Fotografía: Camilo Rozo

Crónicas

Viaje al fondo del Padre Chucho

Por: Camilo Jiménez Estrada/ Fotografía: Camilo Rozo

La historia de Jesús Hernán Orjuela, el ‘padre Chucho’, es la de un ídolo de gran parte del pueblo colombiano, es la de un hombre rodeado de mitos, uno que no tiene lío en usar ropa de marca, que hace deporte y que llena estadios con sus misas. Ahora, después de la misteriosa salida de sus programas del aire, el padre se confiesa.

El sacerdote levanta el cáliz por encima de su cabeza mientras dice las oraciones. Es el momento más sagrado de la misa, cuando la hostia consagrada y el vino se convierten, para los fieles, en el cuerpo y la sangre de Cristo. El sacerdote termina la oración, y mientras mira a las cerca de doscientas personas que están frente a él, arrodilladas como muestra de fe y respeto, acerca sus labios al borde de la copa. Siente un olor extraño, oleoso. Prueba. No puede aguantar el reflejo de las arcadas. Devuelve el sorbo a la copa, pero unas gotas alcanzan a bajar por su garganta. Siente que por su interior sube una baba espesa. No puede contenerse y vomita. La concurrencia se inquieta, murmura, se mueve. Pero el sacerdote recupera la compostura, pide disculpas y termina la celebración. Más tarde, en la clínica Santa Fe, el sacerdote recibe el diagnóstico: alguien había puesto cianuro en el recipiente del vino.

(Iván Ramiro no se calla nada. Entrevista con uno de los ídolos más grandes del fútbol colombiano)

Unos días después, el 27 de marzo de 2000, el diario El Tiempo publicó una nota de página entera titulada ‘Perseguido por el diablo’. Además del veneno en el vino de consagrar, al sacerdote le venían dejando desde tiempo atrás cadáveres de perros, pintadas, excrementos y otras lindezas cerca de su parroquia en Bosa, en el suroccidente de Bogotá. Al parecer, las pandillas del sector no estaban contentas con el trabajo del cura, que había logrado sacar de las calles y la vagancia a muchos jóvenes. También había tenido problemas con urbanizadores piratas que intentaban vender lotes ilegales a los habitantes de la zona. Apenas unos pocos lectores de la nota de El Tiempo habían oído el nombre de ese sacerdote, o lo habían visto celebrando misa en el Canal Trece, que solo se transmite en Bogotá. Pero muchos colombianos no sabían todavía de su existencia.

Jesús Hernán Orjuela creció en el barrio Santa Bárbara, cerca de Úsaquen, en el norte de Bogotá. Es el menor de cuatro hermanos. Después de estudiar en el Colegio Mayor Celestino Mutis entró en el Seminario Menor, luego ingresó al Seminario Mayor y estudió Teología en la Universidad Javeriana. 

Sería hasta un par de años después cuando el sacerdote protagonista de la nota, Jesús Hernán Orjuela Pardo, se convertiría en una figura nacional con el nombre de ‘Padre Chucho’, un personaje con presencia diaria en los hogares colombianos a través de sus programas y apariciones en el canal RCN, de cobertura nacional. Allí aparecía antes de las seis de la mañana con una reflexión de cinco minutos, o cantaba una canción con su guitarra. Hacia las nueve regresaba en el programa de variedades de Jota Mario Valencia, Muy buenos días. A las diez y media, de lunes a viernes, era el presentador de un talk show llamado Cura para el alma. En ocasiones lo entrevistaban en el noticiero del mediodía porque se había aparecido la Virgen en alguna mancha de humedad de una casa, o los habitantes de un caserío perdido en el Chocó decían que habían visto llover sangre. Los trasnochadores lo veían en el magazín La noche cuando se trataban temas sacros. Y los domingos a las seis de la mañana se transmitía su misa y un programa dedicado a información de la Iglesia católica, conducido por él y con algunos invitados.

De sacerdote combativo en una parroquia de un sector deprimido de Bogotá, con su misa en un canal regional, pasó a ser figura nacional. Adonde llegara el padre Chucho la gente se arremolinaba para pedirle un autógrafo, para tocarlo, para tomarse una foto con él. A sus celebraciones ya no asistían un par de centenares de fieles, sino miles. En la prensa aparecía con frecuencia, ya no en las páginas de noticias sino en las de farándula.

