Un hincha en el estadio Lusail de Catar se atrevió a aparecer con la bandera LGBTIQ+, lo que era previsible pero no deja de ser valiente. Entre el reportaje y la experiencia personal, este artículo habla sobre la diversidad sexual en el espectáculo deportivo más popular del mundo, que alcanza un nivel de machismo especial.
Por: Daniel Páez (Chilango)
Cuando juego fútbol me comparan con Cristiano Ronaldo: soy el más gay del equipo –si a usted le causó gracia lo que acabo de escribir, es momento de que revise ese modelo de protomacho que vive en su interior–. Lo cierto es que mi torpeza nunca me permitió practicar ningún deporte y ni siquiera clasifiqué para ser el más gay del equipo. Eso sí, siempre me señalaron de “marica” por no tener la coordinación psicomotriz necesaria para patear un balón.
—Mucho marica, Daniel. ¿Es que no puede pegarle a la pelota como un varón? —Me retaban mis compañeros cada vez que la bola aterrizaba ante mis pies.
Yo no podía. Además, ¿darle patadas a un balón me hacía menos gay? Para evitar señalamientos ocultaba mi homosexualidad –que nada tenía que ver con mi ineptitud deportiva–. La mejor defensa que encontré fue aparentar ser un machito que ponía en duda la hombría ajena, incluyendo la de Cristiano Ronaldo. No solo los heterosexuales son homofóbicos.
Cuando se revisa la historia de la diversidad sexual en el fútbol siempre se recuerda al londinense Justin Fashanu. El delantero, con raíces nigerianas, fue el primer jugador negro en conseguir un contrato por más de un millón de libras en Inglaterra y Escocia. Además, fue el primero en salir del clóset a nivel global. Lo hizo en 1990, cuando el racismo y la homofobia estaban más normalizados que ahora.
La prensa amarillista británica afirmó que la carrera deportiva de Fashanu se vio afectada después de anunciar su orientación sexual. Una versión que no comparte su hermano, quien sostiene que Justin se alejó de las canchas por una lesión, que él no era gay y que solo quería llamar la atención. Sin embargo, en la autobiografía de Brian Clough, quien fue su técnico en el Nottingham Forest, se encuentra una conversación en la que este le reclama al jugador por ir a un “club de maricones”.
Muchos apoyaron al futbolista, que se retiró de las canchas en 1997, después de una carrera inconsistente y de unos años como técnico del Maryland Mania. Fashanu se suicidó al año siguiente, cuando fue denunciado por abusar de un chico de diecisiete años en Maryland, Estados Unidos, puesto que los actos homosexuales todavía eran ilegales en ese estado. Tenía 37 años. Su muerte dejó varias dudas en el aire y así como algunos movimientos LGBT lo catalogan como un héroe, otras personas ponen en duda su ética.
Antes de Fashanu se habló de Rafael Rodríguez Rapún, un futbolista español que fue pareja del poeta Federico García Lorca. Su carrera deportiva no duró mucho: murió en la Guerra Civil, en 1937. Después de Fashanu, pasaron más de veinte años para que otro jugador de élite hiciera pública su orientación. Lo hizo el noruego Thomas Berling quien, al igual que la gran mayoría de sus colegas gais, contó su historia después de colgar los guayos. Esto puede ser porque, con lo cortas que son las carreras en el fútbol, se teme que a un jugador homosexual se le asocie con ser débil.
Así como los tontos chistes que especulan sobre la virilidad de Cristiano Ronaldo, o que muchísima gente esté convencida de que Manuel Neuer, el arquero de la selección alemana, es gay, la homosexualidad en el fútbol se utiliza como insulto. Ninguno de los dos lo es, pero cuidar su apariencia física, manifestarse contra la discriminación o usar brazaletes con la bandera del orgullo LGBTIQ+ los convierte automáticamente en “maricas”. Y eso es más inaceptable que sobornar a funcionarios de la FIFA para que a un país le den la sede del mundial.
Amor a las patadas
Este no es otro de mis chistes. En el colegio, a Hernán* le decían Pelé porque era el goleador de todos los torneos y el único en el barrio al que ficharon en las divisiones inferiores de un club bogotano. Treinta años después, entre risas, afirma que “me parezco más a Maradona: soy bajito, rápido, feo y fiestero”.
