La Patagonia, crónica de Leila Guerriero

Crónica SoHo

La Patagonia

Por: Leila Guerriero Fotografías Diego Sampere © 2007

La Patagonia es a veces un lugar común, pero nunca lo es más que en sus extremos: la costa y la montaña.


La Patagonia argentina es un territorio que abarca las provincias de Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz, Tierra del Fuego, la Antártida y las islas del Atlántico Sur. Poniéndonos modestos -y sin contar la Antártida y las islas- su superficie es de 787.800 kilómetros cuadrados y equivale a veinte veces Suiza. Pero si Suiza tiene un total de 7.260.000 habitantes, la Patagonia tiene, apenas, 1.738.000: menos que la ciudad de Buenos Aires.

Chubut, una de sus provincias más australes, no suele ser destino de turistas excepto por su Península de Valdés -un trozo de tierra proclamado Patrimonio Natural de la Humanidad en 1999- que de septiembre a enero se llena de gringos, españoles, italianos y ballenas, que pasan por allí en su migración anual. Miles llegan entonces con la esperanza de ver al bicho, lo ven y después se van, con la postal for export en el bolsillo: la Patagonia como territorio prolijo con guardafaunas, pingüinos bien peinados, las ballenas.

Pero pocos se internan en la meseta central: esa pampa yerma, baldía, interminable, esa tierra desierta, feroz, envenenada. La pampa cruda donde pocas cosas viven: arbustos, sus ramas secas.


Hasta 1865, y salvo algunos intentos esporádicos, los indios tehuelches fueron los únicos habitantes de lo que todavía no se llamaba Chubut. Ese año, atraídos por una oferta de tierras por parte del Estado argentino, un grupo de galeses que escapaba de la opresión inglesa llegó en barco a estas pampas donde encontraron lo que había: nada. Ni pueblos ni casas ni agua dulce. Tenaces, se abrieron camino hasta encontrar un río, fundaron granjas, levantaron pueblos, plantaron semillas de ciudades futuras: Rawson, Trelew, Gaiman, Dolavon. Después, entrado el siglo XIX, llegaron hasta los Andes y fundaron una aldea llamada Trevelin. Ahora, siguiendo el recorrido galés, hay una ruta, la única pavimentada que une la costa de Chubut con la cordillera de los Andes. Se llama Ruta Nacional 25 y, como una metáfora de todas las cosas, cuanto más se interna en la meseta más se vacía: de autos, de gente, de caseríos que no terminan de ser un pueblo.



El cartel dice que Gaiman es la Capital de la Cultura y del Canto Coral, y para ser capital de cualquier cosa es más bien chica: una avenida, un par de restaurantes, casas de té: aquí ya no hay galeses pero sí sus hijos, que transformaron la tradición en buen negocio y cobran caro por una taza con pastelería típica. La señora Di, princesa de Gales, visitó una de las casas de té de Gaiman cuando vino a la Argentina, en 1995. La casa se llama Ty Te Caerdydd, la adornan una fuente, una enorme tetera de dos metros. Adentro, un salón con las mesas dispuestas, un retrato de la Lady con flores, una vitrina con tazas de porcelana y una camarera disfrazada en galés que mira con desprecio las botas del que llega: las botas sucias del que llega.

La Patagonia es a veces un lugar común, pero nunca lo es más que en sus extremos: la costa y la montaña. Allí insiste en ser un parque temático de sí misma; allí se vende predigerida bajo la forma de torta, mermelada y cordero patagónico. Allí, la tierra indomable parece al fin domada.
Nada más falso.
Nada más mentira.