Hoy, después de una década de sobreexposición mediática, para buena parte del país el padre Chucho ha vuelto a ser el padre Jesús Hernán Orjuela. Desde el 7 de diciembre de 2010 sus programas salieron del aire, y el canal ha sido avaro con las explicaciones. Por supuesto, cada quien llena el silencio con la historia que quiere: que tiene una amante; que no es una amante sino uno, varón; que embarazó a una mujer; que se va a casar; no, que ya se casó; que se enamoró de una hija del dueño del canal; que ella se enamoró de él; que la Iglesia lo esconde… Mientras, él está en su parroquia, la misma de hace cerca de nueve años: Madre y Reina del Carmelo, en el barrio Nueva Marsella, en el occidente de Bogotá.

* * *

Desde la tarima una banda completa y bien afinada está tocando canciones alegres de alabanza. Cuatro niñas cantan con buena voz. Abajo, por el prado, una docena de señoras con chalecos de colores ofrecen en alquiler sillas de plástico a mil pesos, señores caminan con carritos de paletas, otros ofrecen afiches, camándulas y velas. Unos feligreses ya están sentados cantando, otros se van acomodando. Llegan en pequeños grupos familiares o en parejas. Muchos están de pie, o sentados en el prado. De pronto, una niña de nueve años que está a mi lado, vestida y peinada con primor, mira hacia el escenario y levanta las cejas, da brinquitos de alegría, le dice a su mamá con emoción mientras le jala la chaqueta:

—¡Mami, mami, es el padre Chucho en persona!

Es 14 de febrero, y como todos los 14 de cada mes, el padre Jesús Hernán Orjuela ofrece una misa por los enfermos a las cuatro y media de la tarde. Ya hay cerca de tres mil quinientas personas, que responden con ganas al saludo que les lanza el padre desde la tarima:

—Buenas tardes, ¡buenas tardes!

—¡Buenas taaaarrrrdeeessss!

Antes de llegar allí, antes de que la niña lo viera, el padre caminó despacio por un sendero abierto entre la feligresía y demarcado con vallas. Cargaba una cruz pequeña de madera en la mano izquierda y con la derecha saludaba, siempre con una sonrisa. Muchos se acercaron a las vallas y estiraron las manos, y el padre los tocó, los saludó sin dejar de sonreír. Luego de rozar la mano del padre, un par de señoras se dieron la bendición. A algunos les puso una mano sobre la cabeza un instante y luego siguió con su marcha. Fue como la llegada de una estrella a cualquier evento por la alfombra roja: emoción, dosis personales de histeria, alegría, expectación. Cuatro hombres siempre estuvieron al pie del padre, pendientes del público que quería abalanzarse sobre él.

En la parroquia Madre y Reina del Carmelo trabajan nada más seis personas de planta, pero en la organización y logística de estas misas —así como en las de los domingos a las diez y media— colaboran alrededor de doscientas personas, todas voluntarias, todas identificables por sus chalecos de colores o por su vestimenta. Todos tienen una función: unos se paran en la puerta de la capilla, detrás del escenario; otros vigilan las zonas demarcadas; otros reparten la comunión o cuidan que nadie pise los cables.

—Es necesario señalizar muy bien, porque con tantas personas esto tiene que estar organizado. Qué tal este montón de gente caminando por todas partes —dice Jaime Cuéllar, un hombre bajo, limado, moreno, de escaso pelo y gafas que se oscurecen con el sol: es el encargado de la seguridad general del evento.

Al Padre Chucho sus seguidores, a quienes llama "mis ovejitas", le piden autógrafos, y, en el día 14 de cada mes, le llevan a sus enfermos para que los cure después de una misa que él ofrece por ellos. 

A la derecha de la tarima hay otras vallas que rodean a casi cien personas, que permanecen sentadas durante toda la celebración. Están allí desde antes de las cuatro. Muchos son ancianos, también hay niños y jóvenes. Todos dejan ver las huellas de la enfermedad: una protuberancia en el cuello, la espalda torcida, la mirada perdida, escamas en la piel. Hay varios en silla de ruedas, y una señora, ya anciana, está recostada en una camilla. Hasta donde ellos irá el padre Jesús Hernán durante la misa para imponerles las manos, tanto hoy, 14 de febrero, como en la misa de los domingos por la mañana: dicen que el padre tiene el don de la sanación. A estas últimas vienen menos feligreses.

