Soy rencoroso. Recuerdo a los que me humillaron. Olvido con facilidad a los que fueron amables conmigo.
De joven crees ingenuamente que todos deben ser buenos contigo y cuando te encuentras con un cabrón de mala entraña que te insulta, te traiciona o te humilla, te resulta sorprendente.
Tal vez sería prudente suponer que todos somos de mala entraña y lo excepcional es que alguien te sea leal.
Mi familia está llena de cabrones. Es mi familia, pero no por eso me impide ver las cosas con claridad y reconocer a un cachafaz, a un crápula, a un gaznápiro, a un memo mentecato, a un facineroso.
Mi padre fue un cabrón de mala entraña. Al menos lo fue conmigo y no se tomó vacaciones. Me insultó, me humilló, me pegó, vengó en mí todas sus amarguras y frustraciones. No digo que fue un cabrón con todos los demás. Para mi sorpresa, hay gente que lo recuerda como un hombre caballeroso y encantador. Pero conmigo fue un cabrón de cuidado, un cabrón armado y un cabrón lisiado, y ya se sabe que los cojos son todos malos o a punto de ser malos.
Mi tío Bobby es uno de los tipos más avaros y malvados que conozco. Se parece al viejo millonario tacaño de Los Simpson, solo que en su versión amariconada. Disfruta humillando a sus empleados del servicio. Recuerdo cómo lloraba Mario, mi amigo, el jardinero, contándome que había ido desde su casa en los arrabales hasta la casona cochambrosa de Bobby y que el calvo mala leche de Bobby se había negado a pagarle lo que le debía (una cantidad ínfima, desde luego). Es un cabrón cosmopolita y profesional, un cabrón de lengua afilada y venenosa, un chismoso vocacional.
Mi tía Lucy, enana, mala como casi todas las enanas, es una mujercilla intrigante, chismosa, envidiosa, siempre sembrando cizaña y deseándoles desgracias a los demás. Cuando mi hermana mayor enfermó de cáncer, el esposo de Lucy, un panzón con nombre heroico, tuvo el gesto de llamar a mi madre para decirle, tan atinado él, que no se hiciera ilusiones, que mi hermana era ya un caso perdido, que moriría pronto. Lindo gesto el de mi tío. Amorosa su llamada. Mi hermana sigue viva. Y ese par de cizañeros envidiosos también, que yo sepa.
Mi tío Carlos es ginecólogo y se ha pasado media vida metiendo sus manos en vulvas y matrices vaginales (membrana femenina que juraría que Bobby no ha tocado nunca) y es un buen tipo, aunque su verdadera vocación es la del alcohólico consumado y amante de las conspiraciones y golpes militares. Trataba a mi padre con gran cariño y eso lo adecenta en mi recuerdo. Se ha peleado con el avaro de Bobby por unas acciones de la minera y eso lo enaltece. No me saludó en el funeral de mi padre y eso lo menoscaba en mi memoria. Fue ministro de Fujimori y eso le da una dimensión cómica, esperpéntica.
Yo tuve un tío que no era un cabrón. Era encantador, divertido, guapísimo, un playboy mítico, idéntico a Julio Iglesias. Se llamaba John Bayly. La última vez que lo vi estaba en un restaurante de San Isidro con su novia y me llamó a la mesa y me invitó a sangría y pizzas. Era un gran tipo John Bayly: seductor profesional, risueño, alegre, jodedor, amante de la buena vida, siempre riendo, bebiendo y alegrándole la vida a la gente mustia y pusilánime. Era un ganador en toda la línea. Nunca olvidaré la noche que me dejó conducir su auto rojo deportivo último modelo (un Alfa Romeo). Murió joven, de cáncer.
Mi hermano Miguel es un cabrón de mala entraña, un subnormal, un oligofrénico, un macho vacuno castrado. De niño le dieron tantas pastillas y palizas que ahora es un asno que rebuzna. Ha robado todo lo que ha podido hurtar, tiene una larga carrera en el mundo del hampa (una vez me llamó una chica en Miami diciéndome llorosa que Miguel le había robado su colchón). Ahora dice que es empresario. Dice que alquila autos. Dice que se ha reformado. Además le dice a mi madre (y ya se sabe que mi madre se cree todo lo que le dicen) que es creyente en el Opus Dei y luego lo encuentran en discotecas patibularias con señoritas que se ganan la vida posando en calendarios eróticos que cuelgan los mecánicos en sus talleres para hacerse una paja fugaz, aceitosa, mientras están echados debajo del auto averiado.
Álvaro Vargas Losa, con su cara de intelectual sabihondo y estreñido que se ha nombrado presidente moral del mundo y dalái lama del liberalismo global (y corresponsal de La Tercera, cuyo director me dijo una vez en Washington, en tono engolado y sentencioso: “¡Piñera no será nunca presidente de Chile!”), es el cabrón de peor entraña que conozco. Mal bicho, culebra escamosa, intrigante, traidor, creo que no le cae bien a ninguno de los amigos que fuimos sus amigos y lo recordamos como si fuera la sífilis o la gonorrea.
Mario Vargas Llosa es también un cabrón de mala entraña (o lo ha sido conmigo hasta un punto en que colmó mi paciencia), pero se le disculpa porque tuvo un padre que fue un abusador y porque ha hecho una carrera amorosa en el incesto, primero con la tía, después con la prima hermana, lo que me parece que humaniza sus rasgos de cabrón de mala entraña y demuestra que al menos ama a su familia, o a la parte de su familia que puede seducir. Solo por eso (y por algunos de sus libros) le tengo simpatía.
Naturalmente, yo también soy un cabrón de mala entraña y cultivo el rencor como una forma de arte incomprendido y cuando sea presidente me ocuparé de vengarme de todos estos cabrones. Mi padre ya está muerto, pero los demás (a saber: el tío Bobby amariconado y avaro y cruel y mamón de Alan; el tío Carlos macerado en vino; la tía Lucy y su esposo, enanos imperceptibles al ojo humano; el Gandhi de nuestro tiempo, Álvaro Vargas Llosa, predicador de la virtud y la sabiduría y tan leal como una hiena hambrienta; el premio Nobel del Incesto, Mario Vargas Llosa, preclaro pensador liberal y matón aficionado que le zampó un puñete a García Márquez en un teatro mexicano, haciendo un hiato creativo en su flemática tolerancia liberal: si él se había cepillado a su tía y a su prima hermana, ¿no podía comprender que Gabo deseara a la mujer del prójimo) se las verán conmigo cuando sea presidente: a Bobby lo obligaré a tocar una vagina; al tío Carlos le daré de beber solo agua; a la enana y su esposo los encerraré en su mesita de noche; al Gandhi de nuestro tiempo lo nombraré embajador en Puerto Príncipe y a su padre lo someteré a un combate a 12 asaltos con la boxeadora peruana Kina Malpartida, alias ‘la Vengadora de Gabo’.