En Colombia hay solo una playa nudista, en el Tayrona y un hotel al que usted puede ir a hospedarse sin nada puesto, en Nemocón. El editor de SoHo viajó hasta allí para escribir en medio del frío de la Sabana de Bogotá esta crónica al desnudo.
“Cuéntame a qué hora vendrían para estar preparados y acá los esperamos”. Con esa nota de voz en mi Whatsapp ya no había vuelta atrás, al día siguiente estaría en The Naked House, el único hotel nudista de Colombia a 61 kilómetros de Bogotá. El mensaje lo había enviado Felipe Galindo, dueño del lugar ubicado en Nemocón, Cundinamarca que sería el anfitrión de esta crónica al desnudo. “Estar preparados”, ¿qué podría significar?
La frase de Galindo era en plural, por lo que nos esperaba a varios en su hotel y aunque ese era el plan original -ir con cámaras porque como verán aquí también hay contenido en video- la prevención por supuesto que estaba sobre la mesa. “Cómo nos vamos a ver las caras después en la oficina”, soltó acompañado de una risa nerviosa uno de los compañeros de trabajo que era candidato a vivir conmigo la travesía sin ropa.
La desnudez, que hace parte de nuestra cotidianidad cuando nos bañamos o nos cambiamos de ropa, resulta no ser tan natural como debería serlo porque está reservada solo para la intimidad, la que es propia y la que tenemos con otros que queremos o deseamos, por lo que sus lugares habituales son los baños y las habitaciones, no tanto las salas y menos los exteriores. Esa certeza y la incomodidad que podríamos tener en adelante con mi compañero, me obligaron a hacer el viaje solo.
Lo único que sabía del lugar al que iba eran dos cosas, su ubicación a las afueras del tranquilo municipio de Nemocón y que la noche allí costaba entre 300 y 400 mil pesos dependiendo de la fecha, la habitación y el operador que se consulte. “Te damos la bienvenida al primer y único hotel nudista de Colombia y el área Andina, un espacio para vivir el nudismo y el naturismo sin tapujos, en un ambiente único e idóneo para aquellos que quieren vivir experiencias nuevas”, se lee en la página web en la que además -me puse a mirar esa noche antes de viajar- aparecen únicamente nalgas masculinas al descubierto, ningún rastro de mujeres.
Aún así, tomé el camino hacia allá: una hora y media marcaba Waze. Lavar los platos y conducir solo se han convertido para mí en momentos de desconexión y reflexión, así que ese tiempo a solas frente al volante y el acelerador no iban a ser la excepción. En medio del recorrido veo perros, ovejas, gatos, caballos y vacas, todos desnudos, ninguno tiene la carga de la ropa, salvo una que otra mascota a la que hacen ver ridícula con algún “saquito”. Y entonces exagero mi pensamiento: “incluso los árboles no están vestidos”. Todo esto para tratar de justificar el hecho de que estoy a punto de quitarme la ropa frente a unos extraños.
El carro sigue su movimiento como mi mente. Voy imaginando la desnudez de los que están en la carretera, imágenes mentales unas más atractivas que otras y sigo pensando cómo sería todo si andáramos siempre biringos (¿o viringos, beringos o veringos? Este colombianismo parece que se escribe de todas esas formas). Increíblemente estoy pasando la ansiedad de llegar al lugar con esa técnica que a muchos nos enseñaron a la hora de hablar en público: “imagíneselos a todos desnudos”, que no sé qué tan efectiva resultó ser.
Después de haber desnudado a la mitad de Nemocón en mi mente, llego al lugar, una casa que tiene a unos metros del lado derecho algunas cabañas que la acompañan y muchas zonas verdes, esas en las que veían traseros sin ropa en las fotos. Primera duda resuelta, no tuve que empelotarme apenas pisé los predios del hospedaje; seguía con mi camisa, chaqueta, jean y tenis puestos.