—Antes se llenaba esta cancha también los domingos —dice don Rigoberto, un manizalita cercano a los 65 que atiende un pequeño negocio cerca al descampado donde se celebran estas misas—. Ha bajado mucho porque el padre a veces no venía por los compromisos que tenía con el programa de televisión. Usted sabe, la gente quiere es verlo a él.

Las misas que ofrece el padre Chucho son toda una puesta en escena. En cuanto a la música, podría decirse que son misas crossover: se oye una salsa durante el rito de la paz, una balada durante la elevación, una cumbia en el santo santo y algo de rock cuando empieza, como para calentar los ánimos. También pueden oírse una polka y un merengue durante la comunión.

En las homilías, ese discurso donde el sacerdote explica o comenta las palabras del Evangelio, el padre Chucho canta, actúa, echa uno que otro chiste, conversa de manera íntima con sus fieles. Un domingo lee Mateo 5, 38-48: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: ojo por ojo, diente por diente. Mas yo os digo: no resistáis al mal; antes a cualquiera que te hiera en tu mejilla diestra, vuélvele también la otra…”. Al terminar la lectura, el padre comenzó sus palabras con tono de reclamo: “Nooooo. El Señor sí nos la puso muy dura hoy. Nah, cámbienme ese que está muy complicado…”. La gente se ríe. Luego el padre imita a dos señoras confabulando, mira de reojo, frunce la boca, habla como por lo bajo: “Esa vieja me la hizo. Se las llevo contadas. ¿Qué creyó, que a mí se me olvida? ¡Nanay!”. De repente mira para atrás, hacia su banda, y dice: “En re mayor, maestro”. La banda comienza a tocar y el padre Chucho canta con un vozarrón afinado un par de estrofas de Cuando el destino, la ranchera de José Alfredo Jiménez:

Qué bonita es la venganza

cuando Dios nos la concede.

Ya sabía en la revancha

te tenía que hacer perder

Ahí te dejo mi desprecio,

yo que tanto te adoraba

pa’ que veas cuál es el precio

de las leyes del querer…

El público aplaude, unas señoras gritan “¡otra!”. Y él contesta: “Eso sí les gustó, ¿no?”. Luego hará preguntas a los fieles, compondrá delante de todos una parábola que ejemplifica algún punto que quiere ilustrar, se acostará en el escenario, pedirá una silla y se sentará, hará algo de arenga política… Estas homilías están perfectamente pensadas para que cada tres o cuatro minutos el público estalle en aplausos, o se ría, o se conmueva. Él maneja las inflexiones de la voz —sube, baja, hace silencios, grita— mientras se pasea por la tarima. Usa siempre palabras familiares, cercanas. No dice “animales en vías de extinción”, dice “animales que se están acabando”.

—Yo comienzo a pensar en la homilía del domingo desde el lunes —dirá días después—. No tomo apuntes: le doy vueltas al evangelio y voy pensando en las palabras, en los ejemplos que voy a usar, en cómo puede llegarles el mensaje a todas las personas. Yo no hablo para los que saben, hablo para mis ovejitas.

El padre Chucho siempre se refiere a su comunidad como “mis ovejitas”.

(Entrevista con Alabama Shakes)

* * *

Un lunes de marzo llego puntual a la parroquia para el almuerzo al que me citó el padre la noche anterior. Mientras me acerco a la casa, que queda al lado de su iglesia, veo que su asistente, Andrés —casi un metro con noventa, peinado de raya al lado, cara de niño bueno, piel delicada—, está hablando por teléfono en el jardín de la entrada. Sin dejar de hablar me pide por señas que lo acompañe, y nos acercamos a una camioneta Cherokee de vidrios polarizados que está parqueada un par de metros más allá. El padre se baja de la camioneta y me dice apenado:

—Me retrasé esta mañana, tuve que atender a varias personas. No vamos a poder almorzar acá, voy a hacer una diligencia y a montar en cicla. Si quiere me acompaña un rato —me dice con una sonrisa cálida.

