Columnista de sexo que se respete (si es que hay alguna y en esto me incluyo) se ha preguntado si el tamaño importa. Yo no soy una excepción a la regla. Durante mucho tiempo creí que el tamaño no importaba. Si la memoria no me falla, desde que perdí mi virginidad hasta bien entrada la veintena siempre estuve con hombres "normales" de penes "promedio", los clásicos que miden entre 12 y 15 centímetros desde la base hasta la punta. Los mismos 15 centímetros que los artículos de las revistas femeninas, las masculinas y los de salud en nuestro casi único diario (que me perdonen los de El Espectador) afirmaban triunfantes y al unísono que debía medir un pene normal. Y, sospechosamente, los mismos que unas líneas más abajo decían también, ahora comprensivos y condescendientes, que "el tamaño no importa". Sospechoso o no sospechoso, durante mucho tiempo no creí, estuve convencida, de que el tamaño no importaba. Durante mucho tiempo. Hasta que conocí a Camilo (su nombre ha sido cambiado para proteger su pequeña identidad), el hombre con el pene del tamaño del dedo índice de una mujer adulta. Esa mujer, por supuesto, soy yo y el pene del que hablo fue medido, sí, en estado de erección.
Tenía los ojos muy verdes y muy tristes (ingenua, en el momento, eso me pareció de lo más romántico), el pelo negro, la nariz aguileña y las manos largas, huesudas, nada que pudiera delatarlo a primera vista. Es más, me enteraría después que calzaba 42. Un dato para anotar: contra la creencia común, el tamaño del pene no se corresponde con el tamaño de los pies y las manos. Después de conocer a mi querido Camilo cogí la costumbre de contrastar la información recogida con cada hombre que se empelotaba frente a mí para saber si él era una excepción a la regla. Créanme, no lo era. Lo que se dice de la nariz aguileña —que es sexy—, en cambio, es otra cosa y tiene fundamentos reales. La primera vez que tiramos, él, concienzudo de lo que se venía (y para ver si yo me venía), antes de que yo tuviera tiempo de masturbarlo, ya estaba insertando su nariz en mi ombligo, dándome pequeños besos en el bajo vientre, mordisqueando mi entrepierna, encerrando lentamente la zona que nos interesaba, los labios, la vulva, el clítoris. Succionaba, chupaba, tragaba y saboreaba agradeciendo lo que venía, mientras su dulce nariz no dejaba de presionarme el clítoris. Me vine rápido y fuerte, con espasmos, sin siquiera haberle visto completamente desnudo. Mi oportunidad, sin embargo, ya llegaría. Era su turno. Él mismo se bajó los pantalones y ahí estaba: el famoso pene del tamaño de mi índice, el más pequeño que había visto y que habría de ver.
Tiramos otro par de veces, pero la cosa no duró. Y no duró por el tamaño de su pequeño, si bien sagrado, miembro. No por su tamaño cuando nos echábamos un polvo (después de todo —después de chuparme hasta el cansancio— siempre me hacía venir), sino porque más que corresponderse de manera absurda con sus otras extremidades, el tamaño de su triste verga se correspondía con el de su, claramente, triste ego. Para él, la vida era una sucesión de tragedias que había empezado el día de su nacimiento y acentuado en su adolescencia, después de comparar su criollo pipicito con las infladas pollas de cine porno español y, seguramente, después de ver las de sus amigos, con toda seguridad mejor dotados que él. Un hombre débil al que hasta su pequeña verga le había ganado la dignidad. Que algunas mujeres digan lo contrario, pero tirar con un hombre así es insufrible. Que me coma el tigre: prefiero tirar con un portentoso ególatra (cosa detestable) que por pesar.
¿Que el tamaño no importa? El tamaño importa. Y con esto no estoy diciendo, como las tías coquetonas, "que no importa lo grande ni lo grueso, sino el tiempo que se quede tieso". Los tiempos siempre son relativos. Ni que "no importa el tamaño sino la forma como se use". Eso va en los gustos de cada quien. Digo que el tamaño importa, que la cabeza de un hombre es casi siempre una triste extensión de su verga, y que no, que lo que acabo de escribir no es una simple descripción su anatomía ("después de la base, viene el tronco o el asta, luego la cabeza", como rezan los manuales de sexualidad). Es una advertencia: el resultado de un pene pequeño es una mente débil; el de uno grande, un ego que no tiene nada más que mostrar. Por eso, mis queridos señores, sáquense el pito de la cabeza y ¡oigan! Empiecen a tirar de verdad: no para exhibirse ni avergonzarse, sino por el simple gusto de tirar.