Llegué a Bogotá a buscar lo que no se me ha perdido. Me vine de la ciudad del contrabando a un lugar mejor, porque me cansé de ver tanta prostituta en la calle y de comer en los restaurantes al lado de traquetos y de nuevos millonarios. Me cansé del sol fuerte del medio día y de verme la cara sudada a cualquier hora.
Llegué a Bogotá a buscar lo que no se me ha perdido. Me vine de la ciudad del contrabando a un lugar mejor, porque me cansé de ver tanta prostituta en la calle y de comer en los restaurantes al lado de traquetos y de nuevos millonarios. Me cansé del sol fuerte del medio día y de verme la cara sudada a cualquier hora.
Me mamé de las groserías en los trancones, de las viejas chismosas. De que todo el mundo se conozca con todos. Me mamé de verle la cara a mi mamá todos los días. Me hastié de la universidad y de mis compañeros, y de los profesores y de los grafitis de las paredes. Me mamé de mi exnovio y sus afanes por querer saber más de mí. No soporté más a mis vecinos ni la taberna de la esquina. No aguanté ver más perros en la calle y al maldito alcalde de las Convivir.
Me vine a esta gran ciudad con el afán de crecer en mi carrera, o de vivir y tener que contar. Porque ya estaba harta de mí. Ya no soportaba un momento más no tener que escribir. Porque me estaba volviendo aburrida, ya no me daban ganas ni de tener sexo. Me vine a esta ciudad para empezar a buscar experiencias, para escribir y no tener que hablar con la gente. Porque es bueno no conocer a nadie.
Me aventuré a salir de Cúcuta. Llegué a un edificio a vivir con estudiantes maricas, abogados, tontas y costeños. Al menos 20 personas compartimos una sola cocina que por cierto siempre huele mal y está al lado de la lavadora y la basura.
Es un lugar lleno de acumuladores. Por las escaleras y pasillos hay camas desarmadas, colchones creo que llenos de pulgas, cuadros viejos y ni hablar de la oficina de la administradora. !Dios¡ si que sabe acumular cosas, tiene una sonrisa bonita y cabello negro, dice que nunca tuvo hijos porque fue suficiente con todos los que viven en el edifico. Termina todas las frases con “¿entendió?” y no he podido descubrir si es amable o se pierde en la hipocresía. Se viste con prendas sobre prendas, usa camisetas y collares de oro golfi y gabanes con hombreras de imitación a piel de tigre, que además le quedan grandes. Siempre que se me va la mirada en sus gabanes, pienso que es la madrastra de cenicienta, pienso que es una mujer que se casó con un hombre rico y se apodero de todas las pertenencias de la antigua esposa. Es rara y cree en cosas en las que yo creo. Tiene un afiche en su oficina con el símbolo que llevo tatuado en la cadera.
Pero ella no es la única cosa rara, hay un niño de unos 20 años que cela a su novio con todos los del edificio, hasta con la administradora, él es feo y ella también y todos. Su novio no.
Y hay una pareja de esposos muy jóvenes, costeños los dos, que salen de la habitación con la nariz llena de polvo y los ojos rojos, y discuten mucho. Me gusta escucharlos discutir, porque creo que algún día voy a explotar y voy a insultarlos a su habitación, pero aun no me da para tanto.
Vivo ahora en un lugar que no es mejor lugar que en el que yo vivía, pero son cosas nuevas, hago cosas diferentes. Me despierto a las 6 de la mañana a bañarme con agua caliente y echar madrazos si se va la luz y me cae agua fría. Tengo mi ropa aún en la maleta aunque han pasado 3 semanas desde que llegué, aprendí a preparar sopas instantáneas y creo que le voy a hacer un homenaje al horno microondas. Monto en buseta, aunque mareo de vez en cuando.