Christine Keeler murió hace unos meses y protagonizó un escándalo que terminó tumbando al gobierno británico hace medio siglo . Una historia de sexo y espionaje que no se ha repetido.
Mientras exhalaba su último aliento el pasado 6 de diciembre, Christine Keeler debió haber recordado, en el desencanto de sus momentos finales, la fantástica y trágica vida que tuvo. Había participado, medio siglo antes, en ostentosas fiestas de la más alta sociedad británica en unas circunstancias que habrían de cambiar la historia de ese país y en las cuales ella fue la protagonista principal.
La historia de su vida es una de las más inquietantes del siglo pasado en Inglaterra, quizás por el grado de fascinación que produce en los ciudadanos del común la caída de los poderosos, o incluso la caída de un gobierno. Cuando todo eso sucedió, ella tenía apenas la edad legal para pedir un trago en un bar. Sin embargo, ya era bailarina topless en un concurrido cabaret del Soho londinense. Antes de llegar a los 18 años, según relata en sus memorias, Keeler ya había perdido la virginidad y a un hijo, había presenciado la lujuria masculina y había aprendido a aprovechar para su beneficio personal lo que la genética le había regalado por azar. Había descubierto que la belleza era un elemento tan importante en la vida como el dinero y el poder.
Una noche conoció a Stephen Ward, un reconocido osteópata, quien estaba de moda por incluir entre sus clientes a lo más granado del mundo del poder y de la farándula del Londres de los años sesenta. Entre estos había personajes tan famosos como Winston Churchill, lord Astor, Elizabeth Taylor y Frank Sinatra. Por cuenta de dos breves aventuras sexuales, la joven inglesa terminó en el ojo del huracán. Alcanzó la inmortalidad en la cultura popular mientras era el eje central de un triángulo amoroso que los tabloides inflaron de manera irresponsable.
El encantador Ward
Stephen Ward llevaba ya casi dos décadas en el centro de la movida social londinense cuando se encontró con la joven Christine. Era un arribista carismático y tenía un talento para el dibujo que había empezado a explotar a la par que florecía su carrera como osteópata. El seudodoctor era el favorito de importantes personajes de la política inglesa como duques, lores, ministros y estrellas de Hollywood. La relación con Keeler empezó de manera espontánea. Estaba seducido y fascinado por la pretty baby, a quien convirtió rápidamente en su protegida y compañera principal en una serie de orgías clandestinas.
La alta sociedad británica siempre ha tenido una franja de perversión sexual. El sadomasoquismo y otras prácticas de esa naturaleza son más comunes allá que en otros países de Europa. Los organizadores de esos eventos, en consecuencia, son personajes valorados, pues se requieren múltiples contactos y mucha discreción. Ward, por su nombre y condición de osteópata y artista, conocía a hombres poderosos y mujeres bellas. A cada una de estas partes le interesaba conocer a la otra.
Al poco tiempo de conocer a Christine, la invitó a vivir en su apartamento. Poco tiempo después llegó otra showgirl, Mandy Rice-Davies, con una historia de vida similar a la de Keeler. En otras palabras, múltiples romances de corta duración de los cuales cada una sacaba una platica. Curiosamente, la relación de las dos mujeres con Ward nunca fue sexual. Él era el encantador doctor que las presentaba en el circuito de sus amistades políticas y aristocráticas. Fue en una de estas fiestas, celebrada en Cliveden, la majestuosa casa señorial de lord Astor, que Ward presentó a Keeler con John Profumo, por entonces ministro de Guerra del gobierno inglés a cargo de Harold Macmillan. Astor era para la época amante de Mandy Rice-Davies, la cual le había sido presentada por Ward.
Christine, ya en su vejez, recordaría este primer encuentro en unas memorias publicadas que incluyen las palabras: “John —o Jack, como yo lo conocía— era un hombre con ojos golosos... y unas manos que le seguían el juego. Ya había conocido hombres que me deseaban, pero él estaba absolutamente desbocado. Nada más le importaba sino lograr estar conmigo, una niña de 19 años. Nos conocimos en Cliveden, la mansión de la familia Astor en Buckinghamshire, en julio de 1961. Stephen (Ward) le alquilaba a lord Astor un pequeño cottage adjunto a la casa principal que tenía su propia piscina. Yo estaba nadando desnuda en esta cuando Bill Astor llegó con Jack. Había una pequeña toalla en el otro extremo y nadé rápido para alcanzarla. Podía cubrir mis senos o mi espalda, pero no ambas partes. Busqué un lugar en el medio y traté de pasar por allí sin revelar toda mi desnudez. Ellos trataron de quitármela. Corrí alrededor de la piscina con lord Astor, jefe de la legendaria familia, y John Profumo, uno de los ministros de gobierno más importantes de Macmillan, persiguiéndome. Me invitaron a la casa. Jack me sugirió que la recorriéramos juntos. Me dijo: ‘¿Un beso?’.
