SoHo le pidió a uno de los críticos literarios más importantes de Colombia que escogiera los mejores libros sobre sexo que ha leído.
En una de las cien historias del Decamerón, el joven Masseto de Lamporecchio se hace pasar por sordomudo para ser recibido en un convento, y como los sordomudos no hablan ni oyen, será el hombre ideal con el cual hacer eso tan maravilloso de lo que se habla afuera y perder la virginidad, porque a Dios, dirán las monjas, “¿cuántas cosas se le prometen que no se cumplen?”. Este libro censurado fue el primero que se levantó contra la Iglesia y su hipocresía para celebrar el erotismo.
Escrito en India en 225 d.C., es un tratado de amor erótico. Enseña cómo encontrar pareja y conservarla, y por supuesto, a utilizar algunas posiciones sexuales: hay que tener en cuenta el tamaño de los órganos reproductivos para alcanzar “cópulas igualitarias” y armonía en las uniones. Una obra inspiradora que amplía nuestra imaginación y hace de la relación erótica entre hombre y mujer una danza interminable.
Yoshio Eguchi, un hombre de 67 años, casado y con tres hijas, visita una casa en las afueras de Tokio en donde ancianos adinerados disfrutan de la compañía de jóvenes vírgenes que se encuentran desnudas y narcotizadas y a las que no pueden tocar. Las ensoñaciones eróticas —aunque Eguchi cede a la tentación de tocar— despiertan los recuerdos de su vida sexual y todos sus sentidos. Una bella forma de reunir a Thanatos con Eros.
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía”. Lolita es una nínfula —niña sexualmente atractiva— de 12 años, pero esto sería poco sin la obsesión del cuarentón Humbert Humbert. “Fuera de su mirada maniaca, no hay nada, no hay nínfula”, dijo Nabokov. La atracción lo lleva al abismo y lo destruye. Él lo sabe, pero es un precio muy bajo para el éxtasis que alcanza y que logra transmitirle al lector.
Leída hoy, su argumento parece el de una novela común sobre adulterio: una bella aristócrata, un marido parapléjico e impotente, una mansión, una casa en el bosque, un guardabosque atractivo y viril. Leída en 1928 fue otra cosa: perversión, escándalo, censura. Pero todavía nos conmueve su sexo rudo y salvaje, los orgasmos desfallecientes de Connie y “la comunión de dos corrientes sanguíneas”.
Juliette y Justine son dos adolescentes que salen del convento. La primera escoge el camino del vicio —empieza a trabajar en un burdel— y los placeres que irán en aumento, acompañados de dolor y sangre; la segunda, el de la virtud. Sade predica el vicio, es un moralista sin moral. Por supuesto, triunfa el vicio, Juliette se convertirá en una mujer rica y realizada. El sexo en Sade es mental, dicen, a manera de crítica. Quizá. Acaso, ¿cuál no lo es?
“¿Dónde estará ahora aquel cálido coño tuyo, aquellas gruesas y pesadas ligas, aquellos muslos suaves y turgentes? Tengo una empalmada de 15 centímetros. Voy a alisarte todas las arrugas del coño, Tania, hinchado de semen”. Uno nunca olvida esta novela. Es tan desprevenido, tan espontáneo y tan puro el acercamiento de Henry Miller al sexo que lo despoja de cualquier sombra de culpa o pecado. Es algo natural, como respirar. Ahí se entiende la delgada línea que separa la pornografía del erotismo.
Rufus es un libertino. Un hombre que “llevado por la lógica exasperante de la aventura amorosa” pasa de una amante a otra: Henriette, Lucía y nuevamente Henriette. Clorinda y su hermana mayor —¿o su madre?—, Virna. Desea a la vez varias mujeres, y aunque esto sea mal visto, él lo asume desde una perspectiva estética: “No veo por qué sea legítimo amar juntos a Cimarosa, Bach y Stravinsky, y blasfemo amar a un tiempo a Carolina, Claudia y María”.