El presidente se la fumó verde. O eso piensan algunos críticos de su polémico decreto que faculta a la Policía para incautar drogas en lugares públicos. Al repasar las experiencias de Holanda, Uruguay, Canadá y Colorado, el argumento de Duque suena inocente y populista: evitar que nuestros niños vean a los fumadores volando a la vuelta de la esquina. ¿Qué verdades y mitos rodean el asunto? ¿Y hacia dónde va Colombia cuando el mundo parece avanzar en otra dirección?
Los que hoy se sienten en libertinaje en las calles, sepan que en las calles no van a consumir ni van a portarla”. Estas palabras hacen parte del discurso con el que el presidente de Colombia, Iván Duque, anunció uno de los decretos más polémicos de sus primeros tres meses de mandato, aquel que pone a la Policía del país a incautar drogas en el espacio público. Palabras que, por su contenido y tono -las pronunció con vehemencia y mirada firme-, recuerdan los regaños de un padre autoritario, que parece perder cada día el control sobre sus hijos adolescentes y rebeldes.
Iván Duque prometió en campaña atacar el consumo de drogas desde todos los frentes, pues se ha disparado, según él mismo lo dijo en cientos de escenarios. “Muchísimos padres, en campaña, nos decían: por favor, ayúdennos a que los jíbaros no hagan lo que quieran en las calles y los parques, y ayúdennos a cuidar a nuestros niños. Y creo que esta es una herramienta para cuidar que nuestras futuras generaciones no caigan en el flagelo de la droga”, dice Edward Rodríguez, representante a la Cámara por el partido Centro Democrático, el mismo con el que Duque ganó la presidencia. Así que para cumplir su promesa, el mandatario promulgó el decreto: para tranquilidad de quienes tanto solicitaron proteger los parques y cualquier espacio público de los consumidores.
Y aquí comienzan los problemas. Si bien la medida presidencial ya se contemplaba en el Código de Policía y Convivencia, sancionado por el entonces presidente Santos en julio de 2016, esta acción del mandatario actual se ha leído como un simple acto populista. En otras palabras, Iván Duque necesita recordarles a todos sus votantes que es un hombre de palabra, que se interesa por cada una de sus preocupaciones. Según Ariel Ávila, subdirector de la Fundación Paz y Reconciliación, “el presidente Duque decidió hacer este famoso decreto para dar un golpe de opinión a la población que tenía la percepción de que Juan Manuel Santos se había relajado mucho en el tema de seguridad. Un uribista promedio te dice: Santos le entregó el país al crimen; entonces se necesitaba un presidente con pantalones”. No piensa lo mismo Gabriel Santos, representante a la Cámara por el Centro Democrático, que está convencido de que no es una medida prohibicionista, porque cualquiera puede fumar lo que desee en su casa, pero no “en público, en un parque, como no se permite tener sexo o consumir bebidas alcohólicas. Debe estar restringido, porque es un drama social enorme”.
Pero siguen los problemas. ¿Que no se fume en las calles reduce el consumo? ¿Atacar el microtráfico es una medida eficiente para el gigantesco mercado ilegal que hay detrás? ¿Que estén tranquilos los padres y madres, porque sus niños no verán marihuaneros en las esquinas cambia el panorama de la droga en el país? Los críticos de la medida parecen estar de acuerdo: es un control innecesario, más político que efectivo y, como si fuera poco, incentiva otros sistemas de distribución para el menudeo. “Duque sabe que este decreto no sirve para nada, todo mundo lo sabe, pero él lo hizo en la lógica de darle un contentillo a un sector muy radical que pedía medidas”, dice Ávila. Según el exministro de Salud Alejandro Gaviria, “Colombia, en sus principales centros urbanos, sí ha venido aumentado el consumo de sustancias psicoactivas, pero si uno coge la evidencia y lo que se ha escrito y diseña una intervención de política pública, claramente no es esto”.
En este sentido, el país parece ir en el camino contrario a la tendencia del mundo occidental en cuanto a marihuana ?la cocaína y otras sustancias ilícitas son un universo aparte?. Ya son conocidos los casos de Holanda, que permite el consumo recreativo de la yerba mediante establecimientos llamados coffee shops, o Uruguay, que autorizó el consumo recreativo y controlado por el Estado desde 2013, con Pepe Mujica en la presidencia. O las experiencias de nueve estados de Estados Unidos, como California o Colorado, donde es posible producirla, venderla y consumirla para uso recreativo. O el caso más reciente, ocurrido el pasado 17 de octubre, cuando Canadá decidió controlar de manera estatal la producción y venta para este mismo fin, una iniciativa del primer ministro Justin Trudeau. Sin contar los países en los que se aprueba su uso medicinal, que son muchos más.
