Que por qué el rey de España no se levantó frente a la espada de Bolívar. Que sí lo hizo al final. Que fue un gesto contra la libertad de América Latina. Se dice de todo del hecho ocurrido en la posesión de Petro, más en España que en Colombia, donde las rencillas coloniales parecen superadas.
Por: Ángel Ramos
Especial para SoHo desde Madrid, España
Si algo tienen en común las monarquías (e incluyo aquí todas las que existen y todas las que existieron) es que son instituciones que tienden a sobrevivir. Y lo suelen hacer bastante bien. La nuestra, la española, ha dado unas muestras de resistencia fabulosas y una capacidad para perpetuarse asombrosa. Los reyes españoles desde la antigüedad han soportado a golpistas, cambios de régimen, extinciones de líneas sucesorias...de un modo u otro la monarquía española siempre ha sabido restaurarse, cambiar, alterar su composición, cambiar la línea sucesoria, eliminar a este o poner al otro. Lo importante, como ya digo, ha sido sobrevivir y mostrarse, en tiempos de zozobra política, como la institución idónea o confiable para hacer frente a una crisis de cualquier tipo.
El general Franco, cuya dictadura fue una caricatura de una monarquía europea, eligió a Juan Carlos de Borbón como heredero de su legado político y de la estructura de poder de su régimen pero, sobre todo, quiso asegurarse de que su familia no tendría que vivir en el exilio y mantendría sus privilegios y su patrimonio intacto.
Franco dijo dejarlo todo “atado y bien atado” con esta maniobra. Tras su muerte volveríamos a ser una monarquía a la vieja usanza, con un rey al frente y un parlamento elegido a dedo por el propio monarca y un consejo real.
El plan salió solo a medias: Juan Carlos I, ni nadie después, obligó a la familia del dictador a marcharse al exilio y permitió que conservara su patrimonio económico pero se instauró un sistema democrático que, a día de hoy, seguimos intentando limar de tics y asperezas heredadas del franquismo. Los españoles actuales consideramos semejante pacto como uno de los cobros de la carísima factura que España ha tenido que pagar para consolidarse como democracia.
A España, un país donde nadie sabía muy bien qué era eso de la democracia, la figura de Juan Carlos I le vino bien. Dio muy buena imagen de la España que acababa de nacer frente a Estados Unidos y el resto de países europeos y, durante años, trabajó para tener buenas relaciones con América Latina, tomó distancia con los dictadores y estrechó su amistad con los regímenes democráticos que fueron naciendo. Son muchas las veces en las que Don Juan Carlos encajó con algún chiste o alguna gracieta, algún comentario sobre la colonización española quitándole importancia al asunto y se presentaba en las cumbres iberoaméricanas como un brazo de mar, como un tipo afable y cercano que atraía a la prensa hacia su persona. ¿Conquista? ¿Descubrimiento? Pelillos a la mar. Ni los países de América Latina hacían mucho por revisitar su historia, ni España parecía interesada en entrar en la cuestión. Eso es algo que define a un buen rey moderno: no opinar directamente sobre cuestiones espinosas. Y Don Juan Carlos hizo muchos juegos malabares para conseguir estar siempre por encima de esas cuestiones.
Cuando el dictador guatemalteco Fernando Romeo asaltó la embajada española el 31 de enero de 1980 con la excusa de que el embajador español Máximo Cajal estaba resguardando en las instalaciones a disidentes del régimen que preparaban un golpe de Estado y provocó una matanza, España rompió relaciones diplomáticas con el régimen pero la calma, aún tensa, se mantuvo en aras de una política de buena amistad con el bloque de países latinoamericanos.
Las diferentes crisis diplomáticas que España ha mantenido con Cuba, sobre todo cuando el presidente Aznar decidió saltarse esta política de buena vecindad transatlántica acercando su postura a la de Estados Unidos, se resolvieron de un modo “Juancarlista” que solía imponer elegantemente su postura: buenas palabras, encajar los golpes y seguir haciendo lo que le daba la gana. Aznar no permitió que el rey visitara Cuba en 1988 (pese a la promesa que le había hecho a Castro de visitar la isla para las conmemoraciones del centenario de la independencia cubana) pero lo hizo en el 1999 aprovechando la cumbre de presidentes que se celebraba en La Habana. Se permitió el lujo, incluso, de organizar una visita a pie por la capital. Fíjense ustedes si Juan Carlos I fue hábil diplomáticamente que Castro dijo de él que era “Una persona especialmente agradable, amistosa y simpática”.