Fue algo más perverso, con él acariciándome la espalda mientras caminábamos y luego persiguiéndome furiosamente alrededor de los muebles. La primera vez que nos acostamos fue en el apartamento de Stephen. Estaba siendo encantador y coqueto, luego nos estábamos besando y ya entonces estaba saltando encima mío. Lo disfruté, ya que fue amable y amoroso después. Nunca pensé en lo que podría pasar.
Ese verano fui feliz teniendo un romance con uno de los hombres más poderosos del mundo. Fuimos a su casa en Regent’s Park y, como lo habíamos hecho en Cliveden, me dio un tour por la casa. En el comedor me dijo en chiste: ‘Usualmente viene la reina a cenar. Ella es mi novia favorita’. Me llevó a su cama marital e hicimos el amor. Parece increíble que nuestra aventura resultara en tanto daño y tragedia. No fue un romance importante. Me he sentido triste por Jack, pero nunca apenada. Él era un adulto, mucho mayor, y yo claramente no era la primera niña que había perseguido. Tampoco la última”.
Espías internacionales
Mientras Profumo, que era un hombre casado, llenaba de atenciones a Keeler, seguramente más y más costosas de las que registraría posteriormente la joven, Ward también había promovido un romance entre su pretty baby y el capitán Yevgeny Ivanov, un agente de la KGB que trabajaba en la embajada soviética. Había entonces un triángulo amoroso sin mayores consecuencias a primera vista que las posibles implicaciones emocionales o conyugales. Sin embargo, pronto se convirtió en un problema de Estado cuando la prensa sensacionalista reveló que había una mujer que se estaba acostando simultáneamente con el ministro de Guerra británico y con un espía ruso. Se especulaba que, en teoría, secretos vitales de la seguridad podrían ser obtenidos y trasmitidos en la alcoba. La ingenua stripper fue presentada como una Mata Hari.
No obstante, nada tuvieron que ver los bandos opuestos en que estallara el problema. Más bien fue el descuido de Keeler y sus otros amoríos los que desembocarían en la caída del gobierno inglés. Para 1962, lejos del apartamento de Ward y de los cotilleos de los pasillos del Parlamento, Keeler se había establecido como una modelo por comisión y vivía la desbordada vida de los antros ilegales de jazz de la comunidad negra en Londres. Fue allí, entre humo de marihuana y los ritmos del rock steady, que se enredó con dos afroingleses: Johnny Edgecombe, promotor de jazz oriundo de Antigua y Barbuda, y Lucky Gordon, un músico jamaiquino.
Como los dos estaban enamorados de ella, tuvieron una violenta pelea en la que ambos resultaron heridos. El episodio llegó a juicio. Edgecombe, descontrolado por los celos y por el miedo de ir a la cárcel, fue al apartamento de Ward a buscar a Christine, quien estaba acompañada de Mandy Rice-Davies. Le exigió a gritos que abriera la puerta, pues necesitaba que ella fuera a testificar a su favor ante la justicia. Ella se negó a recibirlo y él arremetió a balazos contra la puerta del apartamento del famoso doctor. Este sería el detonante que pondría a Keeler en el ojo del huracán, pues cuando fue obligada a dar declaración sobre los sucesos, terminó revelando detalles fundamentales de su relación con Ivanov y Profumo.
El escándalo Profumo
Mal asesorada por la oportunista prensa amarillista inglesa, Keeler terminó vendiendo su historia al mejor postor. Poco le serviría este dinero, pues como explicaría posteriormente, todo se dilapidó en pagarles a los abogados que aparecerían en la década siguiente. Profumo fue inmediatamente interrogado por el Parlamento sobre su supuesta relación con la joven de 20 años. El ministro, con sobriedad británica, negó todo vínculo afectivo con Keeler. Se limitó a decir: “Nunca ha habido nada indebido entre la señorita Keeler y yo”. Esas palabras resuenan infames en la memoria colectiva, pues en el Reino Unido, y en particular en el Parlamento, pocas cosas son tan graves como mentir. Acosado por la evidencia presentada por Keeler, una carta escrita en medio de un arrebato amoroso, el ministro se vio obligado a rectificar su declaración, aceptando su corta aventura con la joven, pidiendo perdón y renunciando “al honor de ser ministro o miembro del Parlamento”. Eso significó la muerte política de un hombre que probablemente sería el próximo primer ministro del Reino Unido.
Conforme avanzaba el juicio por el episodio violento de los dos hombres del Caribe, más actores ingresaron a la polémica. Cuando salió a flote el nombre de Ivanov, el espía de la KGB, su gobierno le exigió regresar inmediatamente a Rusia para minimizar la participación de ese país en el escándalo. Lord Astor, quien fue llamado como testigo por ser amante de Mandy Rice-Davies, negó todo. Como Mandy había reconocido tener relaciones sexuales con él, los periodistas le preguntaron a ella al salir de la audiencia cómo se explicaba la negación del aristócrata. Contestaría con una frase que fue recogida en 1979 por El diccionario Oxford de citas: “He would, wouldn’t he?”. Eso, traducido coloquialmente, querría decir “qué más podría hacer”.