El padre tiene manos nudosas y está muy bronceado: es notable que pasa mucho tiempo al aire libre. Es delgado, fibroso. Está muy bien peinado pero no tiene ni una gota de gel, contrario a como era costumbre verlo en sus programas del canal RCN. Lleva unos jeans Levi’s casi nuevos, una camiseta polo azul oscura y sobre ella un saco de cuello en V con rombos rosas y grises. Sus mocasines de gamuza también muestran muy poco uso.

Andrés quita un par de chaquetas que hay colgadas en la manija de la banca de atrás, y el padre me invita a sentarme. Cuando cierro la puerta noto que la camioneta es blindada. El conductor le pregunta para dónde vamos, y el padre indica que para los estudios de RCN Radio.

—Aunque ya no tengo los programas de televisión sigo hablando todos los días por radio al mediodía. Pedí que me dejaran en Radio Uno que es la emisora popular de la cadena, así les llego a más ovejitas —me dice el padre.

—Padre, y ¿al fin por qué salió de RCN? —decido preguntarle a quemarropa. Él calla durante un minuto que se hace eterno dentro de la camioneta.

—No sé si pueda hablar… Sé muchas cosas que me podrían meter en problemas… De pronto más adelante le cuento.

El primer programa que salió del aire en diciembre de 2010 fue la misa. Pocos días después desapareció Cura para el alma, el talk show de ayuda familiar y personal. Siempre había uno o dos invitados que contaban casos escabrosos, y el padre Chucho orientaba las preguntas a esos invitados y las intervenciones de un par de expertos, generalmente una psicóloga y una abogada. Algunos títulos son elocuentes: ‘Me tildan de gay porque soy bailarín’, ‘Un error del pasado perjudicó mi futuro’, ‘He llegado a odiarme’, ‘Tengo pactos con el diablo’, ‘Soy esclava de la vanidad’. Desde sus comienzos generó muy duras críticas de comentaristas y de televidentes: que era igual de amarillista a Laura en América, que con el ánimo de mostrar casos complejos de la realidad nacional estaba exponiendo de mala manera la miseria de la gente, que el padre lucía demasiado elegante con sus sacos de marca o sus chaquetas cortadas a la medida, que la compasión era fingida. Lo cierto es que el programa llegó a tener buenas cifras de rating en el horario matutino, y se sostuvo con un público fiel durante tres años y cuatro meses.

Por otro lado, por iniciativa del padre Jesús Hernán, gracias a su nombre, se fue conformando una red de apoyo: empresas y personas que ofrecían trabajo a los invitados desesperados, brigadas de ayuda a barrios y a zonas afectadas por la pobreza y la falta de oportunidades, profesionales que orientaban a las personas con problemas médicos, legales o psicológicos después de la emisión del capítulo en que aparecían. Sin lugar a dudas ofrecía una ayuda más provechosa que el carrito sanguchero de la “señorita Laura”.

El año pasado, para la celebración de los tres años del programa, al padre Jesús Hernán se le ocurrió hacer un festival de servicios con población desplazada de Soacha. Escogió como sede Casa Betania, la obra de su amigo el sacerdote Ricardo Martínez, que desde hace cuatro años da albergue y ayuda a los desplazados que llegan a ese municipio al sur de Bogotá. Durante un día estuvieron en Casa Betania médicos, oftalmólogos, odontólogos, abogados y hasta peluqueros, todos invitados por el padre Jesús Hernán, que atendieron a más de doscientas personas que habían pasado en alguna época por la casa y seguían teniendo contacto con ella.

—Literalmente, el padre Jesús Hernán se puso la camiseta y aquí estuvo todo el día orientando a la gente que llegaba, conversando con ellos. Hasta les sirvió una lechona muy rica que conseguimos y almorzó con las personas —me dijo el padre Ricardo una tarde en que me invitó a conocer la obra.