Su familia está convencida de que ese último atributo fue la razón por la que, a mitad de los años noventa, lo echaron del equipo. Hoy lidera una oficina de cobranzas. La historia real casi se parece a Un beso de Dick: Hernán estaba enamorado de un compañero de entrenamiento y se le declaró en una fiesta. Al contrario de lo que sucede en esa gran novela de Fernando Molano, el otro chico salió corriendo lo más rápido que pudo y al día siguiente difundió la noticia de que Hernán era gay. Hasta ahí llegó su carrera. La del otro tampoco llegó muy lejos, por más rápido que corriera.
Álex* no necesitó declararle su amor a nadie. En 2015 formaba parte de las menores de un equipo de Medellín y, con el apoyo de su familia, decidió contarle al entrenador sobre su homosexualidad. Después de esa charla lo fueron relegando con la excusa de que su rendimiento no era el mejor. Luego sufrió una lesión y, aunque podía recuperarse y volver a jugar, prefirió irse a Bogotá y estudiar arquitectura. Con el tiempo, empezó a odiar este deporte: “es que la gente vive embobada con eso y no se da cuenta de que solo importa la plata”.
A diferencia del fútbol del protomacho, no es raro ver en el balompié femenino a profesionales que han hablado sin miedo de su orientación sexual diversa en equipos y selecciones de Estados Unidos, España, Australia, Reino Unido, Colombia o Brasil. ¿Será que a las mujeres les resulta más fácil? La respuesta es no. La diferencia entre las lesbianas que han salido del clóset en el deporte obedece a un imaginario machista: a las mujeres que practican ciertas disciplinas deportivas las consideran “machorras”.
Aunque parezca más normal para una futbolista decir que es lesbiana, las que no lo son también deben soportar críticas absurdas. En el imaginario colectivo se anidó la idea de que las jugadoras bonitas son “troncas”, y las menos atractivas son “cracks”. Una idea estúpida que puede ser rebatida por la delantera Linda Caicedo. Linda ella. Lindo su fútbol.
“Hagamos un trío”
Cuando conocí a Carolina, una de mis grandes amigas, levantaba pesas —ella, yo no levanto ni una bolsa de leche— y varios compañeros de la universidad decían que era lesbiana, pero no lo es. Ella me presentó a Kelly, a quien sí le gustan las chicas y siempre ha practicado deportes que se consideran rudos, como el fútbol sala y el hockey. En el colegio, el comentario más amigable que recibía era “marimacha”. En la universidad se apasionó por el rugby y los insultos perdieron fuerza, aunque ha sido frecuente que algunos hombres minimicen su sexualidad y, cuando la ven con su pareja, le digan, tan graciosos ellos: “hagamos un trío”.
Ángela ha vivido situaciones similares. Para ella el rugby es un espacio de empoderamiento, no solo para lesbianas sino para las mujeres que se sienten inseguras; sin embargo, con frecuencia recibe comentarios morbosos. Por eso, en parte, prefiere mantenerse lejos de los hombres. Y como el periodismo es la verdadera red social, Ángela y Kelly me presentaron al único jugador de rugby que conocen en Colombia que ha salido del clóset.
Michael tiene 23 años, estudia Cine y nunca ha tenido miedo de hacer pública su orientación sexual. Juega rugby desde los 15 y, al igual que todos los gais del mundo, aprendió a normalizar los comentarios homofóbicos y a aceptarlos como chistes inocuos. Recuerda que hace algunas semanas el entrenador le llamó la atención a su equipo y les dijo: “Están jugando como mariquitas. Parecen nenas”. Y Michael le devolvió el llamado de atención porque “hay que generar conciencia entre todos”. Él suena optimista con el cambio de posturas ante la diversidad sexual: forma parte de una generación abierta e incluyente. Después de hablar con Michael hasta me dieron ganas de creer en la humanidad.
En mayo de 2019, dos hinchas de Atlético Nacional se dieron un beso ante las cámaras de un canal de televisión que transmitía un partido contra Santa Fe. Alguien grabó la pantalla y subió ese instante a Twitter agregando con burla: “Con razón @Sin_ingenio se va tan temprano para el estadio”. El tuit se viralizó y generó respuestas tan “sabias” como que ese “bochornoso espectáculo” no se debería permitir delante de los niños. Por su parte, el exportero René Higuita salió en defensa de los muchachos: “Es lo lindo del fútbol… en el estadio todos somos bienvenidos y cada quien disfruta a su manera”. La mayoría de internautas lo aplaudieron, pero algunos afirmaron que se necesita ser gay para apoyar a Nacional. Como siempre, la salida fácil, corta de ingenio: utilizar la orientación sexual como insulto.