Es extraño entrar a un hotel y que el anfitrión lo reciba a uno con su pene al aire, pero así fue. Felipe solo vestía una camiseta gris y quizá unas pantuflas, así que le di la mano tratando de mirar hacia arriba, hacia su rostro, pero fue inevitable darme cuenta de que abajo no había nada puesto. Pensé que no sería fácil asumirlo porque tuve algo de nerviosismo, pero rápidamente recurí a mi mente, que ya venía con el trabajo sobre la desnudez desde hacía más de una hora y me hice la pregunta retórica “¿entonces a qué vinimos?”.
Rápidamente Felipe me mostró el primer piso en el que había una sala con chimenea, un jacuzzi, la cocina y un comedor. Allí estaban dos mujeres sentadas, ambas en ropa interior y con sus senos descubiertos, bueno casi descubiertos porque tenían puestas chaquetas abiertas para soportar los 10 grados centígrados que se sentían el hotel que está en una colina y que no tiene otras edificaciones que lo ayuden a cubrir de las corrientes de viento.
Felipe se quitó la camiseta para iniciar nuestra conversación, se sentó en un sofá y aunque nadie me lo decía, para mí su desnudez se convirtió en una presión para entender que estaba en contravía del “código de vestuario” del lugar, que no era otro que la ausencia de ropa. En todo caso, hasta entonces, la charla avanzaba con mis cinco prendas puestas. “Al principio es muy normal, es como llegar a la finca de unos amigos, puedes estar desnudo a tu propio ritmo, cuando quieras”, empieza diciendo Galindo y termina dándome un mensaje de tranquilidad frente a mi -quizá ya evidente- prevención.
Ha sido larga la vuelta que Felipe ha dado para terminar como dueño y administrador de un hotel en el que la gente va a desnudarse, una actividad que por supuesto no es común. Galindo tiene 40 años, estudió ingeniería química por fuera de Colombia y aunque trabajó durante un tiempo en el sector de los hidrocarburos, confiesa que se aburrió de la vida corporativa y se metió, mejor, en el universo del turismo, primero convencional y ahora nudista. Un hotel normalito en Sopó fue la cuota inicial para montar este concepto cuando tuvo la oportunidad de comprar la propiedad en la vereda Mogua: “Hicimos una investigación de mercado en Bogotá y vimos que hay muchos eventos nudistas, así que dijimos que había un mercado potencial dedicado al nudismo.”
Pero Felipe no se encontró los deseos de empelotarse en un paquete de chitos, como se dice popularmente, él claramente venía buscando ese mundo atrevido, irreverente y descomplicado desde hace más de 20 años cuando por primera vez se quitó la ropa ante extraños; lo hizo cuando tenía 17 en una playa nudista de San Diego, California e la que vivió eso que él llama “un acto de rebeldía y libertad total”. Su recuerdo, como el de la mayoría de las primeras veces, es traumático porque la adrenalina puede bloquear el placer, algo contrario al síndrome de Pontius, donde es la misma adrenalina la que ayuda a disminuir la sensación de peligro: “Duré unos 20 o 25 minutos pensando en quitarme la toalla, había mucho temor, pero finalmente lo hice y fue muy liberador”, describe este ingeniero que hizo carrera desde entonces en el nudismo.
Mientras estoy conversando con Felipe, tratando de normalizar que no tenga nada puesto, por unas escaleras empieza a bajar una mujer completamente desnuda, mi reojo la alcanza a notar y mi cabeza me traiciona con un movimiento involuntario para mirar hacia allá, quitándole la atención por unos segundos al anfitrión. Ella cruza, camina detrás de donde estoy yo y se sienta en un sofá a mi lado izquierdo, pero supongo que se siente incómoda porque este extraño que está haciendo preguntas sigue con las mismas prendas puestas, por lo que la mujer de pelo azul se pone encima un cojín rojo que consigue taparle lo que le tiene que tapar.