Cuando el programa que registró el festival de servicios salió al aire, en la fecha en que Cura para el alma cumplía tres años, el padre Ricardo contó el caso de una señora que había estado antes albergada en la casa y ahora vivía en Cazucá. Llegó en la mañana por un mercado para su familia y salió en la tarde con dientes nuevos, gafas, medicinas para sus dolencias y estrenando corte de pelo y ropa. “Y además almorcé con el padre Chucho, ¿qué más le puedo pedir a la vida?”, dijo el padre Ricardo que salió diciendo la señora.

Pocos días después de cancelar la misa y el talk show dejó de aparecer en Muy buenos días, y el padre Chucho se borró de las pantallas de RCN. Para el público no ha habido una respuesta oficial, pero el canal envío un comunicado a los representantes de la Iglesia en Colombia —el nuncio apostólico, el arzobispo de Bogotá y el obispo de Soacha, superior del padre, entre otros— donde afirman que por motivos de reestructuración de la programación habían decidido suspender los espacios del padre Jesús Hernán.

En marzo, luego de varias llamadas, el presidente del canal RCN, Gabriel Reyes, pasa al teléfono:

—Con el padre siempre hubo buenas relaciones. El retiro de sus programas se debe a una reestructuración de la programación por motivos de rating —me dice, y se despide amablemente.

—No es por rating —dice el padre ahora en la camioneta—. Cura para el alma subía el rating de las mañanas. Pero como el canal no ha dicho nada, la gente se inventa teorías, o mejor, chismes. ¿Es por una mujer? NO, no tengo ninguna mujer. Yo me casé hace años con la Iglesia católica.

—¿Y entonces? —le pregunto.

—De pronto más adelante le cuento —me dice.

Llegamos a RCN Radio, en el barrio Teusaquillo.

* * *

(Lucas Pombo: el millennial al que llaman todos los políticos en la radio)

Jesús Hernán Orjuela nació en Bogotá, el menor de cuatro hermanos de madre santandereana y padre bogotano.

—Le saqué el temperamento a mi mamá —me dice—. Soy un fosforito, no me puedo quedar callado. Y gracias a esa sangre santandereana tengo siempre el machete a la vista.

Creció en el barrio Santa Bárbara, cerca de Usaquén, en el norte de Bogotá. Cuando tenía siete años, su mamá, que tocaba guitarra, se cansó de que sus hijos varones —Francisco, el mayor, y Jesús Hernán, el menor— le cogieran su instrumento y muchas veces se lo dañaran. Los matriculó entonces en la academia de música de Raúl Castaño, en la calle 104, cerca de la carrera novena. Allí hizo solfeo y aprendió guitarra y piano.

Estudió en el Colegio Mayor José Celestino Mutis, pero terminó su bachillerato en el Seminario Menor de Bogotá. Su carrera sacerdotal estaba casi cantada desde siempre: en todas las generaciones de su familia siempre ha habido sacerdotes. Su tío Misael Orjuela fue claretiano. Otro tío, Desiderio Orjuela, fue educador y estudió con el actual superior del padre Jesús Hernán, el obispo de Soacha Enrique Sarmiento Angulo. Los apellidos no son una coincidencia: monseñor es hermano de Luis Carlos, el banquero.

Del Seminario Menor pasó al Mayor para prepararse como sacerdote.

—No me hicieron exámenes de ingreso al Seminario Mayor, por esa cercanía de mi familia con la Iglesia. Creo que si me los hubieran hecho de pronto ni los hubiera pasado —me dijo con una sonrisa en una de nuestras conversaciones.

Se ordenó en 1993 con la edad mínima reglamentaria para hacerlo, 24 años. Le asignaron una parroquia en Patio Bonito, a los pocos años lo trasladaron a Lourdes —la gran iglesia en Chapinero— y después a Bosa. Luego de los problemas con urbanizadores y pandillas lo nombraron párroco en Madre y Reina del Carmelo.

—Estudié también Teología en la Javeriana. Pero nunca quise salir a estudiar afuera. No soporto la arrogancia, me cuesta mucho. Y para los miembros de la Iglesia, Roma es la cuna. Piensan que el que va a Roma es el grande y el que va a ser famoso, y no quise prestarme a eso. Voy a Europa de paseo y paso delicioso, pero me gusta es vivir aquí.