El parque se llama El Desafío, está sobre la única avenida de Gaiman, promete 55 dinosaurios de tamaño natural pero lo que hay es esto: 30.000 latas de bebidas, 25.000 carreteles de hilo, 5000 botellas de plástico, 5000 metros de cables de teléfono, 12.000 tapas de botellas de aceite, 50.000 botellas de vino y cerveza. Y todas esas cosas tapizan árboles, forman guirnaldas y laberintos, sirven de sostén a carteles donde pueden leerse aforismos varios y se mezclan con televisores, heladeras, lavarropas, latas, autos viejos, y figuras de dinosaurios de latón que no se sabe sin son 55 pero sí que no son de tamaño natural. Joaquín Alonso -87 años, nueve hijos, diez nietos, catorce bisnietos- dice que esto, así, es la obra de un hombre solo: de él.

-Yo había estado en Disneylandia y quería hacer una cosa parecida. Un día vi este terreno que era un basural. Lo compré y en vez de sacar la basura la transformé en un parque.

Con la basura hecha parque, Alonso entró en el libro Giness de los Records: la suya es la mayor obra construida por un hombre solo con material reciclado. Ahora, en las tardes de viento, las guirnaldas, las latas, las botellas se estremecen con ese bramido de catástrofe que todo se lo traga. Y entonces el parque muestra cierta vocación enloquecida, oscura.

Y parece verdad que hay cosas que sólo pueden existir aquí: en Patagonia. Ignoradas –discretas-, tan ocultas.


A un lado y otro de la ruta las ovejas esquiladas son larvas flojas, enfermas. La tierra es pálida, cubierta por una costra gris de arbustos espinosos. El cielo se aferra al horizonte, un globo tenso, azul. En días así la Patagonia desconcierta: parece mansa. En el auto, la radio anuncia el pronóstico meteorológico para mañana: “Van a tener la presión un poco más bajita que la que tienen hoy, y la temperatura más o menos igual. Va a haber una cuantas nubecitas que quedarán dando vueltas por ahí hasta después de mediodía”. Semanas atrás, en pleno agosto, este camino era recorrido por vehículos especiales que intentaban despejar metros de nieve, y los noticieros se llenaban de imágenes de campos helados donde la temperatura había llegado a 34 grados bajo cero: el Servicio Meteorológico Nacional aseguraba que había sido la tercera temperatura mínima de la historia de la Argentina continental.

Pero ahora no hay nubes, y yo imagino que la precisión meteorológica la reservan para mejores ocasiones: grandes catástrofes, esas cosas.


El cartel está escrito a mano y anuncia CADES: no dice nada más. El camino a seguir es piedra pura, cuatro o cinco kilómetros que se retuercen campo adentro. Después una tranquera (ese portón de madera que determina el límite entre espacio privado y público en el campo argentino: una convención) sobre la que un anuncio advierte:
 
“Mantener tranquera cerrada continuamente”. El sendero se transforma en granja rara: corral sin animales, calma de cuartel. Dos hombres conversan sentados sobre un tronco. Recién cuando estaciono, cuando me bajo, cuando camino, cuando digo buenos días, uno se acerca, las manos en los bolsillos.

-¿Qué quiere?
-Nada. Ver.
-Se va a retirar.
-¿Por qué?
-Esto es un centro de rehabilitación de adictos a las drogas, y se va a tener que retirar, retiresé. Esto es privado. Retiresé.

El tipo casi empuja. Detrás de él, lejos, hay un conjunto de árboles enormes. Oculta entre los árboles, la casa. No se ve, no se oye: nada. No se me ocurre perversión peor: encerrados, enterrados, ni sospechados, hundidos en ese quiste patagónico, rodeados por hectáreas de piedra seca.
Rehabilitados, dicen.



-Decían ellos que eran de esa raza, si. De tehuelche.

Inés Calfupán es una de las tres vecinas de este paraje llamado Las Chapas, el primer sitio con seres vivos al que se llega después de Gaiman -114 kilómetros atrás- y de todos modos no son tantos: gallinas y tres personas: Inés Calfupán, su hijo de 21 años y el señor Sosa, dueño de la gasolinera, al otro lado de la ruta.

-Tehuelches decían que eran mis abuelos. Pero yo no sé. A los 13 me fui de la casa para trabajar de sirvienta y después ya conocí a mi marido y nos vinimos acá y a ellos no los vi más.

