un taxi debería ser tan respetado como el momento de máxima reflexión y lucidez de la humanidad: cuando nos sentamos en un inodoro a darle rienda suelta a nuestros demonios estomacales.
Vas en la silla de atrás por casi 45 minutos, apartado y abstraído del caos del mundo que gira tu alrededor. Te encuentras contigo mismo, igual que en la intimidad del baño, pero con los pantalones arriba y cientos de imágenes pasando por la ventana. La cabina del taxi tiene cosas en común con el retrete. Te obliga a pensar. Sería un espacio ideal para la introspección y el análisis de asuntos trascendentales, como las posibilidades de un nuevo polvo o nuevas excusas para una vieja deuda. Si no fuera por el taxista. O lo que es peor, sus gustos musicales. Así, cualquier día, descubres que un Maluma no es un Pokemón legendario, sino algo mucho más espeluznante.
Hasta ahora había sido respetuoso del reggaetón, ese género que le ha dejado a la humanidad perlas líricas como: ‘Seguronski, cabronski, que todas las gatas se agarren los melonski, hasta abajo que muevan ese culoski, para clavarlas como Lewandowski’; ‘lo que pasó, pasó, entre tú y yo; ‘ya va a salir la vampiresa, la que me lambe, chupe y besa’; ‘no es culpa mía, que la gata tuya quiera entubar’; ‘voy a arrancarte la tela con cautela, puesto que eres la protagonista de la novela en mis pantalones’; ‘a ella le gusta la gasolina, métele $20.000 de extra’. Y, más recientemente, encarnaciones del pensamiento contemporáneo como ‘hicimos el amor y no sé cómo se llama pero la bloqueé en Twitter’, ‘te miro y te imagino, con ropa haciendo el amor y luego voy al baño’; ‘escápate conmigo donde nadie nos vea, no importa que tu novio sea un gonorrea’; ‘Si estás necesitando un hombre, aquí estoy yo. Solo dime cuándo y dónde, y hasta llevo los condones’; ‘la niña quiere creeppy creeppy y hay que respetárselo’; ‘yo te lo dije no me iba a enamorar, te advertí que te borraría de Facebook’; ‘junto al amanecer, mientras la brisa acaricia tu pelo yo te haré mi mujer y te daré para el taxi’; ‘te pintaron chavecitos en el aire‘ o ‘toma pa que te enamores, more more en esas partes’.
Siempre había defendido el género a capa y espada, a punta de movimiento pélvico discotequero e inmersiones súbitas en entrepiernas de desconocidas, bajo la excusa del ritmo. Soy agradecido, y al reggaeton le debo haber palpado con mi bragueta la fisionomía de muchas en la pista de baile. Propicia un escaneo vergal que permite verificar redondeces y consistencias. Así uno verifica cuál tiene faja, cuál está operada, cuál es demasiado flácida, y cuál nos la para irremediablemente. Tú sabes, sentir tu calor, hundirme en el sexy movimiento, restregartela toda por cada rincón, ir bajando al fondo mientras el alcohol sube en la sangre, encajar caderas y dejarlas así un ratico a la hora de una foto inocente. Todo era romance con esta polémica música, hasta que oí al malparido este que tiene nombre de villancico cantando dizque ‘Miss Independent’.
Ahora lo veo, el reggaetón no es un género musical sino un degenere y ya.
Solo existe una forma de describir esa canción: una mierda horrible. Y es probable que nos quedemos cortos ante la sublimidad de su hediondez. Contradice los cánones de la disciplina del sandungueo, escupe sobre la tradición forjada por años por las distintas escuelas del perreo; y de paso, corroe los cimientos de la civilización.
No es que yo ande por ahí escuchando reggaeton o yendo a discotecas full paisas o algo así. De hecho, según YouTube, este adefesio de la Independent viene sonando desde finales de 2012. Justamente eso es lo más grave, es una mierda expansiva, nos invade como un cáncer y llega hasta nuestros espacios más sagrados, como los taxis. Creo que era miércoles cuando la oí. Terminaba otra ajetreada jornada laboral, y la quincena aún se veía inalcanzable en el calendario. Cuando subí agradecí que el taxista no viniera oyendo ese invento del demonio llamado Candela Estéreo, ni ese poco de emisoras de costeños triunfando en Bogotá explotando su propia corronchera. Lo que sonaba era algo más intrascendente, irreconocible entre pitos y rugidos de motores. Su gorra del Nacional y su chaqueta gigante levantaban serias sospechas, sin embargo.
Entonces se me vino encima la ola más descarnada de reggaetones que jamás hubiera escuchado. Acá no había filtro, no había selección de éxitos ligeros cachacas-friendly o canciones efectivas para el arrecostón en pista. Era lo duro, ‘música urbana’ en su estado más puro, las retahílas más underground del barrio a todo volumen. Nadie puede pensar así. Lo intenté y solo se me venía a la mente un popurrí de escenas de todas las Rápido y Furioso. Uno atrás de otro, gritaban J. Byron, Ringo y Chichipato, los Alkizoofílicos, Jayder el Chanda y otros nombres de pesadilla. Sus versos me hacían asombrar ante la absoluta indiferencia del taxista frente a la actualidad nacional.
El país cumplía como 15 días de paro agrario; la Selección Colombia empezaba a acordarse de que es la Selección Colombia; Nicaragua estaba a punto de reclamar soberanía sobre el castillo de San Felipe de Cartagena y el Muelle de Puerto Colombia, y sin embargo el conductor venía en una actitud toda santista. O no le importaba nada de lo que pasaba o no se daba cuenta, firme en su posición de “ese tal semáforo en rojo no existe”, dejando sonar un MP3 con los ‘3.001 éxitos de reggaeton que no querías escuchar pero terminarás youtubeando en tu apartamento’.
Llevábamos más de 15 minutos atascados en un trancón que parecía infinito. Este hijo de árbitro con trabajadora sexual tenía un don natural para encontrar las vías más congestionadas. Los versos cada vez se hacían más perversos, más intolerables, y la situación estaba evolucionando a una pequeña tortura china. Sofocado en las entrañas de un gusano interminable de pitos, metales chirriando, frenadas, gases ácidos golpeando la nariz, humos peándote la cara, y motos y motos lanzándose de repente por la ventanilla, haciendo palpar el miedo de que te roben a lo Daft Punk.