Empecemos por recordar que las gónadas masculinas, cual badajos, penden en una bolsa corrugada y peluda llamada escroto. Este dúo, fiel acompañante de nuestro cilíndrico mejor amigo, recibe el extendido y popular nombre de huevas, término que utilizaremos a lo largo de esta proclama.
Aclaremos que el famoso talón de Aquiles y el pelo de Sansón son mitos, no solo por la condición que podría otorgarles, digamos, Mircea Eliade, sino que lo son en cuanto son falsos con respecto al verdadero punto débil de todos los ejemplares masculinos de la raza humana: las huevas. La mínima presión sobre alguna de ellas se traduce en un dolor que paraliza todo el ser y reverbera desde las uñas de los pies hasta la punta del pelo. Por eso, cuando una hueva queda, merced a un cambio de posición o en el trajín locomotor de caminar, aprisionada en la entrepierna, es imperioso, es un instinto de supervivencia mandar la mano y desenredar el entuerto. La forma más discreta y socorrida de hacerlo es metiendo la mano al bolsillo, pero no todos ellos se han estandarizado en los pantalones de tal manera que pueda uno alcanzar la hueva afectada. Plan B: un leve pellizco externo, sobre la tela del pantalón, que acabe de ponerla en su sitio. Si ello no funcionare, como muchas veces sucede, lo procedente es hundir el estómago y meter la mano bajo la pretina del pantalón para sacar a la pobre del doloroso trance en que se halla.
Por su condición pendular, las huevas están sujetas a este tipo de accidentes al menos un par de veces durante el día. Y, repito, eso no da espera, el cerebro se nubla y uno piensa en la mano propia como si fuera un rescatista que viene a salvar una víctima atrapada; víctima que es uno mismo, pues en ese momento uno deviene hueva por completo, hasta que pasa el peligro, uno recupera las funciones cognitivas y se da cuenta de que tiene la mano ahí, frente a la concurrencia mixta de hombres, que en secreto entienden, y mujeres, que condenan. Damas, señoras, señoritas: en eso caemos todos los hombres, incluido el presidente, el gerente, el cura y el juez.
Además es innegable el prurito inmanente del escroto: las huevas siempre rascan. Son así, y hemos aprendido a aceptarlas y hacernos cargo de ellas como se soporta a una tía de voz muy aguda o un hermano pedorro. Además, dicha rasquiña no se compara con la que diera en cualquier otro lugar del cuerpo. Un picor en las huevas es igual de acezante que el dolor de su aprisionamiento. La rascada de huevas no se puede aplazar, es como si ellas, a coro, gritaran “Bueno, papito, si es ya es ya”.
Pongámosle cámara lenta al momento del que hablamos. Un hombre viene caminando y de repente el ceño fruncido, la angustia que palpita en sus ojos, el ligero temblor en las venas del cuello. Es como si estuviera en el segundo previo a una combustión espontánea. La mano, en un acto reflejo, se zambulle en el pantalón, las facciones del tipo cambian y todo se distensiona. El universo entero cobra sentido. A veces, bien sea en el momento de la rascada o en la corrección posicional de la hueva, se alcanza una pequeña ataraxia, un mínimo nirvana que tiene la resonancia de un estornudo.
De otro lado, damas, señoras, señoritas, existe el inveterado placer del rasking ball. Al mejor estilo de Al Bundy en Casado con hijos, nada como ver televisión con la mano en las huevas, manosearlas, pasarlas de un lado al otro como cuentas de una camándula, sopesarlas, estirar un poco el pellejo, sotarlo, rascarlas un poco, dejarlas ir, volverlas a tomar… todo ello aderezado con zapping y cerveza: el tao del rasking ball. El hombre que tiene una mano en las huevas y la otra alterna entre el control remoto y una cerveza se encuentra en una posición idiosincrática, como los suricatos cuando se paran en dos patas y los perros cuando giran en redondo antes de acostarse.
Un acto tan natural, tan congénito a la naturaleza masculina, debería estar socialmente permitido. Más aun si se trata de gente decente como uno, que siempre anda con las huevas bien lavadas.