Según los registros de la universidad, en 1999 el sacerdote Jesús Hernán Orjuela se graduó de Licenciatura en Teología en la Javeriana. Hizo la carrera a distancia, y el promedio ponderado de su carrera fue de 4,3.

* * *

El padre Chucho estudió solfeo, guitarra y piano en la academia de música de Raúl Castaño en la calle 104 en Bogotá. Ha grabado discos y durante sus misas canta para transmitir sus mensajes. 

El padre entra corriendo con pasos cortos a RCN Radio. Lo acompaña hasta la puerta su asistente Andrés. Con el padre entra uno de los cuatro escoltas que han estado todo el tiempo detrás de nosotros en una camioneta Luv de doble cabina.

—A esas personas no les pago yo, que quede claro —fue lo segundo que me dijo el padre Chucho cuando nos conocimos unas semanas atrás. Lo primero fue el saludo—. Los paga la organización Ardila Lülle. Antes tenía seguridad de la Fiscalía, tengo escoltas desde el 2000, cuando me metí en problemas con unos urbanizadores piratas en Bosa. Estas personas le han hecho mucho mal a mi imagen, pero tengo que vivir con eso.

Los escoltas son discretos: siempre hay uno o dos al pie del padre, y los demás cubren a distancia los costados. Le abren camino por entre las multitudes que se le acercan en las misas y eventos públicos, pero no se hacen notar.

—Nuestro trabajo es estar pendientes de las manos de la gente —me dice el conductor mientras esperamos cerca del estudio de Radio Uno—. Al padre muchas veces se le quieren tirar encima, le intentan arrancar la ropa. La gente por tocarlo lo empuja, o a veces hasta quieren aporrearlo o tirarle algo.

—¿Cuando sale a montar, ustedes van en el carro o montan con él? —le pregunto.

—Nuuuuu, al padre no le sigue el paso nadie. Tiene tremendo físico. Sube hasta el alto de Patios (unos siete kilómetros en pendiente pronunciada), y nosotros lo acompañamos desde el carro.

—¿Todos los días?

—Casi todos. Él monta cada que puede. Cuando estaba en el canal le quedaba más difícil, pero así y todo sacaba el rato para ir al gimnasio, o trotaba. Al padre no le puede faltar el ejercicio diario.

—Siempre fui deportista —me dice el padre otra vez en la camioneta—. Desde chiquito.

Tiene dos celulares BlackBerry de última generación, idénticos, que no han parado de emitir señales de mensajes de texto entrantes o de llamadas cada seis o siete minutos. El padre contesta unas y a otras dice que está en una reunión, que luego responde. En todas toca el tema de su salida de RCN. Se le nota cierto resentimiento: “Es una injusticia”, “Ellos van a pagar, no por mí, por la gente”, “No me aguanté más las presiones”. Siempre termina las conversaciones con un “Que Dios te bendiga”.

Vamos hacia la casa de su hermana, en el barrio Rosales, donde el padre normalmente se cambia su ropa de calle por prendas deportivas, se monta en su bicicleta y sale. Pero cuando llegamos, se da cuenta de que no ha empacado sus zapatillas de deporte.

—Qué se va a hacer, vamos entonces a La Calera, que tengo que hacer la diligencia del carro de la empresa —le dice a su conductor.

Su padre tuvo éxito con una empresa de plásticos desechables, pero ahora es una hermana quien se encarga de todo.

—Hace 16 años mi papá sufrió un derrame, y se retiró del negocio. Le fue bien, fue organizado y hábil. Nos tuvo siempre muy cuidaditos, como muy protegidos. Después del derrame nombró a mi hermana representante comercial y a mí, representante financiero. Pero yo qué voy a tener tiempo de manejar la plata de la empresa, yo solo firmo lo que me digan que debo firmar —dice mientras suelta una carcajada.

Me cuenta que en el Seminario tuvo problemas por su condición económica.

—En el Seminario estudian muchachos de sectores muy deprimidos de Bogotá, hay mucha pobreza y eso para mí fue un reto duro. Yo tenía poco contacto con esa parte de la ciudad y allá en el Seminario noté algo de resentimiento. Cuando decía que había crecido en Santa Bárbara decían que yo era del norte. Pero a mí nunca me importó eso. Nunca he sido apegado a lo material. Cuando los compañeros me pedían prestada una chaqueta o una camisa yo siempre se las presté.

