17 de noviembre de 2005

Experimento

El hombre que vivió un mes a punta de colesterol

Por 30 días, un periodista desayunó, almorzó y comió lo que el grueso de los colombianos: bandeja paisa, lechona, viudo y otras delicias nacionales. Los resultados de la dieta hipercalórica, al final de este viaje gastronómico

Por: Andrés Wiesner
Antes de comenzar con la dieta criolla me sacaron exámenes de sangre para medirme el colesterol y los triglicéridos.

En aquellos tiempos, al llegar a la casa demi papá los domingos para ir al estadio, tipo 11:00 de la mañana, el hombre ya se había comido un tamal tolimense con dos Colombianas. Antes de hablar de la alineación con la que jugaría Santa Fe en la tarde, me proponía las opciones del almuerzo: una sobrebarriga criolla preparada por él -su especialidad-; un arroz con pollo de Doña Carmen, un restaurante del barrio Palermo en donde sobresale una portada de El Espectador enmarcada, en la que el ex presidente Carlos Lleras Restrepo afirma que "Doña Carmen vende el mejor arroz con pollo del país", o arrancar temprano para El Campín y llegarle a una fritanga de donde María Luisa, en las afueras del Palacio del Colesterol.

Es difícil de creer, pero en el intermedio del partido, después de haber almorzado alguna de las opciones y haberse comido una paleta de vainilla con relleno de mora, el viejo no tenía problema en dar cuenta de un plato de lechona de los que venden adentro del estadio. Por la noche, veíamos y volvíamos a ver los goles en cada noticiero al son de un pollo de Cali Mío pedido a domicilio. Yo lo acompañaba hasta donde mi organismo me lo permitía. Me comía completo el almuerzo, la arepa de su lechona y un pernil del pollo asado nocturno.

Por eso, cuando me propuse a desayunar, almorzar y comer durante un mes sancocho, tamal, mondongo y todo lo que ofrece la variada gastronomía nacional pensé: si mi papá lo hizo durante media vida -de 67 años murió el viejo- nada podría pasarme durante treinta días. Pensé también: si así come media Colombia, ¿por qué no lo he de hacer yo?
Antes de comenzar con la dieta criolla me sacaron exámenes de sangre para medirme el colesterol y los triglicéridos. Me pesaron, me midieron el volumen de mi cuerpo, revisaron mi estado físico y me hicieron exámenes de resistencia física y cardiovasculares, para comprobar que no tuviera riesgos de realizar el experimento. En ese momento, mi organismo era el reflejo de una persona deportista, que se alimenta balanceadamente, juega fútbol tres veces por semana y deja el gordo de la carne a un lado para evitar malestares.

Todo listo. Sería algo así como un mes in memorian a los hábitos alimenticios de mi señor padre, una prueba para saber hasta dónde puede perjudicar la salud nuestro suculento recetario rico en grasas y calorías, y un recorrido por el país a través de su gastronomía. Serían 30 días que posiblemente me llevarían a hacer parte del 75 por ciento de los colombianos que sufren problemas digestivos, según la Asociación Colombiana de Gastroenterología, o de los 250 mil que padecen el problema de obesidad. Mejor dicho, un Super size me -el documental en el que el cineasta estadounidense Morgan Spurlock comió McDonald‘s durante treinta días- pero en este caso, a lo chibchombiano.

Primer golpe
La tasa de café, la porción de queso y las dos tostadas con las que desayunaba siempre, las reemplacé por dos arepas de huevo y una Kola Román en la panadería de abajo de mi casa. Otras veces, comenzaba el día con carimañolas y bollos, en ocasiones un tamal de pipián y dos empanadas de queso bañadas en ají de maní y los domingos, al mejor estilo del viejo, un tamal tolimense especial, o sea con presa de pollo y una Colombiana.

El cambio no fue grave, el desayuno criollo en grandes cantidades ya lo había experimentado este año durante el Festival Vallenato. Jugo de níspero o corozo, bollo limpio, queso costeño, chicharrón, carne molida, suero, rosquetes y guineo verde en la misma mesa era comida suficiente para recargar pilas y continuar la parranda. Por eso se podría decir que ya estaba acostumbrado a desayunar como un rey. Un bistec a caballo, chocolate con almojábanas y huevos pericos, y un par de veces consomé de gallina con huevo, calao, carne y yuca por dos mil pesos, en la Plaza de Mercado de Paloquemao, fueron otros de los platos de mi primer golpe durante el mes de octubre.