Pero este panorama tiene sus matices. Para el uso recreativo existen, básicamente, dos modelos. El de Uruguay y Canadá, donde el Estado produce y comercializa; y el de Holanda y algunos estados de Estados Unidos, donde existen agentes privados que pueden hacerlo. En este último modelo hay diferencias de un lugar a otro: por ejemplo, en el estado de Washington es legal el uso recreativo de la marihuana, pero está prohibida su venta y comercialización, lo que quiere decir que cualquier persona puede consumir en privado, cultivar un máximo de seis plantas y poseer hasta 56 gramos. Muchas veces, este último modelo ha surgido de iniciativas ciudadanas y en él se permite la difusión comercial. Diferente a lo que ocurre por ejemplo en Uruguay, donde el Estado impulsó las medidas y tiene restricciones para el consumo: solo lo pueden adquirir ciudadanos nacionales o con residencia permanente, por lo que el consumidor debe registrar su domicilio y documento de identidad, y aportar sus huellas digitales.
“El control y la producción estatal a mí no me gustan mucho, y creo que no funcionarían bien en Colombia”, dice el exministro Gaviria. “Control tiene que haber. Lo voy a decir a modo de titular: no a la legalización, sí a la regulación. Porque esto no es un tema simplemente de legalizar y ya, tiene que haber una regulación efectiva de este tipo de mercados”. Con respecto a cualquiera de los modelos de legalización y regularización que se vienen desarrollando en el mundo, el tiempo transcurrido es aún muy breve para evaluar las consecuencias. Sin embargo, hay indicios positivos, por ejemplo: el consumo de marihuana en adolescentes disminuyó en Colorado después de la legalización en 2015 porque se pudo hacer una campaña preventiva, como lo muestran varios sondeos.
Volviendo a Colombia, ¿va en realidad el país en sentido opuesto a lo que está ocurriendo lentamente a nivel internacional? “Con esas tres excepciones, el mundo entero va en dirección contraria: está legalizando el consumo de la hierba, tanto medicinal como recreativa”, escribió Antonio Caballero en su columna ‘La opinión de los idiotas’, publicada el 21 de octubre en la revista Semana. Y se refiere a Filipinas, con la macabra política de exterminio (muerte) a consumidores ideada por el presidente Rodrigo Duterte; a la medida de incautación del presidente colombiano; y a Donald Trump, que ha alabado a los dos anteriores. Pero no es tan así, pues la medida colombiana parece un salto en el mismo punto: solo para alborotar; ni se avanza ni se retrocede.
Pero el presidente Duque sí prometió que en algún momento el salto, aunque mínimo, se hará hacia adelante, como lo dijo en el discurso de anuncio del decreto: “No es la única medida (...) debe ir acompañada de muchas más herramientas que nosotros iremos reglamentando (...) Empezando por las más elementales. Se requiere una gran campaña de alerta y de prevención”. Justo lo que muchos señalan que es lo que se debió desarrollar para intentar entender el tema del consumo. Avances que, como el mundo ya parece asumirlo, deben darse dentro de legalización y regulación.
Pero avances no hay. Colombia se mantiene en su misma política dependiente de Estados Unidos, el mismo país que en 1937 comenzó la persecución de la yerba luego de dejar de hacerlo con el alcohol. Debido a esto, en la década de los cincuenta ya existía un gran mercado clandestino. En los sesenta, la ONU denominó la sustancia como la droga más adictiva. A partir de ahí se desató la política antidroga liderada por Richard Nixon, que levantó un sistema burocrático alrededor, aunque el presidente estadounidense sabía muy bien, por informes oficiales, que el problema del consumo de marihuana no era tan grave. Al tiempo que inició esta persecución, el alcohol y el tabaco ganaron sus elevados estatus sociales impulsados por la publicidad.
Holanda, precursor de la tolerancia con el consumidor de yerba, publicó en 2009 un informe con las drogas más peligrosas, en su orden: crack, heroína, tabaco, alcohol y, en décimo lugar, la marihuana. “La legalidad o ilegalidad la marca la cultura, al determinar que una sustancia es buena o mala para la salud pública”, explica Julián Quintero, sociólogo y líder del proyecto Échele Cabeza, una iniciativa que “busca generar y difundir información sobre Sustancias Psicoactivas (SPA)...”, como se lee en su página web. En palabras de Quintero, “la gente siempre se ha querido drogar un poquito para ser más feliz, más funcional, para estar mejor parada frente al mundo” y lo que ha hecho este decreto presidencial es “poner debajo del tapete algo que no va a dejar de existir y darle la impresión a la gente de que las cosas se resuelven metiendo a las personas a la cárcel y sancionándolas con multas económicas y no con educación, salud pública u otras medidas que realmente resuelvan esto a fondo”.