Acá es el bar El Toro Mañero: seis o siete peones de los campos vecinos juegan a los dados y a los gritos, una mesa, un refrigerador antiguo, una estantería con alcoholes malos.

-Pero mi marido hace un año que se murió. Fue perdiendo la vista y un día lo fui a despertar y estaba muerto.

Los hombres se ríen, tiran sus dados, se miran de reojo. Las paredes están ennegrecidas por el humo del candil: aunque vive a doce kilómetros del Dique Ameghino, que provee de energía a la zona, Inés no tiene luz eléctrica.

-Dice el gobierno que es muy caro traer la luz hasta acá para dos personas nomás.
Pocas cosas llegan hasta aquí: ni luz ni diarios, ni noticias. El único teléfono que hay es el de la gasolinera, y casi nunca funciona. Entonces, uno de los tipos, muy cerca, me pregunta:

-¿Me da diez pesos?

Todos se callan. El tipo insiste:

-¿Me da diez pesos?

Inés le ordena que no moleste y después, en voz más baja: que no me preocupe, que en todos los años de vida de su finado esposo ella no tuvo un solo problema. Que este bar siempre fue para todo el mundo: para hombres como esos y para familias como yo, y que eso no va a cambiar.

La cobardía debe ser esto: las ganas de correr. El recuerdo de películas en las que mujeres entran a bares como este, no vuelven a salir.


La ruta se clava, recta, en el horizonte. Las curvas no son necesarias en un territorio que se extiende así –chato, liso, achaparrado- hasta el confín. Pero de pronto un cartel avisa Curva Peligrosa, y la curva es, en efecto, peligrosa. Alrededor no hay montañas ni ríos que evitar, de modo que curva para qué -y peligrosa cómo- si en invierno, y con hielo, este asfalto podría, incluso, matar a alguien: algún desprevenido. Y entonces se me ocurre que -en este paisaje que no parece dispuesto a contar ninguna historia- la curva está por eso: para eso.


En Las Plumas hay pocas cosas: cuarenta casas que se confunden con el color asfixiante de la tierra opaca. El restaurante –el único- huele a limpio y está vacío. Marta, la dueña, es voluminosa, tiene tres hijos y vino con su marido hace diecinueve años, buscando tranquilidad: acá encontró.

-Pero al principio me deprimí y me enfermé. Acá no hay un cine, un gimnasio, un bingo. Y el paisaje es todo chato y gris. Vino el médico varias veces a verme hasta que me dijo “Señora, usted era conciente que venía acá, asi que se tiene que acostumbrar”.
-¿Y usted qué hizo?
-Me acostumbré.

Me pregunto cuánta intranquilidad tienen estas almas para venir a combatirla acá: a estos confines, con estos aburrimientos. Me pregunto qué nombre tiene -en realidad- eso que buscan.


Lo primero que se ve es el cadáver rojo, sangrante, colgado de la cuerda. Al cadáver rojo, sangrante, colgado de la cuerda, una gallina le está comiendo un ojo.

-Me lo mató un perro al cordero este, lo estoy secando.

Irineo Aguilar se ríe y dice que al perro no le hizo nada, que lo dejó siesteando al perro, pobre. El campo queda en las afueras de Las Plumas, y él vive hace cuarenta años en esta casa que es una pieza con cama, mesa, silla y un equipo de música que compró ayer, que atrona zambas, y al que no sabe cómo bajar el volumen. Entonces grita.

-¡Pase! ¡Tome asiento!

Sobre la cama, una foto donde se lo ve sonriente, abrazado a un puma abierto en canal cuya piel, ahora, usa de manta o de alfombrita.

-Es linda, pesada es. Han llegado los pumas por acá. Antes no había, pero ahora sí hay y le matan muchas ovejas. Acá es desolado, lindo. Se encuentra mucha cosa ahí en el campo. Mire esta punta de flecha de los indios: la encontré acá. Muchas cosas hay acá muy valiosas. Es muy rico la Argentina acá en Las Plumas, muchos han venido acá a este campo a estudiar la piedra pintada.

