9 de marzo de 2022

Historias

Preso en una cárcel gringa

Los días de un extraditado en una prisión estadounidense

Por: Johanna Prieto
| Foto: Getty Images

Armando Herrera solo pudo conocer Nueva York desde la ventana del furgón que lo llevó al encierro. Desde una prisión, sin ver la luz del sol, un verano en la capital del mundo no es como lo cuenta la canción.

La palabra extradición ha sido odiada y temida por los criminales, mucho más antes que ahora. En la lucha frontal del Estado contra los narcos del Cartel de Medellín, Carlos Lehder fue la joya de la corona, el de mostrar, el primer colombiano extraditado por narcotráfico a una cárcel en Estados Unidos horas después de su captura en 1987, cuando estaba en una fiesta en Guarne, Antioquia. Desde entonces, los gobiernos han trabajado en clave con los estadounidenses para llevar a colombianos que han delinquido allá.

A pesar de que llevar presos a colombianos en Estados Unidos se ha vuelto una lotería que se ganan los delincuentes, las extradiciones han continuado. De acuerdo con cifras reveladas por el Ministerio de Justicia, 629 colombianos han sido llevados ante la justicia gringa para responder, principalmente, por narcotráfico.

Uno de esos colombianos es Armando Herrera. Son las 3 de la mañana y su plácido sueño se ve interrumpido por el estridente sonido de varios golpes en la puerta de su apartamento. A media marcha pudo acercarse a ver y escuchar las palabras firmes de un hombre que decía: “Policía Nacional”. Dos palabras que temía escuchar.

Estaba tan dormido que no entendía lo que pasaba. Sin embargo, asustado por la situación, abrió la puerta y vio a un grupo de personas que portaban prendas de la Policía y de la Fiscalía. Seguía sin entender por qué habían llegado.

Cuando el encargado del operativo le comenzó a leer su situación judicial, se le devolvió todo, los recuerdos llegaron como una metralleta a su cabeza. No solo por lo rápido que pasaba todo, sino por lo que sentía con cada sílaba que el policía pronunciaba. Su mundo se estaba derrumbando.

De repente aterrizó y se acordó de aquella vez que en medio de sus funciones laborales, en una entidad del Gobierno, un hombre le ofreció dinero para pasar información sobre los procesos de extinción de dominio de narcos colombianos. También recordó que luego de pensarlo varias veces, tentado por el dinero y la adrenalina, aceptó el trato.

Fueron varios meses en los que informaban sobre procesos en los que estaban involucrados oscuros personajes. También en ese tiempo sentía zozobra, pues pensaba que en cualquier momento lo iban a descubrir y que terminaría en problemas, eso lo perturbaba.

No obstante, no se hizo millonario con el dinero que recibió. Lo utilizaba para ayudar a su familia o para sus gastos personales, pues en ocasiones el sueldo no le alcanzaba. De hecho, las autoridades, cuando lo capturaron, hicieron una ardua investigación para descubrir si tenía testaferros o propiedades producto de su mal accionar, pero no encontraron nada.

De la Picota a una celda en Nueva York

Por el delito que cometió, que fue obstrucción a la justicia, tuvo que pagar dos años de prisión. De ese tiempo estuvo 6 meses en La Picota. Allí podía ver a su novia y a sus familiares durante los días de visita. Sin embargo, sabía que tenía una deuda pendiente con la justicia estadounidense y que en cualquier momento lo iban a llevar al país de las oportunidades, pero a prisión.

“En mi celda en La Picota, me imaginaba cómo iba a ser mi paso por esa cárcel extranjera, me preguntaba si los uniformes eran de color naranja y si todo lo que se ve en las películas era real. Cuando pensaba en todo eso también una voz interior me decía: ‘¿por qué a mí?’, ‘¿en qué momento me metí en todo esto?’”.

Ya su abogado se lo había anunciado, “te vas pa’ donde los gringos el próximo lunes”. Herrera cuenta que en ese momento su mundo se volvió a quebrar. No tenía idea de lo que le esperaba en una prisión a miles de kilómetros de su hogar.

A las 5 de la mañana de una de las tradicionales frías madrugadas de Bogotá, su suerte ya estaba echada. Nada evitaría su cita con la justicia estadounidense. Herrera recuerda perfectamente cuando un avión de la DEA lo estaba esperando. “Nunca se me va a olvidar que era un jet, un Falcon 50″, agrega.

Ese avión es de lujo, cuenta con una silletería de cuero beige perfecta. Los que vieron el documental El Estafador de Tinder lo recuerdan bien, es muy similar al que usaba el protagonista para engañar a sus víctimas. Armando jamás pensó pisar un lugar así, estaba maravillado con tanta elegancia. Sin embargo, el sonido de los grilletes lo regresó de inmediato a la dura realidad. “Me esposaron de pies y manos, fue algo muy fuerte”.

Durante el vuelo de aproximadamente de 5 horas desde Bogotá hasta Nueva York, Herrera tuvo suficiente tiempo para analizar su vida y pensar qué sería de él en ese mismo instante, si no hubiese aceptado meterse en todo esto.