El acto del cojín vuelve a activar mi mente que estaba desnuda desde antes de Chía. “¿Entonces a qué vinimos?”, me repite, y por eso empiezo caminar a paso de tortuga hacia el código de ‘desvestuario’ del lugar: me quito la chaqueta y la camisa verde oscura con cuello de jean que tenía puesta, ya solo me acompañan dos prendas, mi tronco está desnudo. “No hay imposición de horarios, o de que en tal momento debes desnudarte, lo haces a tu ritmo. Si te sientes cómodo al llegar, ir a tu habitación, quitarte la ropa y estar así todo el tiempo, que así sea”, comenta Felipe ante mi iniciación.
Ahora más relajada, la mujer de cabello azul baja el cojín para dejar ver sus senos y hace un comentario para romper el hielo: “sería muy ‘cool’ llegar al hotel manejando desnudos. Quitarse la ropa, no sé, desde el peaje” y se carcajea. Se llama Jeimy, es trabajadora social y aunque llegó al hotel la noche anterior, solo hasta esa mañana se había decidido a salir de su habitación sin nada puesto.
Mi conversación en medio de la chimenea, el frío de la colina, un par de senos y dos penes al aire libre, sigue con John Osorio, otro socio del hotel que llegó literalmente por casualidad a serlo. Estaba un día de paseo por la región, leyó de la existencia del lugar y cuando lo conoció preguntó qué había que hacer para invertir ahí, al punto que conjuntamente ahora lograron extender la idea hasta Útica, otro municipio de Cundinamarca a tres horas y media de Bogotá donde recién inauguraron otra sede de The Naked House en la que el clima cálido cambia el concepto a lo tropical: rumba, cócteles y piscina.
Osorio también es ingeniero, pero agrónomo, y cuando quebró la empresa en la que trabajaba, pensó que quería hacer algo que fuera acorde a su filosofía de vida que desde hace años estaba concentrada en el nudismo, ese que practica sin importarle si tiene o no un cuerpo perfecto. “Hay que tener ganas de desnudarse para ser nudista. Si en la casa usted se quita la ropa y se siente cómodo, ya desde ahí empieza a serlo” y explica que esto no es para todo mundo porque hay quienes sienten pudor y pena por solo estar sin ropa en el baño del gimnasio, un lugar privado en medio de otro público.
Carolina Hernández es otra huésped del hotel con la que hablo a espaldas del jacuzzi y la acompaño a su habitación que está subiendo las escaleras, ella tiene una bata azul oscura que le cubre sus senos y estaba caminando en ropa interior por la sala de la casa que, a pesar de la sensualidad que pueden generar los cuerpos desnudos, solo consigue calentarse con el fuego de la chimenea. Claro que el cuerpo desnudo es sinónimo de sexo, pero no es solo eso: los anfitriones del hotel me aclaran que a todos los que van a su hotel les hacen saber que es un sitio “sin connotación sexual”, o sea, no es para ir a tener sexo en vivo y en público, aunque por supuesto ver al otro sin nada de ropa puede alborotar hormonas y ganas, que solo podrán saciarse dentro de las habitaciones.
Volviendo a Carolina, a pesar de que ella se describe como una “chica conservadora”, esta es la segunda experiencia nudista que tiene, la anterior había sido en un yate en San Andrés, donde se liberó rápidamente del pequeño vestido de baño que llevaba puesto para lanzarse al agua. Pero dentro del hotel va de a poco. Esta rubia de pelo ondulado se toma con comedia su estancia: “Venía el esposo de mi hermana y yo decía ‘ay no, no le quiero ver el pipí, porque sería como vérselo a mi papá’. Siquiera no vino” y sonríe. Ella y yo coincidimos en dos cosas: en impactarnos porque el anfitrión nos recibió sin ropa -que era lo lógico que ocurriera en un lugar nudista- y en dialogar con nuestras mentes, subconsciente o como quiera usted llamarlo: “Me dije: ‘ay marica ya, cálmese que a eso vino’”. Así que normalizó la desnudez.