La piedra pintada: a quinientos metros, y al pie de una loma, los petroglifos están por todas partes. Figuras –espirales, soles, laberintos- grabadas en piedra por señores y señoras que vivieron, se supone, 10.000 años antes de Cristo. Irineo se trepa, las pisa, invita venga, trepe, suba, mire, por todas partes hay, por todas partes. Alguien, sobre una de las piedras, pintó su nombre en aerosol muy blanco: Su.


Esta tierra que se empeña en ser confín, medio de nada. A un lado y a otro del camino, ovejas: vivas, pero también muertas, pedazos que fueron lana y que son carne con olor a todo. Pregunto por qué se mueren. Me dicen que la comida, que el pasto, que este año muchos esquilaron muy temprano y que hubo lluvia y después el frío y que cientos -miles- murieron congeladas. Imagino ese goteo tenebroso en esta pampa tiesa. La caravana de balidos avanzando hacia la muerte.
Ovejas.
Y aquí hubo el mar. Aquí hubo, alguna vez, el mar.


Después, de pronto, eso que llaman el paisaje.
Paredones de roca que avanzan como proas de barco, remansos de río, caballos pastando por ahí y a un lado y otro de la ruta, el pueblo: Los Altares. Una iglesia católica, dos evangélicas, un par de almacenes, un solo teléfono, bares, una gasolinera, una hostería y un cuadrado de tierra rodeado de álamos con el busto de San Martín al que le han roto la cara a piedrazos: la plaza. El hombre dice:

-Si, Mercedes Carrimán soy yo.

Las furias del clima producen estas androginias, usos y costumbres que hacen que una mujer de setenta se vista como un hip hopero de ciudad: pantalones enormes, la chaqueta, las mechas engrasadas, una gorra que dice Isla de Bali. Mercedes nació por ahí, ni sabe dónde, y vivió acá con su marido hasta que lo mató un caballo: lo tiró.

-Eso dijeron, porque yo no estaba.
-¿No lo pudo ver?
-Lo vi muerto, pero no lo vi morirse. Entonces yo no sé.

Mercedes tiene una hija pero vive sola, y dice que no se va más de Los Altares.

-Dónde viá dir, si no entiendo de nada. Ni leer sé. Ahora estoy yendo a la escuela, pero no sé unir las letras.

Le pregunto si sabe lo que dice la gorra que usa y contesta que no, que se la regaló su hermana.

-Dice “Isla de Bali”.

Que no sabe qué es eso, responde.
Que no sabe qué cosa es una isla.


Cerro Cóndor es un paraje. Sesenta kilómetros tierra adentro, rodeado por montañas bajas, tiene apenas una escuela y un destacamento de la policía. El camino no podría ser más bello ni peor: las piedras están enormes, sueltas, y hay un lago cristal espejo de la montaña, ovejas en la ladera, el arco iris. Pero veinte kilómetros antes de llegar hay un derrumbe, el sendero estriado por un arroyo de agua roja, y alrededor la nada: nadie. Retrocedo, renuncio, aplico eso que no sé cómo se usa: resignación. Vuelvo al asfalto, ruta y pavimento: allí donde esta tierra ordena que debo estar.


Es de noche, y no hay en el mundo noches como estas: la oscuridad una materia azul que se respira, se adhiere a la cara como un cartílago de piedra. En Paso de Indios no hay luz en las calles, y los pocos autos navegan con las luces bajas, entre nubes de polvo, encandilados. La gomería de Juan Carlos Castel, en medio de esa noche plena, estalla como un barco, como la cabina de un barco, como la luz de la cabina de un barco en un mar oscuro.

