A sus 74 años, Ziona Chana ostenta un récord imbatible: tiene 39 esposas, fundó su propia religión y vive en una casa de cinco pisos con 163 personas, entre hijos y nietos. ¿Cómo es vivir en ese caos? SoHo lo visitó en India y esta es la increíble historia.
La familia más grande del mundo vive en una casa enorme pintada de morado que se encarama, como una fortaleza, en las siempre verdes colinas de Mizoram. Este estado de India se parece muy poco al resto del país: más que indios, sus habitantes parecen chinos y la religión no es el hinduismo, sino que hay diferentes sectas cristianas.
La familia de Ziona Chana es excepcional, incluso para este sitio tan peculiar. Su patriarca es para algunos un dios; para otros, un dictador, y para la mayoría, un misterio. Ziona está casado con 39 mujeres y es el líder de una poderosa secta en Baktawng, un pueblo de 360 casas y 2180 personas. Tiene cara de leopardo triste y un cuerpo alto y fuerte para sus 73 años. Su cara es achatada, con la mandíbula casi fija al cráneo. Es un triunfo poder verlo y prácticamente imposible sacar palabras de su boca.
Muchos piensan que esto se debe a su extrema timidez, otros creen que es producto de su mente de estratega. Tenía 40 esposas hasta febrero pasado, cuando murió una de ellas. Las edades del resto van desde los 74 hasta los 34 años. Con ellas ha procreado 85 hijos e hijas, de entre 55 y 9 años. Ellos, a su vez, han aportado a la estirpe unos 160 nietos. En la fortaleza morada viven 163 personas: Ziona, sus esposas, sus hijos y los hijos de sus hijos. De las hijas solo quedan las solteras, porque las casadas se han ido a las casas de sus maridos, como dicta la tradición.
El número de habitantes de la residencia fluctúa por las hijas que se van y por los nietos que llegan. Además de la familia más grande del mundo, Ziona encabeza también la secta Chhuanthar Kohhran, que quiere decir Iglesia de la Nueva Generación. Sus fieles aseguran que Jesucristo volverá y reinará en la Tierra durante 1000 años, y ellos se preparan para ser sus súbditos. Fue creada por Khuangtuaha, tío de Ziona, quien decidió separarla de los cristianos.
Cuando él murió, quedó al frente su hermano menor, llamado Chana. Y a la muerte de este, el heredero fue su primogénito, el mismísimo Ziona, al que había llamado así en referencia al sionismo, ese movimiento político que promovió la necesidad de un país para el pueblo judío, lo que terminó en lo que hoy conocemos como Israel. Pero esa es otra historia.
La iglesia de la secta familiar está justo al lado de la enorme casa morada. Cuando está ahí, Ziona no habla, ni siquiera en la misa de los domingos. Su llegada es casi un ritual: la gente se detiene para verlo pasar, y le tienen tanta reverencia que muy pocos se atreven a distraerlo, ni siquiera lo saludan. El líder de la secta va directamente a sentarse a una de las bancas de un lado de la iglesia. Allí permanece, casi sin moverse, hasta el final de la ceremonia. Quienes lo conocen comentan
que el silencio es su arma en todo momento; con él controla la situación. “Si no dices nada, no haces ninguna promesa o afirmación, nadie tiene nada que reprocharte”, cuenta un allegado. Algunos en la aldea creen que el patriarca es el mismísimo Dios.
Un hombre del pueblo fue devoto de la secta por muchos años, hasta que uno de los líderes ancianos más respetados le dijo que Ziona era nada menos que la encarnación del creador. Él se armó de valor y le preguntó a la cara al presunto redentor, quien, como casi siempre, solo respondió con silencio y un gesto de dureza. “Soy cristiano y creo en Cristo.
Me gustaba asistir a esa iglesia, pero Ziona no es Dios y no me parece bien que algunos traten de engañar con eso”, explica el que no quiere dar su nombre. Entre los muchos secretos que hay en torno a la familia, uno causa especial expectación: cómo es la logística y organización para que Ziona duerma con sus 39 mujeres. Ni siquiera un mes tiene tantos días. También muchos especulan sobre cómo llegó a tener tantas esposas. Tantas que ni siquiera él sabe, según bromea con las poquísimas palabras —acompañadas de una mueca que simula una risa— que se dignó a dar a la pesada reportera mexicana que firma esta crónica, quien lo esperó durante dos días y una misa entera.
—¿Cómo es que tiene 39 mujeres?
—¡39! Wow. ¿Son tantas?
—¿Se casaría otra vez?
—Si alguien viene y me lo pide, ¿por qué no?
—¿Por qué nunca revela detalles de su vida?
