Ciénaga es, para la mayoría de los viajeros que van de Barranquilla a Santa Marta —o al contrario—, un paradero donde hay la extraña estatua de un negro con un machete. Pocos saben que se trata de un homenaje a los trabajadores asesinados en 1928 por las tropas del gobierno de Miguel Abadía Méndez cuando protestaban contra las condiciones laborales impuestas por la United Fruit Company. Más sorprendente: tampoco los nacidos y criados en la ciudad saben por qué "el negro" está ahí. Ciénaga, donde libró Uribe Uribe su última batalla en la Guerra de los Mil Días, tiene una plaza blanca, una enorme catedral colonial, un templete art nouveau y una monumental sede de la masonería. Es una ciudad entre el mar Caribe y la Ciénaga Grande de Santa Marta que pasó en el siglo XX del banano al carbón.
En un caño del gran estuario que la ciudad vuelve aguas negras viven cientos de familias desplazadas por las masacres que han hecho los paramilitares en la Sierra Nevada y en la zona bananera, y por la guerra en todo el Magdalena. Son aguas fétidas y espesas. Una marrana arrastrando sus tetas pesca lo que pareciera ser un sábalo escapado de una de las jaulas que la gente ha construido en lo que es de hecho una alcantarilla. Más adelante las aguas se aclaran y las casas, medio lacustres, dan paso a un manglar lleno de vida, una gran salacuna de crustáceos, peces y ofidios en sus raíces, y de pájaros y marimondas en sus ramas. Dicen que aún merodea una pareja de tigres mariposos. El manglar queda cerca a la Boca de Tasajera, que permite el intercambio de aguas dulces de los ríos que alimentan la ciénaga y las saladas del Caribe, que nunca terminan de entrar ni de salir.
La ciénaga estuvo muerta durante muchos años, desde mediados de los años sesenta hasta finales de los ochenta. Los ingenieros que trazaron la carretera de La Cordialidad por la isla de Salamanca, durante el gobierno del general Rojas Pinilla, cerraron los numerosos pasos de agua y mataron gran parte del manglar. Años atrás parecía como si una bomba atómica hubiera estallado sobre sus copas. Un desierto de agua en descomposición, un cementerio de árboles secos. No fue la única razón. Pajaral, un humedal que comunica por el caño Renegado las aguas del río Magdalena con la ciénaga, ha tratado de ser desecado varias veces por los ganaderos ribereños para aumentar el tamaño de sus haciendas. Y para rematar, los ríos que nacen en la Sierra Nevada y pasan por las zonas de banano y palma africana caen a la ciénaga cargados de los químicos que utilizan los grandes cultivadores. La ciénaga sobrevive a duras penas. Los pescadores son cada vez menos y la producción de pescado, ostras, camarón, jaiba y cangrejo se ha reducido de 100 a 20. Sobreviven algunas canoas que velan solitarias al atardecer.
A una hora de viaje en una canoa de transporte público con un motor Johnson —que la gente llama simplemente ‘Johnson‘—, entre la ciudad de Ciénaga, de donde habíamos salido hacia Trojas de Cataca, adormilado por el ritmo del oleaje y sin notar ya el milagro del manglar, pasamos por la desembocadura del río Frío y luego por la del Sevilla. En sus cabeceras viven arhuacos y kogis; sus cursos medios siguen controlados por los sucesores de Hernán Giraldo y Adán Rojas, sangrientos paramilitares que sacaron a las guerrillas por allá a mediados de los años noventa del río Guachaca y del pueblo de Palmor, para que el ejército pudiera entrar. En la ciénaga el viento del noreste aumenta. Bandadas de patos yuyos —llamados también longuillos o cuervos— vuelan hacia el sur en forma de ala delta o en cerrada formación de cinta volante; algunos despistados van hacia el norte. Los garceros a mediodía están ociosos. El motor de la canoa runrunea impasible. Un pasajero a mi lado mira los patos con nostalgia: "De niños, los pescábamos", me dice, y yo quedo mustio. ¿Pescaban patos? "Sí —me respondió con naturalidad—: nos acercábamos por debajo del agua a la manada, tirábamos con suavidad el anzuelo con un pescadito de carnada, y el pato se lo tragaba; aleteando le torcíamos el pescuezo, y a la olla".
En la canoa hay cada vez más silencio, como si estuviéramos acercándonos a un abismo. Pasan volando mariposas negras, pequeñas, torpes. El oleaje en la punta El Guapo estaba muy fuerte. El motorista redujo al mínimo la velocidad para evitar que las olas voltearan la embarcación. De un momento a otro me topo, paisaje adentro, con un gran plato sobre una torre de metal en lo que fue Trojas de Cataca. "Era la antena de Telecom", me dice una mujer bella, morena, con dos niños dormidos sobre su regazo. Afilo la mirada. Una serie de postes de energía sin cables. "Están que retoñan —me dice burlándose un hombrazo a mi lado. Y agrega—: Había colegio del Sena, iglesia, campo de fútbol, tiendas, plaza y 300 casas: unas de madera en zancos; otras, las que ve, en material, y no son más de 15". Es —o fue— un pueblo palafito llamado Trojas de Cataca, que Gabo vio en "colores locos", con "tambos para criar iguanas y colgajos de balsaminas y astromelias".