-Yo soy del norte, de Ledesma, de Jujuy. Y lo único que quiero es volver allá.
Castel tiene 47 y tenía 13 cuando metió tres cosas en un bolso y se fue a la ruta, a ver quién lo llevaba. Siguieron años de felicidad y pueblos y camiones, hasta que un día, en casa de un amigo, tuvo la idea:

-“Nos vamos a la Patagonia, a Puerto Madryn”, le dije. Ya en aquellos años se decía que acá había plata. Tuvimos que tomar dos ómnibus, viajamos como una semana. Cuando llegamos a Puerto Madryn y vimos lo que era…ni semáforos había. Le dije a mi amigo “Vamonós que esto es la muerte”. Fuimos a la terminal y le pedimos a la chica que atendía: “Señorita, dos pasajes a Buenos Aires”. Era miércoles. Nos dijo “Van a tener que esperar hasta el sábado”. Pasaba un ómnibus por semana. Dijimos bueno, a esperar. Y acá estoy. Esperando.

Esperando, trabajó en el puerto, en el campo, y doce años en un barco que navegaba los mares del sur pescando calamares.

-Pero un barco es una cárcel. Cuando te agarra una tormenta te pasás una semana sin poder comer. No te podés agarrar a una silla ni con los dientes. Me harté, me casé, mi mujer y mi hija viven en Trelew y yo estoy acá.

-¿Y te gusta?
-No. Pero soy el único gomero en docientos kilómetros a la redonda.

Y así, como él, tantos vinieron. No a que les guste: a hacer su plata.



El camino por el que el hombre va a perderse es una cicatriz pálida que corre entre las lomas. El hombre es joven, monta yegua preñada y le espera un viaje de seis horas para soltarla en el campo y dejarla parir en paz.

-Es de un amigo, pero yo le hago el favor.

El favor al amigo: su plan de sábado a la tarde.
Para cuando empiezan mi desesperación y el viento, la silueta del hombre ya es recuerdo.


En una parrilla de ruta –alrededor de un fuego, de los restos de una cena- cuatro hombres conversan. Dos morenos, uno joven, otro rubio con ese rastro de languidez exangüe que deja el cansancio en algunos hombres exquisitos. Hablan del infierno: de caminos que van de la nada a la nada, de averías en páramos perdidos, de pueblos de perros malos, de una tierra torva que ruge mientras ellos avanzan, las manos ateridas, el combustible casi congelado. Desgranan los nombres de pampas de espanto, evocan bajíos de arena como bocas flojas, mentan curvas, rectas y tranqueras, atajos, cortes. Conocen la desmesura: la conocen. Y allí donde otros morirían, ellos saben qué hacer.
Los hombres de las tierras crueles. Los envidio sin piedad, sin disimulo: tener ese coraje, esos saberes.


La tierra con sus nombres: el valle de las Ruinas, el Escorial.
Y más al sur: el Bajo del Diablo, la Pampa Negra.
Y al norte: la Aguada Malaspina, el Cerro Triste. Por todas partes: la tierra que alguna vez fue mar y atrapó a tantos: Charles Darwin, W. H. Hudson, Bruce Chatwin.
Pero yo veo esto: el gris, el polvo, el cielo. El viento que demuestra quién manda acá: no son los hombres.


Pampa de Agnia es una zona alta, donde el viento chilla y empuja como un monstruo. Desde allí pueden verse las primeras cumbres bajas de la cordillera. Más allá, la ruta 25 pierde su nombre y se transforma en provincial 62.

En Pampa de Agnia, oscura y sola, hay una gasolinera. Adentro, en lo que alguna vez fue bar, un televisor inerte, estanterías desnudas. El chico -que se llama Mauro, tiene once años, vive con su madre, su padre, dos hermanos y habla poco- enciende una lámpara, y una excrecencia babosa se derrama por el cuarto: la luz de un ojo que intenta ver, y que no puede.

-¿Le vendo algo? –pregunta.

Señala alrededor eso que tiene: nada.
Afuera, el sol se arroja. Araña la nieve de las cumbres bajas.


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