Recuerda que la comida que recibió en ese trayecto fue un sánduche de Subway con una Coca Cola. Además, en esas horas de vuelo, que se le hicieron eternas, sintió “zozobra, tristeza, miedo indescriptible, incertidumbre”. Sobre esos momentos a más de 10 000 metros de altura contó lo que pensaba: “Tú no sabes qué va a pasar. Ese miedo no es como el que produce una montaña rusa, es diferente, no lo puedo explicar”, cuenta Armado.

Herrera dice que nunca olvidará el momento en el que estaba aterrizando en un hangar de la DEA, en Long Island. Un estruendo retumbó en sus oídos, sintió un dolor terrible y quedó por muchos segundos sordo. Luego de varios años y de analizar esa escena, cree que fue una manera de somatizar todo lo que sentía, el alma le dolía.

Funcionarios de la DEA lo estaban esperando a él y los otros 4 extraditados que viajaron en ese jet. Antes de que fueran entregados a la Policía de Estados Unidos, ingresaron a un cuarto, allí quedaron completamente desnudos y recibieron una estricta requisa. Luego de un par de horas, salieron en una van rumbó a una cárcel en Brooklyn. Desde la ventana alcanzó a conocer algunas partes de Nueva York: “Increíble en la forma en la que terminé conociendo esta imponente ciudad”, añadió.

Cuando llegó a la prisión, eran las 10 de la noche de ese eterno y desgraciado día para él, que aún no terminaba. Todo el mundo estaba dormido. Relata que su compañero de celda era un boricua y que lo recibió muy bien, “me preguntó quién era, de dónde venía y cuál era la razón de mi extradición, fue muy amable, pero por el cansancio la conversación fue corta”, relató.

“Al otro día un par de colombianos se me acercaron, me brindaron elementos de aseo y ropa. Eran dos capos que se encargaban de proteger a los recién llegados”. Según Armando Herrera, en esas cárceles es ley ayudar a los connacionales. Ese apoyo, a pesar de que viniera de otros delincuentes, le generó tranquilidad.

No hay aire ni luz natural

Gracias a los trámites de los narcos colombianos que tenían poder en esa cárcel, Herrera pasó de ocupar una celda con un dominicano, a una con un compatriota. Su calabozo tenía un camarote, una taza y un lavamanos en la mitad, las paredes eran color beige y el piso gris.

De las cosas más duras que recuerda de su paso por esa prisión fue el hecho de que durante esos 13 meses nunca sintió la luz del sol ni la brisa del aire puro, pues, a pesar de que la cárcel contaba con un patio grande, este tenía techo. Con el pasar de los días se le olvidó cuál era la sensación que producía vivir en libertad.

“A mí me fue bien en prisión, nunca recibí castigos fuertes. Sin embargo, tuve compañeros que por entrar comida y drogas a sus celdas fueron enviados a la celda de castigo hasta por tres meses”. Herrera escuchaba que estar allá era la perdición, los presos gritaban de desesperación y agarraban las puertas a patadas.

Alcanzó estar un invierno y dos veranos en esa cárcel. “Cuando era invierno nos obligaban a bañarnos con agua helada por más de una semana. Los únicos que se atrevían a ducharse todos los días eran los colombianos” esa herencia indígena que no nos permite pasar más de un día sin pasar por la ducha. Según su relato, en verano les apagaban el aire acondicionado, “era sofocante el calor allí, muy húmedo, nos tocaba lanzar agua fría al piso y tirarnos para bajar la temperatura”.

Para sus últimos días en prisión comenzó a contar las horas, pero trataba de no hacerlo tan seguido, sentía que hacer eso lo mortificaba. “El último día sentí mucha ansiedad, una mezcla de felicidad y zozobra porque no sabía a qué me enfrentaría con la deportación”, recalcó Herrera. Fueron 12 largos días que tuvo que esperar para quedar libre.

De la persona que lo ‘sapeó’ sabe que es un poderoso narcotraficante de lo que él llama “el cartel de Bogotá”. Alguien que fue a cumplir una pena de 20 años en Estados Unidos y gracias a que entregó a muchas personas logró una significativa rebaja, solo pagó 32 meses de encierro.

“A veces uno no piensa las cosas. Si pudiera devolver el tiempo no me hubiera metido en eso. Mi futuro se truncó, yo llevaba 10 años como servidor público, tengo una inhabilidad de 12 años pero sé que nunca puedo volver a trabajar en un cargo de estos”, afirma con certeza.

De todo lo que vivió en esa prisión, el recuerdo más lindo que tiene fue cuando volvió a sentir el viento en su cara, “fue una experiencia reanimante, esa cárcel estaba en medio del bosque y puede sentir ese aroma que ya se me había olvidado, fue vigorizante”.

Luego de regresar de Estados Unidos, Armando montó una distribuidora de productos de aseo en el barrio de la perseverancia con la ayuda de su novia, la mujer que lo acompañó desde la distancia en esta dura travesía.

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