El único Batman que soporto es el interpretado por Adam West: ese gordito inofensivo de trusa gris y calzoncillos azules cuyos puños y patadas sonaban ¡pum!, ¡wham!, ¡zap! Cuando veo a alguno de los otros, sobre todo a los de las películas de Christopher Nolan, me toca cerrar los ojos, encogerme en el asiento del cine y gritar “¡Jueputa!”. Todos me miran siempre con cara de “Estás en Batman, no en una película de terror”. Y tienen razón, pero no lo puedo evitar: cuando veo un murciélago, así sea en forma de humano, me invade una repulsión insoportable y revivo esa fobia que me transporta de inmediato a la infancia.
Tenía diez años y mi familia acababa de pasarse a una casa llena de palos de mango y, por consiguiente, de murciélagos (soy tan ‘de buenas’ que preciso me tocó nacer en una ciudad repleta de ellos). Mi cuarto tenía un cielo falso adonde llegaban decenas de esos animalejos. A las seis de la tarde ya sufría por el hecho de tener que acostarme, pero el calvario real empezaba un par de horas después, cuando chillaban y se arrastraban como ratas. Mi mamá se tenía que quedar conmigo hasta que me durmiera, y después, cuando me despertaba algún chillido, me iba para su cama. Y una cosa es un bebé durmiendo con los papás y otra un preadolescente.
Fue tal mi sufrimiento que al mes mandaron quitar el cielo falso. Una solución que me trajo otro miedo: si de casualidad se metía un murciélago por una grieta, ahora caería encima de mí. Entonces tuvieron que sellar el techo para que yo pudiera dormir de nuevo. Mientras tanto, me quedaba donde mi abuela para no correr riesgos.
Pensé durante un tiempo que el trauma se había ido, pero volvió cuando tenía unos 16 años. Entonces solía pasar las tardes en las casas de mis amigos y volvía a la mía por las noches. Como en el camino corría peligro de toparme con un murciélago que se me pegara al cuerpo –sí, soy un poco paranoico–, me ponía un saco con capucha. ¡Con el calor que hace en Cali! Y me iba así, sudando a chorros por el clima y los nervios. Lo peor es que, sin darme cuenta, encogía los hombros, doblaba el tronco, movía las manos y me iba agachado para que ni me rozaran. Me daba cuenta porque de pronto tenía a alguien al frente riéndose de mí o mirándome raro. Yo digo que eran muchos murciélagos y que me pasaban cerquitica, pero mi mujer dice que soy un exagerado, que por lo general no son tantos ni vuelan al lado mío ni son tan grandes como creo.
Hace poco bajé una aplicación en el iPhone para ahuyentarlos. Supuestamente funcionaba con ondas que los humanos no percibimos pero esos bichos inmundos sí. Y otra vez cogí pinta de loco: andaba por la calle con el teléfono en alto, como si tuviera un sable. Aunque sentía algo de seguridad, también me daba miedo que los alborotara. No sirvió para alejarlos, pero tampoco los atrajo.
Hoy en día, con 37 años, reconozco a leguas el olor a popó de murciélago, llamado guano. Si lo percibo, sé que hay peligro cerca y corro lo más rápido posible. También trato de evitar las calles donde hay de esos bichos y las casas con palos de mango. En cuanto a Batman, veré su próxima película —¡de terror!— a manera de terapia. Eso sí, en mi casa para poder gritar y acurrucarme en mi cama como cuando era niño y sentía los chillidos diabólicos de los murciélagos en el techo.