La historia de mis calamidades
Mi amigo el suizo, que es trovador y borracho, algo voraz, algo lascivo, me ha traído la estampa. Hecha como todas las que se hacen hoy: en miniatura, con la dureza de los tiempos trepando por cada color. Allí el camastro de la celda, luego la luz, luego la sombra de Cristo. Creo ver también algunos pergaminos, y no me extraña: fue siempre Heloísa, fuiste, una mujer de letras, descifrándolas por igual en griego o en latín, en vulgar (que es muy vulgar, pero yo mismo la uso cuando la carne me llama), y hasta en hebreo: la lengua de Dios que le robaron esos herejes de nariz corpulenta. La veo a ella, te veo, tendida allí sobre esa piedra que debió ser su morada durante estos años, con los ojos ya en el cielo, la belleza todavía rondando su cuerpo —diría yo que devorándoselo por fin, con la lengua; tu cuerpo, Heloísa, tu morada—, y las manos casi en la señal de la cruz. Una se asoma en la distancia, débil, y la otra está abierta como un río, pero la sangre no deja que las aguas corran. Dos cortes precisos, como todo corte, que ya irán al mar; las aguas se desbordan hacia el sur y llevan piedras. Las piedras son el cuerpo de la sangre, su piel. Soy aristotélico, ya lo vais sabiendo, hijos de la gran puta. Y allí abajo, al lado del cuchillo mío, lejos de las polainas, lejos de Dios que es esa línea, estoy yo. O bueno: mi especie, mi imagen. Otra miniatura sin nombre, conmigo desnudo y desfachatado, apenas una manta del Hermano Fulberto tapando mis vergüenzas, que también son encantos, no me vengan con tacañerías. De hecho recuerdo bien cuando me la hicieron, esos dos florentinos del diablo: quítate el hábito, Pedro Abelardo, que la santidad va por dentro. Y yo, que soy un filósofo, qué podía decir: ¡que el cielo perdone mis faltas, y a él clamo, con una sola mano porque la otra me hace feliz!