Y ese resentimiento no se quedó en el Seminario: al padre le critican todavía su ropa de marca, sus relojes Rolex y Cartier que a veces dejaba ver en sus espacios de televisión, sus zapatos europeos. Los invitados a dos focus groups que organizó el canal RCN cuando estaba comenzando Cura para el alma señalaron como inconveniente del presentador sus sacos Lacoste, sus vistosas chaquetas Hugo Boss o Versace, sus mancornas y relojes.

—Mi historia no es de pobreza y dolor —me dice unas semanas después, mientras conversamos en su casa, al lado del templo—. Yo no nací en la ribera del río Magdalena ni nací en Bazurto ni en el Tolima, de donde algunos dicen que soy. Mi historia es de unos papás que trabajaron duro y nos dieron lo mejor.

—Alguna gente habla de colección de relojes de marca, de docenas de camisas Lacoste y Polo, de zapatos europeos —le digo al padre, esperando su reacción.

—No creo en el estereotipo del cura miserable —se apresura a contestar, como si estuviera listo para este tema espinoso—. Me gusta la buena ropa, no lo voy a negar. Me gusta mucho comer en San Isidro, pero también me gusta la gallina que preparan en la plaza de Ubaté.

De pronto, me sorprende:

—Si quieres te muestro, no tengo problema con eso. A mí me regalan muchas cosas, saben que a mí, por ejemplo, me gustan las colonias, las camisas. Y yo también compro —me dice mientras se para y me pide con una seña que lo acompañe a su habitación.

Como la iglesia, como su carro, como su ropa, la habitación del padre es prolija, muy limpia y ordenada. No hay un papel mal puesto, un cuadro torcido, una mota de polvo. En su cama doble hay una manta bordada, blanquísima. Una mesita sostiene una colección de imágenes religiosas perfectamente organizada. El padre es perfeccionista y muy detallista. En las reuniones de los domingos con el grupo de muchachos de catequesis pregunta si ya pintaron el salón, si hicieron el aseo después de tal o cual reunión. A sus músicos les averigua si ya repararon el instrumento que estaba averiado, organiza con detalle los horarios de los ensayos.

—Soy un fanático del orden —me dice.

Abre un cajón del clóset, y veo al menos dos docenas de cajas de mancornas Hugo Boss, así como unas pocas de otras marcas. En otro clóset veo filadas una docena de chaquetas, muchas de Boss, pero también de Versace y de modistos europeos cuyos nombres bordados en hilos dorados no reconozco. El armario de otra habitación está lleno de casullas.

—A mí me gusta tener mis propios ornamentos —me dice el padre emocionado mientras va pasando por la fila de tejidos gruesos, algunos simples y otros con bordados soberbios—. Este lo compré en Holanda. Este me lo regaló mi hermano. Este lo compré en Estados Unidos…

En el baño me muestra al menos una docena de colonias. Toma una, se pone un poco en el cuello y me la pasa mientras me dice que es la que más le gusta. Es Abercrombie & Fitch.

—¿Porque soy cura me tengo que vestir de sandalias o aparentar lo que no soy? No creo.

Lo cierto es que el padre Chucho despierta antipatía en muchos de sus compañeros sacerdotes. Reconocen su obra social, su éxito y su carisma, pero critican los escoltas, la ropa de marca, su imagen mediática.

—Chucho se matriculó con un canal —me dice en su despacho el padre Mauricio Duque—. Lo maquillaron, lo peinaron, lo broncearon, le hicieron un set especial, le hicieron ortodoncia. Construyeron una imagen Chucho para televisión. Le pusieron una ropa ridícula, todos esos clergy men traídos de Nueva York y de Europa, con mancornas… eso es feo.

Orjuela declinó una oferta para trabajar en Miami porque dice que su parroquia, la Madre y Reina del Carmelo, lo necesita acá, en el barrio Nueva Marsella de Bogotá. Para sus seguidores es una figura nacional. 