Por otro lado, el decreto manda un mensaje ideológico, que se convierte en una advertencia simbólica, autoritaria, para los colombianos. Y pone a la Policía en un papel de extrema autoridad ante el ciudadano común al permitirle hacer inspecciones arbitrarias y detenciones sin protocolos. Algo que, al parecer, el consumidor inspeccionado puede solucionar con un detalle que parece sacado de una comedia: la opción de presentar a sus padres o a alguien cercano para que declare que es un consumidor permanente o adicto, lo que se traduce en la devolución de lo incautado.
Con respecto al excesivo poder simbólico otorgado a la Policía, una de las preguntas más recurrentes es: ¿cómo evitar la corrupción? “Hay dos controles”, dice el representante Rodríguez, “uno, el que hace el ciudadano, porque puede grabar el procedimiento para que no sea maltratado; y dos, en el interior de la institución. Por eso es muy importante que el policía sepa cómo proceder. De ahí el enfoque del gobierno en capacitarlos para que procedan correctamente”. La evidente inocencia de esos planteamientos es algo que muchos ya han resaltado.
Otra crítica al decreto es que es una medida hecha para hace veinte años, que desconoce que las mayores zonas de venta y consumo de droga son bares, discotecas y moteles, no tanto las ollas callejeras. Y que hoy predomina la droga sintética y la combinación de pastillas. En otras palabras, es una medida que no reconoce el mercado de la droga en las zonas urbanas. O algo tan simple como el crecimiento de la compra a domicilio y mediante redes sociales, provenientes de los cultivos personales que están permitidos por las leyes nacionales.
En relación con esto último, lo que más señala el decreto son las contradicciones que existen en materia de políticas antidrogas. Como dice el exministro Gaviria: “En general, si uno mira la política en el mundo, es contradictoria. Los esfuerzos de liberalización a veces lo son. Hay esta famosa frase cuando Holanda hizo legal el consumo en algunos espacios: se decía que la puerta de entrada era legal pero la de atrás era ilegal, porque se le estaba vendiendo algo al consumidor final cuya compra era ilegal”. En Colombia, esto queda expuesto al contrastar esta prohibición con la emblemática sentencia que aprobó la dosis mínima en 1994, o la legalización desde 2015 del cannabis para uso medicinal o científico, aunque no se sepa muy bien quiénes lo hacen y cómo. El panorama permite, incluso, que una persona cultive hasta veinte matas de marihuana en su casa para autoabastecimiento, aunque siempre de puertas para adentro. Pero como negocio sigue siendo ilegal.
Nada afuera, de puertas a la calle. Nada en los parques. Todo para proteger a nuestros niños. Esas son las banderas del gobierno para defender el decreto. “Hay padres de familia que preguntan, con razón, por qué consumen aquí, en parques, con niños chiquitos. Se debe encontrar unas maneras razonables de lidiar con ese conflicto”, dice Gaviria. Y luego concluye que la medida de Duque no es la mejor vía para resolverlo.
Como plantea el proyecto Échele Cabeza: ese argumento moral, la benevolencia y el paternalismo se caen ante las evidencias que prueban que el primer contacto que tienen los niños con sustancias psicoactivas es en el hogar. Según sus estudios, los niños entre los 7 y los 10 años conocen el alcohol y el tabaco en el contexto familiar; en escenarios de socialización como matrimonios, bautizos, fin de año, etcétera. Y entre los 14 y 15, por amigos, primos o personas muy cercanas, entran en contacto con las sustancias ilegales, como la marihuana.
“Esto lo que nos dice es que esta medida en ningún momento busca cuidar a los niños, porque si lo buscara, se educaría a los padres para que no les den trago a los pelaítos diciéndoles que eso es de varones”, dice Julián Quintero. Lo que hay que hacer es pedagogía, aunque esto también lo plantean los defensores del decreto. “Necesitamos generar una política de entendimiento”, dice el congresista Rodríguez. Sin embargo, para los opositores, la medida, que no deja de ser muy populista y casi nada efectiva, nació trabada desde un comienzo.