—Porque no hablo mexicano
El profesor Lallungmuana está a cargo del departamento de Sociología de la Universidad Pacchunga, en Aizawl, la capital del estado. El maestro explica que este caso de poligamia es excepcional: “En todos los años que he estudiado familias solo he conocido dos así: la de Ziona y otra, pero esa con menos mujeres”. La poligamia existía en India, pero hace mucho tiempo, unos 70 años, durante la colonia británica, cuando el jefe de una aldea podía tener más de una esposa para demostrar su poder.
“Ziona es un hombre muy especial, no cualquiera podría hacerlo. Si ya tener una pareja a veces es complicado…”, dice uno de sus seguidores, llamado Lal Rinthauga. Él, como la mayoría en el pueblo, no se atreve a decir nada malo: repite que la familia es perfecta, que nunca hay problemas. Sin embargo, varios lugareños se niegan a creer ese cuento. “Toda familia pequeña tiene sus diferencias, no imagino cómo es la más grande del mundo”, comenta la señora de la tienda de la esquina, que no quiere dar su nombre. Según ella, en el pueblo se rumora que Ziona tiene esposa favorita: Mal Swami.
Una amiga de algunas de las esposas de Ziona, Madini, también cree que la familia más grande del mundo no es ningún cuento de hadas. “Las mujeres somos celosas por naturaleza. No es posible que todas estén contentas. Pero en esta sociedad el divorcio no es una opción y ellos se han acostumbrado a vivir así”, explica. Madini cuenta, además, que al principio el patriarca quería tener varias esposas, y luego se fueron uniendo otras mujeres que le pidieron matrimonio solo por protección y por seguridad económica. La primera esposa de Ziona se llama Zathiangi.
Tiene 74 años, es serena, sus ojos también parecen los de un felino viejo. Se conocieron cuando ella tenía 19 años y él, 17. “Era muy guapo y me amaba”. Se casaron pronto y empezaron a tener hijos. Pero estuvieron solos únicamente seis años. Entonces Ziona trajo a otra mujer a casa con el argumento de que ese era el mandato divino. Y luego otra y otra y otra… “Al principio estuve muy celosa. No me gustó nada.
Fue hasta la cuarta mujer que me di cuenta y acepté que fue Dios quien así lo quiso y que estábamos destinados a ser una familia grande”. Zathiangi tuvo siete hijos con Ziona, entre ellos Nunpaliana, el primogénito, hoy de 55 años, a quien apuntan en el pueblo como el sucesor de su padre. Es moreno y bajito, unas grandes y redondas gafas de pasta negra le cubren casi la mitad de la cara.
Heredó el silencio de su padre, pero con mucho menos carisma. Algunos lo quieren porque tienen que quererlo, porque es el hijo de Ziona. Al parecer, es buen administrador de la casa, pero no está muy involucrado en asuntos religiosos. Y es el único de sus hijos que le ha heredado lo polígamo: tiene dos esposas y, hasta ahora, ocho hijos.
La fortaleza morada domina uno de los extremos del pueblo, enclavado en unas hermosas montañas cubiertas por selva tupida. El edificio de cinco pisos está adornado siempre con ropa colorida y de todos los tamaños que ondea tendida en cada balcón. Dos de los pisos son sótanos y sirven para almacenar las miles de cosas que se necesitan para que funcione la casona: muebles, platos, ollas, utensilios de aseo… Las dos plantas más altas cumplen la función de dormitorios para la prole.
En la planta baja están la cocina, el comedor y el área de trabajo. Los visitantes, que solo pueden acceder a esta, se topan con una especie de trono con un par de leones labrados para que Ziona apoye los brazos. Zathiangi cuenta orgullosa que, junto con otras de las esposas mayores, está a cargo de coordinar las tareas domésticas y de dar de comer al ejército. Para cada comida se hacen 40 kilos de arroz, 15 kilos de lentejas, 40 kilos de carne y montañas de verduras y chiles. La estufa parece un horno industrial y los utensilios son todos enormes.
Hay cuatro fogatas de leña que calientan ollas gigantes. Las mujeres se van rotando para cocinar y cada turno está a cargo de al menos cinco de ellas. Una prepara el té; otra, el pollo; otra, las lentejas; otras cortan verduras. En un cuarto contiguo, cuatro chicas lavan los utensilios. Se reconoce claramente que las más viejas, las señoras, son sus esposas, pero es difícil saber cuáles de las menores son sus hijas y cuáles, sus nueras.
La casa se despierta a las 4:30 de la mañana, y sus 163 habitantes tienen que estar listos para la oración de las 5:00. A las 6:30, ya está el desayuno para que los más pequeños se vayan a la escuela. Los adultos lo toman a las 9:00 y después, empiezan sus deberes. Algunas de las mujeres, sobre todo las más viejas y las embarazadas, se quedan en casa, los demás se van a trabajar. Es una estructura caótica, pero a la vez muy organizada; un engendro entre vivienda, fábrica, internado, colegio militar y casa de citas.