Con los años el monarca fue perdiendo cintura diplomática. Muestras de ello dio durante la conferencia de clausura de la cumbre iberoamericana de 2007 celebrada en Chile. Hugo Chávez se dirigió al entonces presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, para recordarle que el presidente Aznar había hecho una intentona de articular un golpe de estado en Venezuela y lo llamó “dictador”. Zapatero contestó que era un presidente elegido democráticamente y que no le parecía el momento para hacer tales acusaciones. Chávez insistió interrumpiendo a Zapatero y, en ese momento, Juan Carlos I se saltó todas las normas de protocolo y le espetó al presidente venezolano un muy famoso por estas tierras: “¿Por qué no te callas?”. La reacción de los otros presidentes estuvo entre la comedia y la tragedia y las relaciones entre ambos países se tensaron.
En los meses posteriores el Ministerio de Asuntos Exteriores hizo grandes esfuerzos por no romper las relaciones diplomáticas entre ambos países y administró mucha pomada en la rozadura para que la cosa no fuera a mayores.
La cosa terminó con Chávez haciendo una visita a la residencia de verano de los reyes en Mallorca donde ambos quitaron peso al asunto, donde mostraron su mejor cara y donde hubo muchas risas y la invitación del presidente venezolano a su majestad de que ambos terminaran la visita dándose un baño en la playa cercana que, evidentemente, no se llevó a cabo.
Pese a todo Juan Carlos I terminó su reinado en una tormenta de problemas provocados por él mismo: infidelidades matrimoniales, casos de corrupción y dinero en cuentas de Suiza. Pidió perdón tímidamente por todo aquello (“Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir” dijo frente a los medios) en 2012. Dio igual, los españoles sintieron todo aquello como una traición. Con un país en crisis económica, con un gobierno, el de Rajoy, en dificultades y con unos medios que, en otro tiempo, habían escondido o disimulado las vergüenzas del rey en pie de guerra el reinado de Don Juan Carlos I se acaba el 2 de junio de 2014. En 2020, tras seis años de desaciertos y apariciones públicas descompensadas, estableció su residencia en Emiratos Árabes de los que solo ha salido para una última visita a España que estuvo marcada por el rechazo público. Máxime cuando, para evitar que las diversas acusaciones que caían sobre su persona acabaran en los juzgados, se creó la figura de “Rey emérito”. Una especie de título de rey sin corona pero que mantiene la inviolavilidad jurídica de su persona.
El reinado de Felipe VI no ha sido tan fácil como el de su padre. Toda la protección que los medios dieron a Don Juan Carlos se ha diluido en esta nueva etapa de la democracia parlamentaria. Se le ha acusado de ser un rey distante y silente, alguien con poco peso en la vida diaria de los españoles. En el fondo, y en esto estarán de acuerdo conmigo mis queridos colombianos, a los latinos nos vuelve locos el carisma y Felipe VI carece del derroche carismático que demostró, en sus buenos tiempos, Juan Carlos I.
Si el reinado de Don Juan Carlos estuvo marcado por los saltos de protocolo, por eso de romper los cordones de seguridad para darle la mano a la gente, por hacer chistes, por repartir sonrisas, el de Felipe VI parece encaminado a desarrollarse bajo normas más estrictas. Y, la verdad, el espectáculo nos está resultando aquí un poco aburrido.
Seguramente el criterio de Felipe VI, marcado por sus asesores y por las dos administraciones que ha tenido durante su corto reinado, sea el de ser un personaje de perfil bajo e intentar que la monarquía sea discreta, de buena imagen y no interrumpa la vida democrática. Lo intenta pero no puede evitar el estigma de cualquier rey: comunicarse a través de los gestos.
Por ley el rey español no puede expresar opiniones personales que redirijan la voluntad democrática o que la quiebren. Es un actor silente que tiene que aceptar los designios de los españoles. Si quiere decir algo tiene que gestualizarlo, que convertirse en mimo, que contarnos qué pasa por su cabeza por otras vías menos cómodas para la comunicación. Tanto el padre como el hijo nos han hecho saber sus opiniones a través de terceros, a través de medios afines, de periodistas especializados en leer los gestos reales con un acierto, a veces, penoso y dando la sensación de que, en realidad, nos estaban transmitiendo sus propios deseos y no los de su majestad.
En un mundo teóricamente polarizado donde nos han hecho creer que todas las cuestiones están al 50% y tienen los mismos detractores que seguidores, es fácil que un gesto también sea interpretado de forma polarizada. Esta falsedad que envilece los medios, pudre la vida pública y debilita la democracia, es la culpable de que todo parezca muy importante cuando, en realidad, no lo es.
Los reyes no hablan pero los políticos lo hacen, claro. Aquí el gesto de su majestad de no levantarse al paso de la espada de Bolívar ha sido interpretado como un insulto a Colombia, a Gustavo Petro, a América Latina en general y, por extensión como una declaración política directa, un rechazo a la independencia de los países latinoamericanos y, por ende, un insulto a Simón Bolívar. Parece un tanto exagerado cuando el partido más activo en esta crítica ha sido Podemos que forma parte del gobierno de coalición actual.