Sobreviven algunos patios en cemento que el monte está tragándose y unos pocos muros hechos en bloque gris que los bejucos de músculos de hierro apercollan y volverán polvo. Los mangles —rojos, blancos, amarillos o grises— terminarán derrotando a las tarullas antes de que los hijos que vieron a sus padres asesinados en sus aguas hayan terminado de graduarse en medicina forense, como muchos quieren, quizás por la honda impresión que les dejó la muerte de su gente. O porque para forenses, criminólogos y similares hay una gran demanda de empleo en todo el país. El viento que sopla por las tardes —y que en otro tiempo traía los pequeños veleros con su pesca del día— vuelve troneras las hendijas de la escuela que ya no tiene ni maestra ni alumnos. Una cerca en madera de mangle ya nada protege: no hay mirtos ni albahaca ni alhelíes ni ipomeas y ni siquiera una veranera. Los pescadores que aún quedan remiendan sus redes o trasmallos, porque hace años dejaron de pescar con atarraya. Una piara medio cimarrona se zambulle en las bocas del río Aracataca, por donde pasaba un pequeño vapor que hacía la línea entre Ciénaga y Aracataca llevando a Sierva María de Todos los Ángeles "a través de las colchas de tarullas, lotos fluviales de flores moradas y grandes hojas en forma de corazón".
La gallera es hoy un corral de sábalos. Hay una sola tienda: no vende hielo porque no hay luz, ni cerveza porque no hay hielo. No hay estación de policía. Nunca hubo. La última vez que vino el ejército fue el 27 de noviembre de 2000, cinco días después del asesinato de seis pescadores, a pesar de que los celulares sonaron en la base militar de Malambo desde que los paramilitares llegaron a las cuatro de la tarde. No hubo intento de capturar a los criminales. Nada. Ni un solo paramilitar fue capturado. Esteban o Augusto, el comandante del operativo, murió meses después al estallársele una granada en la hacienda La Cumbia, de donde había salido con sus 40 paramilitares a matar gente en toda la ciénaga. Un testimonio recogido por Fernando Estrada en la edición 28 de la revista Número cuenta que a Ramón González, un pescador, "le hundieron en la boca un gancho de carnicería sujeto con una soga al parachoques trasero de una lancha y lo arrastraron maniatado por toda la ciénaga para que la gente lo viera y escuchara sus gritos. Luego lo degollaron y tiraron su cabeza al río". Fue el 22 de noviembre del año 2000.
Las canoas apenas si se deslizaban por canales estrechos amenazados por la que me dijo el hombrazo se llama ‘yerba alemana‘, una gramínea acuática, dura, fuerte e invasora; los manatíes, mamíferos y herbívoros de seis arrobas de peso viven de ella. Por estos caños entraron siete ‘Johnsons‘ particulares con los paramilitares después de haber hecho las masacres de Nueva Venecia y Buenavista, pueblos ribereños de la misma ciénaga, que dejaron 30 o 40 o 60 muertos. El Defensor del Pueblo, Eduardo Cifuentes, pidió que la zona fuera declarada "territorio humanitario" para protegerla de nuevos ataques. Doce horas de muerte y sangre inocente. Los paramilitares venían del sur, de las zonas ganaderas de Pivijay, o más exactamente de las Sabanas de Santoángel, donde meses antes conocidos políticos de Magdalena y Cesar se habían reunido con Carlos Castaño, Jorge 40, Hernán Giraldo, Adán Rojas y el poderoso narcotraficante apodado ‘el Caracol‘, para firmar acuerdos de mutua conveniencia y que, en pocas palabras, consistían en cambiar impunidad por votos. Entraron por el caño Renegado. Se dijo que las masacres vengaban el secuestro de un grupo de socios de un club de pesca deportiva hecho por el ELN en la Ciénaga del Torno, cerca de Barranquilla; se añadió que Carlos Castaño quería ganarse a la élite del Atlántico, y se remató con la manida tesis del "corredor estratégico" entre Montes de María y la Sierra Nevada.
El hecho escueto fue que en Trojas de Cataca los paramilitares encerraron a todos los hombres en la capilla —a donde poco iba el cura— y lista en mano fueron sacando a los pescadores, los obligaban a "pedir perdón de rodillas por haber nacido" y los asesinaban luego de un tiro —o dos o tres o diez— en la nuca. O donde cayeran. No se oyeron sino los disparos rodeados de un silencio siniestro que producía más miedo que las detonaciones mismas. Y se fueron después del mediodía por el camino por donde nosotros llegamos desde Ciénaga. Detrás se fue el pueblo entero como huevos de iguana, uno detrás de otro, hasta que no quedó sino doña Camila, que diez años después de la masacre me contó: "No es la primera vez que pasa lo que pasó. El general Florentino Manjarrés, llamado ‘el Jorobado‘, mandó bombardear el pueblo porque era liberal y le servía a Uribe Uribe de pasadero entre Tenerife y Ciénaga. Lo incendiaron y la gente se escondió entre el monte o se fugó a Ciénaga, años antes de que unos pocos regresaran acosados por la matazón que hizo el general Cortés Vargas en la estación del tren de Ciénaga. Aquí llegaron huyendo los Morán, los De la Hoz, los Martínez. Por eso no me fui, porque, como todos, terminaba por volver".
Por ahora no es cierto. Los huyentes, huyentes se quedaron. La mayoría vive en Ciénaga o en Pueblo Viejo, unos pocos trabajan en Santa Marta y otros menos en Barranquilla. Son vigilantes de compañías de carbón o de transporte de carbón. Algunas mujeres trabajan como empleadas "de por días" en Cartagena. Hay hombres que se quedaron a vivir con las mamás de sus hijos en Ciénaga, al lado del caño donde la marrana saborea sábalos o —como me corrigió el ‘johnsero‘— "toallas femeninas". Salen a pescar en la ciénaga y regresan a la semana con las jaulas llenas de jaibas y cangrejos y botes con lisas, chivos, bocachicos y sábalos, secados al sol y conservados con sal de las salinetas de Barravieja. Las mujeres no los acompañan, y no por temor a otra masacre, sino porque ahora ya no pueden vivir sin "el foco, el abanico y el hielo". Ya no lloran.