La verdad es que no sentí marcadas diferencias, lo único fue que no pensaba desde las 11:00 de la mañana en el almuerzo. Un desayuno recomendable, según la nutricionista Adriana Camacho, debe ser una bebida láctea -como yogur, café con leche o chocolate-, una porción de fruta o jugo, huevos, queso, salchicha, tostadas o arepas que suman cerca de 750 calorías. Un tamal contiene, en promedio, 1.430 calorías, así que desde tempranito se comenzó a desnivelar la balanza.

Supercombo agrandado
Mis nuevos desayunos ocasionaron pérdida del apetito al almuerzo. En mala hora, pues si por algo se destacan los platos colombianos es porque los sirven en grandes cantidades. Es difícil encontrar el plato típico nacional. Llegar a un top cinco sigue siendo complicado y, tal vez, si se escogieran los 20, habría fuertes discrepancias. Por eso, como dice el antropólogo Julián Estrada, "lo correcto es hablar de lo regional y lo regional se apoya en lo popular". Lo correcto en esta crónica sería comenzar por Bogotá, disfrutando del variado surtido santafereño y cundiboyacense en las zonas populares.

En la Plaza de Mercado de Paloquemao comencé el recorrido con algo que nunca había sido capaz de comer: la pelanga. Este es un plato popular, preferido, sobre todo, por el sector automotor, vendido en los barrios 7 de Agosto, Fontibón, San Andresito y las plazas de mercado, que invita a sus clientes con un letrero de cartulina que afirma "Sí hay pelanga". Está hecha a base de cuajo (las vísceras de la res), espina (la lengua del marrano), el callo o menudo (o sea, la tripa), el libro (de la barriga de la res, cerca al segundo buche) y la rila (el tercer buche) y todo lo que le sobra a la vaca, desde la pata hasta la oreja.

Se acompaña con papa, yuca y mazorca, y su color anaranjado se debe al achiote, un condimento con el que también pintan los huesos de marrano para hacer su presentación más agradable. Sabe parecido al gordo de la carne mezclado con sangre seca. Se prepara sudada y tiene un guiso de cebolla, perejil y tomate. Su olor es el característico de las fábricas de aceite cuando se sale a Giradot por Soacha, y su aspecto blando, espeso y rojizo engancha a cualquiera. En conclusión, una delicia culinaria con la grasa suficiente para aguantar las treinta cervezas que se toman los comensales después de saborearla por solo cuatro mil pesos.

Cocido boyacense, hecho a base de chaguas, mazorca, habas, arveja, espinazo, longaniza, el cuero y la jeta del cerdo, un buen guiso y una bolsa de leche; la mazamorra chiquita, que junto al cuchuco, algunos sancochos, el mute de queso y la crema de maní pastusa, son las cuatro sopas más tradicionales del país, y la chanfaina, un plato bañado en sangre de cordero, fueron recetas nuevas tanto para mi organismo como para mis saberes.

Aquellas delicias, junto a los huesos de marrano, el piquete de gallina y las pezuñas de cerdo, ya conocidas por el menú de mi padre, fueron los almuerzos de esos primeros días.
Alimentándome de semejante forma comenzaron los problemas. En el día 18 (domingo 16 de octubre), estuve a punto de tirar la toalla. Fue el mejor partido de Santa Fe en el año.

No tengo memoria de la última vez que vi a mi equipo meter cuatro goles y aquella tarde, mientras los delanteros rojos volvían añicos la defensa matecaña y Benítez marcaba el cuarto del expreso, yo estaba en los baños de El Campín trasbocando el tamal del desayuno y la fritanga del almuerzo. También el viudo de capaz que me había comido el viernes en la calle del Pacífico en el centro de Bogotá; las arepas boyacenses del jueves, la gallina sudada del miércoles, los patacones con queso del martes y la lechona del lunes.

Vomité los tamales y la bandeja paisa que me daban en el ejército. El ceviche con el que me intoxiqué en la excursión de décimo en Santa Marta. Los espaguetis de la primera borrachera y los pasteles de zanahoria que me obligaba a comer Fani, la profesora de matemáticas de segundo de primaria. Fue una especie de yagé a través de la comida criolla en el que arranqué de mí los tormentos digestivos. Esa limpieza me ayudó para seguir adelante. Un agua aromática aquella noche y estuvo.

Cuando me levanté al otro día me comí sin problemas mi arepita de huevo, almorcé chuleta de cerdo en Fulanitos y comí del ajiaco que sobró del domingo. Algunos días sentí mucha sed y calor, tuve problemas de sueño y los dolores de cabeza que el doctor me había pronosticado. Me mareaba continuamente, pero nunca pasó a mayores. Era el estado normal que causa la cantidad de grasas saturadas (las derivadas de los animales) y de las insaturadas (de los vegetales) que maneja la comida criolla. En el día 20 me pesé por primera vez desde que comenzó la dieta. La balanza, después de cuatro años en los 61 kilos, marcó un tenebroso 63. Dos kilos en veinte días. En un año podría subir 36 kilos a este ritmo.