Otro sacerdote que visité me dijo:

—Las misas del padre Chucho son espectáculos, shows. Y en sus programas no es sacerdote, es más psicólogo. No es toda culpa de él, él se dejó comprar por un grupo económico poderoso. Creo que a los sacerdotes nos falta pastoreo. Nuestros superiores son muy laxos. Mientras haya fieles, mientras fluya el dinero, las autoridades no se preocupan mucho de las prácticas de nosotros, las ovejas.

* * *

(Roy Barreras sin Barreras: una entrevista a calzón quitado)

El padre está firmando actas de bautizo y de matrimonio en la pequeña oficina que tiene entre su templo y su casa. Todos los días, después de la misa de las ocho y media, está allí un buen rato, firmando actas y papeles varios de la administración de la parroquia.

Está contento esta mañana. El fin de semana anterior salió una entrevista extensa que le hizo Margarita Vidal para El País de Cali. El título, una frase que ya le he escuchado: ‘No creo en el mito del cura miserable’.

—Este es el lugar donde debo estar ahora, y estoy feliz. Es el momento para estar con la comunidad, para dedicarme a mi parroquia otra vez. Los que están diciendo por allá que tengo una mujer, que estoy escondido, es porque no han venido, porque no saben nada. Yo estoy aquí, con mi comunidad.

—¿Y no quiere volver a la televisión? Ha dicho en otros medios que lo han llamado.

—Sí, los de Telemundo me propusieron que me fuera para Miami. Pero en este momento no puedo dejar mi parroquia. Tengo una propuesta para radio que me gusta mucho, y unos empresarios están interesados en patrocinar la misa en un canal nacional.

—Supongo que podemos descartar de una vez RCN —le pregunto medio en broma.

—Lo pensaría mucho antes de meterme en un canal de televisión nacional —dice, y alarga la pausa antes de seguir—. No quisiera que otra vez me dijeran lo que puedo o no puedo decir. Y yo no me quedo callado.

—¿Qué no podía decir en RCN, padre?

—No debía hablar de ciertos temas ni de ciertas personas. Mejor lo dejamos ahí. Y a veces, cuando quería dar una misa en algún lugar que no le interesara al canal, no me dejaban ir. Entonces me tocaba llamar a mi amiga, la hija del dueño del canal, y ella lo autorizaba. Teníamos una bonita amistad y me apoyaba mucho. Y eso no les gustaba a algunos trabajadores de esa empresa.

Veo en los ojos el empuje del padre, veo que está pensando duro, en hablar recio, como cuando en sus homilías se va contra “los ricos”, contra “los poderosos”, contra “los que mantienen el pueblo en la ignorancia”. Debe ser el arrojo santandereano del que hablan algunos, que le viene a él de su mamá. Hablamos del rating de los domingos: le muestro unos cuadros que he conseguido, donde se ve claramente la ventaja de Caracol temprano en la mañana, con su misa, sobre RCN.

—El canal no me sacó a mí, sacó a la Iglesia católica. Y yo estoy donde está la Iglesia.

—Para nadie ha sido un secreto su cercanía con la familia Ardila, padre —le pregunto—. ¿Esa amistad continúa? Y ¿qué tanto tuvo que ver esa cercanía con su retiro?

El padre Chucho comienza varias veces la frase que quiere decir, pero calla, piensa. Me mira sonriendo, al segundo tiene el ceño fruncido.

—Vea, cuando uno es amigo de los dueños de la hacienda, a veces el capataz se molesta. Y aprovecha cualquier oportunidad para tomar él decisiones.

Durante estas semanas el padre Chucho me ha pedido incontables veces que no grabe lo que me va a decir. Y me ha dicho muchas cosas. Le señalo la grabadora prendida, y él se ríe. De verdad, con todos sus dientes.

—No digo más porque no puedo, y no quiero dañar la amistad que me queda con alguien de la familia, una amiga a quien quiero mucho. Pero si en algún momento me obligan a hablar, a decir cosas que sé, lo llamo para darle la exclusiva. Y luego me tendré que ir del país.

Ahora no sé si quien habla es el padre Chucho o Jesús Hernán Orjuela. Pero debemos terminar acá: el padre debe planear su próximo viaje a Roma, a la beatificación de Juan Pablo II. Como en todos nuestros encuentros anteriores, me despide en la puerta de su casa con un “Dios te bendiga”.

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