A pesar de las muchas decepciones que le depara cada dos o tres jornadas, Hernán, entre las responsabilidades que demanda la oficina de cobranzas, sigue siendo hincha fiel del equipo bogotano que lo echó de las inferiores por ser homosexual. Casi todos los domingos se junta con varios amigos a gritarle al televisor hurras e insultos. Hace más de una década que todos ellos decidieron no volver al estadio. Aunque jamás fueron agredidos, sí se dieron cuenta de lo absurdo que resultaba reprimir cualquier expresión de afecto delante de los demás hinchas.
Solo el amor cuenta
La palabra sigue siendo la misma que escuchaba en mi infancia, hace cuarenta años: “marica”. Si un deportista comete un error o cuida su aspecto físico, o llora, o habla de su depresión, es un “marica”. Y que les quede claro a los machitos, que solo los maricas tenemos el derecho de decirnos maricas.
Bueno, ya en serio: aunque se hayan aprobado leyes contra la discriminación, aunque exista el matrimonio igualitario y en Bogotá gobierne una alcaldesa lesbiana, en muchos contextos aún se siente que ser gay está proscrito, que es mejor ahorrarse comentarios y preguntas estúpidas. Entre otras cosas, todavía se cree que decirle a un gay que no parece gay es un halago. Un informe de la ONG Colombia Diversa indica que entre 2019 y 2020, 189 personas LGBT fueron asesinadas en el país, principalmente mujeres trans y hombres gais. Así que no hay tantos espacios seguros como quisiéramos.
El St. Pauli de Hamburgo fue el primer equipo de fútbol con un presidente abiertamente gay y se ha convertido en una institución antifascista e incluyente. En las paredes de su estadio hay un mural que reza “Solo el amor cuenta”, encima de un esténcil de dos hombres besándose. Parte de que sigamos viviendo con miedo es que ningún otro equipo del fútbol profesional se atreve a defender la diversidad de una manera tan clara y valiente. Por supuesto, existen muchas barras, como la Fla-Gay que nació en los años setenta para apoyar al Flamengo de Río de Janeiro, los Gais Ultras de Gotemburgo, los diferentes GAPEF (Gais Apasionados Por El Fútbol) en varios países de Latinoamérica, o grupos de fans queer del Borussia Dortmund o del Bayern Munich, con unos cortes de pelo envidiables. Todos estos colectivos nos dan aliento para creer que en algún momento dejaremos de escuchar en los estadios el grito de “puto”, tan común en mi país natal, México.
Argentina, por ejemplo, tiene un club de aficionados famoso, Los Dogos, que apuesta por la diversidad en el fútbol masculino. Hace poco lograron el apoyo de diversas entidades políticas para que su país sea la sede del Mundial de Fútbol LGBT 2024, un evento que ojalá tenga el cubrimiento que se merece en los medios de comunicación y convoque a toda la diversidad sexual y de género alrededor de un balón.
Tenemos un año para discutir las aristas de otro tema: las personas trans en el deporte. Una encuesta realizada en 2016 reveló que el 92 por ciento de los hinchas del fútbol británico no tendría ningún problema si un futbolista hablara abiertamente de su orientación sexual. Valdría la pena hacer la misma encuesta en otros países y revisar la aceptación del tema por parte de los diversos actores de este negocio, especialmente las marcas patrocinadoras. ¿Qué dirían, por cierto, los fanáticos colombianos? Una señal de lo poco que les importa el tema a los dirigentes del fútbol masculino es que las federaciones nacionales del planeta ignoraron la centelleante homofobia de Rusia —sede del Mundial en 2018—, y les han restado importancia a las leyes de Catar. Para justificarse, afirman que, en general, las muestras públicas de afecto están prohibidas, sin importar la orientación sexual. Parece que no leyeron que la homosexualidad sí es considerada un delito y que incluso portar una bandera del arcoíris será un acto penalizado con cárcel.
Sin importar las evidencias o las críticas, millones de espectadores verán el estúpido y sensual Mundial de Catar porque pocas veces se tiene la oportunidad de admirar las piernas de tal jugador, los brazos de ese otro, la barba de aquel… La sexualización de los deportistas es una discusión aparte. No creo que resulte exagerado afirmar que este será un evento homofóbico, ni hay que esforzarse mucho para entender por qué muchas personas piensan ignorarlo, así suene a la cultura de la cancelación. El mundo avanza y el fútbol, en muchos aspectos, pareciera resistirse al cambio. Las corporaciones prefieren seguir lucrándose de la homofobia presente en el deporte, hacer la vista gorda y esperar, como siempre, a que el marketing haga lo suyo. Tan maricas nosotros que seguimos siendo parte de este bochornoso espectáculo.
*Nombres cambiados por solicitud de las personas entrevistadas.