Es la historia de Juan Javier Guzmán, un empresario colombiano que recuperó su celular perdido gracias a la tecnología.
Habíamos planeado nuestra luna de miel con meses de antelación. Cada detalle estaba calculado: primero París, luego Roma y finalmente Londres. Issabela, mi esposa y creadora de contenido, estaba emocionada de capturar cada rincón de estas ciudades con su cámara, mientras yo, empresario de naturaleza meticulosa, disfrutaba la experiencia de dejarme sorprender. Londres era el broche final, nuestro último destino antes de regresar a Colombia. Todo iba según lo planeado hasta que, en un giro inesperado, mi iPhone desapareció.
El último día en la ciudad habíamos quedado con unos amigos que vivían allí para recorrer algunos lugares icónicos. El metro, con su ritmo vertiginoso y su red inabarcable, era la forma más eficiente de movernos. Habíamos subido y bajado en varias estaciones, y todo iba de maravilla hasta que descendimos del último tren. Caminábamos entre risas y conversaciones cuando metí la mano al bolsillo. Un vacío helado me recorrió el cuerpo: no estaba mi celular.
La primera idea que me vino a la mente fue el robo. Es imposible ignorar los constantes anuncios por altavoces en el metro londinense que advierten sobre los “pickpockets” —carteristas que, con habilidad quirúrgica, pueden sacar tus pertenencias sin que lo notes. La multitud en los vagones era el escenario perfecto para ellos. Mientras esta posibilidad tomaba forma en mi mente, Issabela sugirió otra opción: tal vez lo había olvidado en el último lugar que visitamos. Sin perder tiempo, llamamos al restaurante, pero nos aseguraron que allí no estaba.
Intentamos marcar al iPhone con la esperanza de escucharlo sonar en algún rincón olvidado de la mochila, pero las llamadas no entraban. Sentí cómo la resignación comenzaba a instalarse en mí. Decidimos entrar a un pub cercano para distraernos con una cerveza. Fue allí, en medio de un sorbo amargo de frustración, donde recordé mi Apple Watch. Aunque no tenía conexión a internet, el WiFi del pub me permitió sincronizarlo y abrir la aplicación “Buscar mi iPhone”.
La pantalla mostró una ubicación que me dejó más confundido: en medio del río Támesis. Parecía un callejón sin salida, pero activé el “modo perdido” y añadí un mensaje en la pantalla del dispositivo con un número de contacto, por si alguien lo encontraba. Luego, intenté concentrarme en nuestra cerveza, aunque la idea de no tener mi celular para el viaje de regreso era un golpe amargo.
Un rato después, casi por inercia, volví a revisar la aplicación. Para mi sorpresa, el punto había cambiado y ahora indicaba que el iPhone estaba cerca de una estación de policía dentro del metro. Sin pensarlo, llamamos un taxi y nos dirigimos al lugar. Caminamos por los pasillos buscando alguna señal del teléfono. Nos detuvimos frente a una pequeña oficina policial y les explicamos la situación, pero no tenían registros de ningún objeto encontrado.
Fue entonces cuando una mujer se acercó al notar que hablábamos en español. Se presentó como colombiana y nos dijo que llevaba años viviendo en Londres. Escuchó nuestra historia y sugirió una nueva teoría: el celular podría estar dentro de un vagón y habría captado señal al pasar por esa estación. Nos explicó que cada noche los trenes reciben mantenimiento, y si algún funcionario encontraba un objeto perdido, lo entregaría a la oficina correspondiente al día siguiente. Sus palabras nos dieron algo de esperanza, pero para ese momento ya eran casi las 12 de la noche y no había mucho más que hacer.
Esa noche, antes de acostarme, abrí mi MacBook para revisar nuevamente la ubicación. Esta vez, el celular aparecía en un sitio distinto: una estación de mantenimiento con múltiples vías y carriles. La teoría de la colombiana comenzaba a tener sentido, pero no había forma de confirmar nada hasta el día siguiente.
A las 8 de la mañana, lo primero que hizo Issabela al despertar fue recordarme que revisara la ubicación. Ahora marcaba una estación de tren y metro, específicamente en la plazoleta de comidas. Salimos apresurados, sin siquiera bañarnos, con la MacBook en mano como nuestro mapa del tesoro.
En la estación, acudimos primero a la oficina de objetos perdidos. Allí nos dijeron que no tenían mi iPhone, pero un trabajador del metro se ofreció a ayudarnos. Miró la ubicación en mi computadora y sugirió que el celular podría estar en la oficina subterránea. Si no lo encontrábamos allí, recomendó que acudiéramos a la policía.
Con la ansiedad creciendo, llegamos a la oficina del metro subterráneo y explicamos nuevamente la situación. La encargada se ausentó por un momento, y cada segundo de espera se sentía interminable. Finalmente, regresó con mi celular en la mano. La emoción fue indescriptible.
Para verificar que era mío, me pidió que lo desbloqueara. Apenas introduje la contraseña, el celular se apagó por falta de batería, pero la funcionaria confirmó que el dispositivo era legítimamente mío. Más tarde descubrí que el “modo perdido” había sido mi salvación: el iPhone activa una reserva mínima de energía en estos casos y bloquea funciones como Apple Pay para proteger al propietario.
Recuperar el celular fue más que un alivio; fue el cierre inesperado de una aventura que nunca planeamos vivir. Entre la tecnología, la amabilidad de desconocidos y un poco de suerte, la historia quedará para siempre como uno de los momentos más memorables de nuestra luna de miel.