En el otro bando algunos políticos conservadores y muchos medios de comunicación han leído el gesto como algo patriótico, como un gesto monárquico para salvaguardar el honor de España, como un lamento por la llegada de Petro a la presidencia colombiana.
En general: una reacción estúpida y ridícula que solo persigue que se siga hablando de división interna.
Una falsa discusión que tiene como escenario las redes sociales y que sigue las normas de las redes sociales: elevar mucho el tono, decir las cosas gritando, opinar a patadas y decir algo lo suficientemente llamativo como para llamar la atención.
Yo mismo desde mi cuenta de twitter declaré lo desafortunado del asunto: el rey representa a todos los españoles, a todas las sensibilidades y a todas las ideologías y así tiene que ser por mandato democrático. El rey no puede hacer gestos que puedan malinterpretarse, no debe de hacer gestos de cara a la galería que puedan dañar nuestra política exterior o interior.
En teoría los reyes se preparan durante toda su vida para gobernar: Felipe VI, como jefe del ejército, pasó por todas las academias militares para formarse como militar y por la universidad pública para formarse intelectualmente. Lo hizo a través de un programa educativo personal y especialmente diseñado para que no cometiera el error que cometió en la toma de posesión de Gustavo Petro.
Y eso es lo grave.
Lo otro, la pelea, no lo es. Es falsa y solo quiere mantenernos enfrentados.
De hecho repasando el video hay algunos mandatarios que tampoco se levantan. Y no pasa nada. Tiene importancia porque lo hace el rey de España y nuestra historia común dicta que hay que cuidar las sensibilidades de las relaciones diplomáticas con América Latina, unas sensibilidades que han ido cambiando cuando han cambiado las reivindicaciones y se habla más de indigenismo, se examina todo desde otro punto de vista.
El periódico español La Vanguardia publicaba hoy una foto del monarca levantado al paso de la espada. En el repaso del video que hice se puede ver a Felipe VI en pie para despedir al arma de Bolívar. Otro gesto que también ya está siendo analizado: ¿Se levanta porque se da cuenta de su error? ¿Se levanta porque el acto está terminando y aplaude en pie el nombramiento de Petro?
Quién sabe. Eso solo lo sabe su majestad.
Como tengo tendencia a pensar bien creo que este error se produce porque nadie avisa a Felipe VI de que tiene que levantarse. Así de sencillo. Un error de protocolo, de asesoría. Un rey menos tímido y dado a los gestos más fácilmente interpretables como su padre seguramente no habría tenido ese problema porque le habría salido de forma personal pero Felipe, su hijo, vive el protocolo según las normas del mismo y, si nadie le avisa, no es lo suficientemente espontáneo como para hacerlo por sí mismo.
Un rey, como el actual, que sabe que la monarquía española no pasa por su mejor momento, se acoge a lo que le diga el protocolo diplomático y, si este no está atento a estos detalles, de ninguna manera va a hacer algo que pueda malinterpretarse. Por desgracia, en esta ocasión, el intento de no gestualizar y de no expresarse ha acabado por dañarle y por generar una polémica.
Ni una duda tiene este que escribe que habrá que esperar a la reacción diplomática colombiana que se expresará, si lo cree conveniente, en un sentido o en otro y que dará dimensión y una interpretación al gesto torpe de su majestad quitando o añadiendo hierro.
No tengo dudas tampoco sobre que esto se intentará mitigar con una visita oficial de rostro amable, con algún otro gesto de simpatía de la casa real marcada por el Ministerio de Asuntos Exteriores que es el que le dicta Don Felipe VI sus pasos.
Ustedes, queridos colombianos, mantengan la calma porque en España se les quiere (aunque hayamos metido en juicios a Shakira) y se les aprecia. Que nuestro Rey cometió un error y una metedura de pata pero que lo que nos une es mucho más profundo que lo que nos divide (si es que nos divide algo) y que el tiempo pondrá las cosas en su lugar. Por lo pronto disfruten y sean libres de ilusionarse con esta nueva etapa de la democracia colombiana, que se hagan reales los deseos expresados por Gustavo Petro de que acabe la división, de que caminemos todos en una nueva y buena dirección y que, como decimos en España, haya “salud y pesetas” para todos. Españoles y colombianos. Espero, de corazón, que algo del espíritu de la cumbia haya influido en nuestro jefe de Estado y que vuelva más ligero, menos tímido y más espontáneo. Si no se cumplen estos deseos míos, al menos, que haga suyas las palabras que su padre dijo cuando quiso ponerse en paz con los españoles: “Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir”.