Ward, mientras tanto, se vio abandonado no solo por Astor, sino por toda la oligarquía a la que antaño había luchado tanto por complacer. Como las dos jóvenes vivían con él y se acostaban con todo el mundo, la Justicia le imputó cargos de proxenetismo. Esa acusación era injusta. El doctor unía a sus modelos con los poderosos no por dinero, sino por arribista. Su trabajo como intermediario en esos encuentros le permitió formar parte de una clase social a la que él no pertenecía por nacimiento. Deprimido y desconcertado, cuando fue encontrado culpable, se suicidó con una sobredosis de somníferos en su apartamento, rodeado de los dibujos que había realizado de Astor, Profumo, Ivanov, Rice-Davies y, sobre todo, de Keeler. La nota que dejó escrita decía: “No estoy dispuesto a satisfacer a los buitres”.
El final de un ícono
Luego de la muerte de Ward y la caída de Profumo, Macmillan se vio obligado a renunciar al gobierno británico y, en 1964, manchado por el escándalo sexual y político, el Partido Conservador perdió las elecciones y el Partido Laborista subió al poder. Keeler, por su parte, intentó seguir sacándole jugo cuanto pudo a su novelada historia amorosa. Abusando de esta, vendió los derechos fílmicos de sus aventuras para la realización de una cinta que nunca se estrenó en el Reino Unido y que llevó por título The Keeler Affair.
No solo publicó una memoria sino dos, agregándole cada vez más morbo para que se la publicaran. Nunca logró que su carrera despegara, aunque su vida quedó retratada en producciones como la película Scandal, de 1989, que la propia Keeler calificó de apenas una “polaroid” de lo que fue la verdadera historia. Andrew Lloyd Webber, el compositor de musicales más famoso del mundo (Cats y The Phantom of the Opera, entre otros) decidió en 2013 hacer una obra sobre el escándalo Profumo. La tituló Stephen Ward y el propósito era reivindicar al osteópata como el chivo expiatorio de la hipocresía de la alta sociedad británica. La obra fue una de las pocas de Lloyd Webber que fracasaron.
Los días de Keeler terminaron hace un mes de manera melancólica. Casada y divorciada dos veces, tuvo dos hijos y una nieta. Uno de sus hijos se suicidó por el estigma de ser su descendiente. Después del escándalo que la convirtió en una de las mujeres más famosas de Inglaterra, la antigua bailarina y modelo terminó saltando de un puesto menor a otro, presentándose siempre con un nombre falso y siendo despedida cuando era descubierta. Primero vivió en un tráiler y en los últimos años fue mantenida por el Estado inglés.
Como si acostarse con Christine Keeler fuera el mayor pecado de la historia, Profumo se dedicó durante 40 años al servicio comunitario en los barrios pobres de Londres. Se volvió una especie de madre Teresa vestida en la famosa calle de los sastres Saville Row. Fue tal su sacrificio y su abnegación, que la reina Isabel II lo condecoró a comienzos de los años noventa. Tuvo el inmenso honor antes de morir de ser invitado a un banquete y sentarse al lado de la soberana. Ivanov, el espía ruso, tuvo un final tan triste como el de Christine Keeler. Rechazado por su gobierno y su país por meterles sexo a sus funciones, se convirtió en un alcohólico depresivo hasta el día de su muerte. A la única a la que le fue bien fue a Mandy Rice-Davies, quien se casó con un israelí millonario y acabó en Israel en una vida de lujo y en una relación estable. Murió hace apenas dos años.
Sea como fuere, Christine se ha convertido en un símbolo de una era. Fueron años anteriores a los Beatles, en los que la sociedad británica combinaba residuos del puritanismo de la era victoriana con excesos sexuales clandestinos de las clases altas como los que protagonizaba Stephen Ward. Más allá de las intrigas políticas que sus escandalosos amoríos podrían despertar, lo cierto es que las historias de orgías entre los poderosos fascinaron e indignaron al pueblo británico. Medio siglo después de los hechos, muchos reconocen que las premisas del escándalo eran ficticias. La teoría era que una habilísima seductora podía sacarle secretos nucleares al ministro inglés para entregárselos al espía ruso en lo más álgido de la Guerra Fría. La verdad es que Christine Keeler no era más era una stripper analfabeta que descubrió que la verdadera bomba atómica era el sexo. Y los dos protagonistas masculinos de esa tragedia, el inglés Profumo y el ruso Ivanov, no eran las víctimas potenciales de una Mata Hari, sino dos hombres arrechos.