Cuando las decenas de niños —que parecen cientos— se van a la escuela, hay un poco de tranquilidad y silencio. Pero cuando vuelven, todo es una fiesta. A la hora de comer, los más pequeños se sientan en el piso, y algunas mujeres van corriendo tras de ellos para darles cucharadas. Los bebés descansan en la espalda de sus madres, sostenidos por un chal enredado. Una señora distraída tira a uno desde no muy alto y, mientras este llora desconsolado, otras se carcajean por la sorpresa.
A la hora de la cena de los adultos, el espacio vacío se dispone para las 17 mesas redondas de madera que el resto del tiempo reposan al margen. A cada una se le ponen las sillas de plástico que antes estaban apiladas por colores en una esquina. Parece la preparación de un banquete para una boda. Cuando está todo listo, Ziona aparece y el espacio queda en silencio. El patriarca se sienta en una mesa de en medio, rodeado de algunas de sus esposas con más antigüedad. Las demás mesas se organizan, más o menos, por subfamilias.
Después de la cena, queda un poco de tiempo para que los niños se pongan a hacer sus tareas escolares entre peleas y risas. Después de las 9:00 de la noche, las luces se apagan y las puertas de la fortaleza se cierran. Nadie sale ni entra.
Quienes viven con Ziona son los ricos de la aldea. Tienen talleres para construir muebles de madera para consumo propio, como sillones y marcos de ventanas. También fabrican utensilios de acero inoxidable para su cocina. Cuentan con tierra para sembrar y con un centenar de cerdos, el animal más preciado, pues acá se come en todo tipo de preparaciones.
Por si fuera poco, los devotos de la iglesia dan un diezmo que nadie en el pueblo sabe con certeza dónde termina, aunque la familia dice que es para obras sociales. “El diezmo es voluntario”, explica Joar Panzela, que da el 10 % de su salario como ingeniero en computación en un pueblo vecino. Él está casado con una de las hijas de Ziona, Zuani, la única hija de la décima esposa. La pareja vive en la casa de los padres de él y solo viene los domingos. Por ese tipo de cosas, da la impresión de que en la aldea todos están relacionados.
Los domingos en Baktawng están dedicados a la devoción. Todos se peinan y se ponen sus mejores ropas para ir a la iglesia. Las chicas usan tacones y vestidos brillantes hasta las rodillas. Las mujeres casadas se ponen sus moi, unas telas que se enredan a modo de falda. Los hombres llevan pantalones de vestir y camisas recién planchadas.
La Iglesia de la Nueva Generación está justo al lado de la casa de la familia más grande del mundo. Ahí corren todos los fieles tras las campanadas, incluso a pesar de las fuertes lluvias de la temporada. Los hombres se sientan de un lado y las mujeres, del otro. Entre 600 y 700 personas llenan el lugar. Lo único que cuelga de las paredes es una pintura de Chona, el papá de Ziona, con saco gris y corbata roja. Después de un pequeño sermón, que da uno de los hijos del patriarca, comienza un tipo de música country tocada en vivo con un teclado y una guitarra eléctrica, y cantada al micrófono por un par de creyentes. El resto de seguidores se levantan de sus asientos y, como si entrara en un trance, empiezan a bailar, a aplaudir y a cantar. La letra, en lengua mizo, fue escrita por Ziona. Todos repiten aleluya.
Él sigue sentado, sin mencionar una palabra, y a ratos se ve medio dormido. El sistema de sermones y bailes y cantos se repite una y otra vez. Parece que es siempre la misma canción, pero todos están muy animados, como si fuera la primera vez que la oyeran. Para completar el cuadro, una mujer borracha trata de bailar, pero se cae. Los que suelen dirigir el acto son un sacerdote, alguno de sus hijos o un devoto de años.
“Ziona tiene mucho poder en la aldea, simplemente porque tiene mucha fuerza de trabajo. Por ejemplo, cuando alguien necesita construir algo, él puede enviar al número de hijos necesario para ayudar. Y así siempre tiene influencia”, explica H.C. Vanlalruata, el periodista que descubrió la historia y hace algunos años dio a conocer la familia más grande del planeta a los medios de comunicación.
En el pueblo nadie duda del poder de Ziona. Incluso algunos creen que él es eterno. Casi nadie se atreve a preguntarse qué pasará después de su muerte. Gente que llega de fuera, con visión más crítica, dice que podría sucederlo Nunpaliana, su hijo mayor. “Todo es incierto. Las preguntas son si el hijo que se quede al frente querrá seguir manteniendo a las esposas que no son su madre y si tiene el mismo poder de administración que tiene Ziona”, explica Vanlalruata. Por ahora, Ziona está orgulloso de su familia, que sigue creciendo. El último de los integrantes, uno de sus nietos, nació recién el 22 de junio. Cuatro de sus nueras están embarazadas. Pronto serán 167 en la casa enorme pintada de morado.