Si yo le preguntara, amable lector, cómo se siente tener un orgasmo, ¿sería usted capaz de explicarlo?
Es más, se la pongo más difícil: ¿lograría hacérselo entender a una persona que jamás en su vida lo ha experimentado? Bien, pues así me siento cuando me preguntan cómo se siente volar, y para que me entienda, lo invito a que se lance en un paracaídas.
Sin embargo, voy a intentar hacer el ejercicio. Desde hace diez años vivo de saltar en paracaídas y de practicar otras disciplinas similares como el vuelo en traje con alas y el salto base, que consiste en lanzarse desde precipicios, edificios o puentes a menos de 300 metros de altura. El año pasado rompí cuatro récords Guinness saltando desde 37.000 pies de altura en La Guajira y he hecho saltos en las líneas de Nazca, en el Corcobado y en Monserrate, entre otros.
Creo que la sensación de volar es algo así como tener un orgasmo de varios minutos. Si uno se lanza desde 12.000 pies de altura, unos 3600 metros, va a tener una caída libre de un minuto. Con traje con alas podría durar hasta cuatro minutos. Durante ese tiempo, el cuerpo por instinto activa al máximo cada uno de los sentidos.
El cuerpo, mientras tanto, es acariciado por el viento como cuando uno va en el carro a más de 80 kilómetros por hora y saca la mano por la ventana. Cambiar de posición es difícil y requiere equilibro, porque moverse contra la presión constante del aire es como luchar contra toneladas de peso, pero la clave para moverse no es la fuerza sino la fineza.
La cara se siente como cuando uno está en una montaña rusa, durante la caída más alta. Pero la sensación cambia cuando uno abre los brazos, y las membranas de tela del traje con alas se empiezan a llenar de aire por medio de unas entradas que tiene a la altura de las axilas y que ayudan a mantener los brazos extendidos. Así, ya uno no va en caída libre sino que comienza a planear y a avanzar también horizontalmente. Como diría Buzz Lightyear en Toy Story: “No estoy volando, estoy cayendo con estilo”.
La sensación de volar como un pájaro es diferente a la de caer. El vacío en el estómago desaparece. El viento lo sustenta a uno y la gravedad lo jala hacia abajo. El viento vibra en los oídos, pero es un sonido tolerable. Desde arriba se alcanza a ver la curvatura de la Tierra y uno se siente pequeño e insignificante. Dependiendo de las condiciones atmosféricas se logra ver una bruma delgada a lo lejos y, tristemente en algunos lugares, la capa gris oscura del esmog. Sin embargo, es difícil tener la sensación de que se está cayendo. De hecho, a veces la sensación es de quietud. Si hay nubes o si se lanzaron otros paracaidistas, uno logra tener alguna referencia para sentir el avance vertical, que se hace casi imperceptible.
La temperatura puede cambiar en algo la sensación de volar. Cuando está haciendo frío, los dedos empiezan a hormiguear y a veces duelen, entonces uno se pone guantes y un suéter térmico por debajo del traje antes de saltar. Pero si el clima está más templado, es delicioso sentir cómo va aumentando la temperatura a medida que uno baja. El olor arriba es igual al del campo, limpio. La nariz se enfría y el aire que va a los pulmones se siente helado. La respiración es rápida.
Si uno se lanza de un avión a 20.000 pies, es decir, seis kilómetros de altura, y tiene el traje de alas, puede caer durante cuatro o cinco minutos. Pero la sensación de tiempo desaparece, solo existe el instante. Supongo que las personas que meditan pueden llegar a sentir algo similar cuando alcanzan un estado zen donde se compenetran más y logran que su mente y su espíritu sean uno.
Cuando uno salta por encima de 5000 metros, que es la altura a la que viaja una avioneta pequeña, hay poco oxígeno, entonces se debe usar una máscara para evitar la hipoxia. Sin embargo, cuando el salto es desde una altura mayor, es necesario usar una indumentaria todavía más sofisticada. Por ejemplo, para el salto que hice en La Guajira, que fue a 11.000 metros, la altura a la que vuela un Boing 747, debí llevar un traje especial porque la temperatura es de 40 o 50 grados bajo cero. Esa vez logré estar en caída libre durante 9 minutos y 6 segundos.
Pero nosotros también podemos hacer saltos a muchísima menor altitud. La adrenalina es mucho mayor a menos de 300 metros, porque uno alcanza a ver el piso y porque hay menos tiempo de reaccionar ante una eventualidad. Por eso, antes de saltar estudiamos las variables que puede tener el salto. Yo sé con certeza dónde voy a aterrizar, en qué dirección y a qué velocidad va el viento y muchas veces hasta sé a qué altura están los árboles. Entonces, prever con tal precisión lo que va a ocurrir puede disminuir la ansiedad.
De hecho, sé que tengo más probabilidades de morir accidentado en un carro que practicando paracaidismo. Por eso, el orgasmo que es volar no es producto del miedo; es, por el contrario, por lo que el cuerpo ve, siente, prueba, oye y huele durante la caída.