No sé en que momento comencé a dejar los platos totalmente vacíos. Me comía el gordo de la carne, el cuero de la lechona, los ojos del pescado, el huevo duro de la fritanga y hasta el pescuezo de la gallina. Me comía una torta de menudo en la plaza de mercado del Samper Mendoza con la misma tranquilidad de unas carimañolas en Gaira y me tomaba una mazamorra chiquita con las mismas ganas de una cazuela de mariscos. Me daba lo mismo acompañar un almuerzo con una agua de panela que con una Coca-Cola y volví a encontrarme con tradicionales bebidas como la Cola y Pola y la Costeñita. En los últimos días desayunaba, almorzaba y comía criollo sin ayudas de alka-seltzers y sal de frutas. Nunca aparecieron los problemas de acné y los desmayos que muchos pronosticaron. La sed que me acompañaba todo el día la calmaba con Pony Malta y una que otra cerveza, para no fallarles a las costumbres de mi tierra.

Un sancocho y para el ‘sobre‘
Las comidas marcaron los momentos más difíciles. Los primeros días, sobre todo en los que almorcé huesos de marrano del Cordero Dorado, bandeja paisa del Envigadeño y cuchuco con espinazo de Las Ojonas, por la noche no quería saber nada de grasas. Cada una de estas recetas contiene entre 800 y 1.500 calorías que equivalen al 60 por ciento de las que necesita el cuerpo al día. Por eso en las noches me tocó esforzarme para llegarle a un plato de sancocho o a pasteles, bollos o amasijos con diferentes guisos y rellenos de los innumerables que ofrece nuestra cocina. Aunque no fueron recurrentes las pesadillas, el sueño se vuelve bastante ligero, casi angustioso y el calor aumenta a la hora de dormir.

La ilusión de patear como Valenciano se desvaneció al ver que el nivel futbolístico bajó notablemente. Según me explicó el doctor Daniel Charria, presidente de la Sociedad Colombiana de Cardiología, una de las consecuencias del exceso de grasa es la pérdida de la fluidez de la sangre, debido a que el colesterol se pega a las arterias y produce, entre otras cosas, que la persona pierda velocidad, tanto cerebral como física, lo que produce problemas tan graves como la trombosis cerebral, la angina de pecho y los infartos.

Sin embargo, el doctor Charria también afirma que en un mes "son casi mínimas las consecuencias de salud por comer de esta manera y si se vuelven a cambiar los hábitos alimenticios, el cuerpo no alcanza a sufrir las consecuencias". Ahora, "si se come durante seis meses esta clase de comidas, el calibre de las arterias se disminuiría tanto que el cuerpo no recibiría la sangre que necesita para funcionar normalmente y se producirían enfermedades como arterioesclerosis y enfermedades coronarias que producen los infartos".

Según el Departamento Nacional de Estadísticas (Dane), de las 180 mil muertes que suceden en Colombia al año, 56 mil son por enfermedades cardiovasculares como trombosis e hipertensión coronaria a causa del exceso de grasas y de los malos hábitos alimenticios. El 51 por ciento de los casos son hombres y el 49 por ciento, mujeres
Aunque el cinturón se corrió un par de huecos, se me inflaron los cachetes y las michelín se hicieron notar en mi barriga, no noté marcados rechazos de las mujeres. Mi mamá fue la única que un día que me invitó a comer sobrebarriga me dijo que si seguía comiendo de esa forma me iba a volver igual de obeso a mi papá.

Solo me faltó una gordita. De esas que sacan las viejas que uno invita a salir, "¿puedo llevar a una amiga bacana?", y así cerrar con broche de oro mi dieta criolla. De resto, todo cumplido y ¿bajo control? Lo digo porque tal y como lo muestran los exámenes que me practicaron al mes, el colesterol aumentó en un 25 por ciento y los triglecéridos en un 20 por ciento. El peso llegó hasta los 64 kilos, el abdomen se creció 5 centímetros y en la clasificación del porcentaje de grasa bajé en la escala de la posición de excelente a la de aceptable.

El médico me recomendó una dieta baja en grasa y calorías que hoy veo difícil de cumplir. Creo que así me cambien el apodo de Negro por el de Gordo, no me quiero perder el interminable inventario de las cocineras populares, cuya sazón y sabiduría culinaria puede ser uno de los más grandes valores de nuestro patrimonio inmaterial.

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