Termino de conversar con ella y bajando las escaleras doy el siguiente paso: me quito el jean, por lo que mi mente vuelve a hablar para preguntarme desde su lado más pudoroso: “¿Cuándo había hecho entrevistas en bóxer?” y la respuesta es obvia: nunca antes. Ahora estaba solo con unos calzoncillos puestos y con un micrófono hablando con un grupo de nudistas. Vuelvo a donde Jeimy que ya me ve con otros ojos: “Ahora que te veo, tú empiezas a normalizarlo, te vas quitando esas capas de la ropa, el hotel permite esa confianza”, me dice. Ella explica que había sentido esa confianza porque la había mirado todo ese tiempo a los ojos, aunque también admite: “Te estoy mirando a ti y obviamente en algún momento he hecho la reparada completa, porque es normal. Yo siento que nosotras las mujeres somos más de observar. ¿Cada cuánto sale un hombre mostrando sus nalgas?”, termina preguntándose y yo extrañamente no me sonrojo, estoy cómodo.
Jeimy Velosa siempre fue exhibicionista, cuenta que siempre lo fue cuando se ponía ropa con la que quería mostrar un poco más y por eso le resultó fácil cuando dio el último paso a la desnudez en Boca del Saco, la playa nudista del Tayrona donde estuvo por primera vez sin ropa en un lugar público. Por esa experiencia, ya de extenso recorrido, da un consejo de oro: “yo iba pensando: ‘no se quede mirando más de cinco segundos ahí’. Si uno se asombra o ve algo muy lindo solo disimule porque puede ser irrespetuoso”. Me quedé pensando cuánto tiempo la había visto de reojo recién llegado al hotel, pero creo que había cumplido con la cuota: menos de cinco segundos.
Durante el tiempo que llevo en el hotel, ha habido una huésped que ha estado ausente de todos, simplemente pegada a un computador en una mesa que está afuera y desde la cual hay una vista excepcional del paisaje que rodea la vereda en la que estamos. Es una abogada que está atendiendo la audiencia virtual de un juzgado, cosas que nos dejó la pandemia: poder estar desnudo, rodeado de otros que están igual y al mismo tiempo trabajando para la Rama Judicial, con la cámara debidamente apagada para evitar sorpresas.
La mujer, a la que llamé ‘Luna Guzmán’ porque no quiso dar su nombre original para no terminar en problemas judiciales -literalmente-, estaba repitiendo el hospedaje en un hotel nudista. “El hotel se presta para atender tus labores y con la virtualidad te permite trabajar en un ambiente sano, tranquilo, que te genera paz y concentración. Hoy estoy en mi horario laboral atendiendo mis actividades normales”, cuenta. En una pausa de su diligencia, ella se levanta, deja ver sus senos de buen tamaño, mientras su torso desnudo y trigueño se posa sobre una helada silla metálica para conversar de espaldas a mi celular que actúa como cámara.
‘Luna’ recuerda que fue en Cancún, durante su luna de miel, que terminó en un hotel nudista sin haberlo planeado. Fue en el Hidden Beach donde vivió una de esas equivocaciones que le pueden cambiar a cualquiera su forma de ver el mundo: “Estuvo chévere por el asombro, aunque claro que estaba la pregunta: ‘será que tengo más o menos’, pero la sensación de no sentirte observado te relaja. Te desprevienes de cualquier cosa y no estás pendiente de las nalgas, los senos o el pene de los otros”, dice con firmeza.
Regreso a la sala, la chimenea se ha consumido y se está acabando el efecto de calor que había causado en la casa, así que todos se alistan para ir directo al jacuzzi, el lugar donde hay que ir a calmar el frío ahora, el sitio para relajarse y en el que por regla es donde por fin quienes aún tienen ropa puesta, se la quitan. Pauso la cámara del celular, lo bloqueo, le doy ‘stop’ a la grabadora y que pase lo que tenga que pasar.