Casi que ni necesitamos presentarla porque sabemos que usted la recuerda bien. No en vano Patricia —actriz de cine y teatro, bailarina y artista— ha hecho una inolvidable carrera en la televisión, gracias a sus papeles en telenovelas tan recordadas como Las aguas mansas, La saga, negocio de familia o Sin tetas no hay paraíso. Eso sí, de una cosa estamos seguros: nunca la había visto como se la mostramos en estas páginas.
Toda actriz encarna el deseo de aquellos que contemplándola quieren descifrar su misterio. Pero este resulta casi siempre elusivo e inaprehensible. Es una presencia tangible, pero a la vez un aura de distancia y lejanía la torna remota. Si además la perseguimos en el ballet y el cine, la danza y la fotografía, tantos perfiles se superponen y nos remiten a una niña que vivió desde la cuna la pasión de su padre, Lizardo Díaz, y su madre, Raquel Ércole, por el folklore, el ingenio y la gracia, con una guitarra, con giras por Colombia y el mundo, con actuaciones pioneras, ya sea en la televisión o en el cine colombiano.
Esa veta hará de Patricia Ércole una trashumante que en Madrid o París busca que la improvisación o la dicción fortifiquen y dilaten su arte. Pero la base de todo ello es su cuerpo. Ese cuerpo que se exhibe y se entrega, a veces recubierto de barro o de velos, pero que también mantiene la fragilidad interna del pudor, el rechazo de quien aún conserva una zona secreta. Un territorio vedado a todos aquellos que no miren con amor. Esa silueta dorada, esa entrega que es vuelo y que es armonía. Hacer expresiva la torsión de un muslo, lo infantil de unos hombros que se curvan para subrayar aún más su complejo juego de líneas y ondulaciones que integran la figura que si bien fortalecen los gimnasios, solo la música eleva y torna trascendente el esplendor de la carne. La carne que canta su júbilo en el escenario, con luces y sombras, y la carne que solo subsiste en el sueño y la imaginación ilimitada con que las palabras la celebran, exaltan y prolongan. El cuerpo que es la irrupción de lo terrestre en el ámbito de lo soñado.
Si la actriz mueve las manos, al moldear el aire, el poeta araña en vano tras una palabra.
Si la actriz queda desnuda de todas cuantas fue, el poeta se debate entre las perplejidades de su rondar en vano.
Luego asiste, como otro desconocido más, al nacimiento de un poema que ya no le pertenece.
El sudor en cambio torna más espectral y lívido el rostro de la artista.
Los dos tratan de que el vacío de los domingos por la tarde tenga algún sentido.
Ella memoriza diálogos que el poeta escribió para conquistar a quien acepta indiferente esas exaltaciones.
Él tararea rimas obsesivas en pos de musas que inventó su apetito tan recurrente como estéril.
La actriz debe romper su miedo y rehacer el mundo para que subsista un gesto único.
Pudor y pasión se oponen y contraponen en su controlado ímpetu.
El poeta debe sostener lo que se fuga inexorable cada día, y convertir la resta en suma.
Se lamenta de ser sólo el mismo: trivial, rutinario, previsible.
La actriz ya no sabe cuál escoger de entre todas las máscaras que se ha puesto para ocultar en sí misma su vacío.
En todo caso sin su voz las palabras del poeta no existirían. Por ello estas líneas deben leerse como una actriz que agoniza y luego se ducha perpleja, como el poeta, al saber que todavía el mundo existe.